Simbolismos de poder y de impotencia del Estado democrático

AutorVíctor Pérez Díaz
CargoCatedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. Director de Analistas Socio-Políticos,
Páginas7-15
Simbolismos políticos

Page 7

La obediencia a los gobernantes depende de que sus súbditos les vean preparados y dispuestos para resolver algunos problemas básicos de la comunidad: defender el territorio, impartir justicia, garantizar la paz interna y, hasta cierto punto, asegurar un mínimo de prosperidad, o, al menos, evitar una miseria prolongada. Si éstos son, grosso modo, los problemas fundamentales de la comunidad, los gobernantes sólo adquieren su legitimidad sustantiva (a diferencia de su legitimidad formal, a la que se refiere Weber) si se piensa que pueden resolverlos. Por esto, suele ser un lugar común de la vida política el de que hay un intercambio político entre gobernantes y súbditos: se intercambia obediencia por buen gobierno.

Sin embargo, hay límites intrínsecos en todo poder humano. Estos límites hacen improbable, si no imposible, que se pueda garantizar completamente promesa o expectativa alguna que vaya más allá del aquí y el ahora. La incertidumbre es inevitable. Los gobernantes pueden, a veces, darse aires de dioses.

Pero, en el mejor de los casos, sus conocimientos y sus recursos se limitan al manejo del realissimum de la experiencia inmediata. No pueden controlar el medio exterior, y esto explica el énfasis que ponen en el control de las fronteras, por donde pueden aparecer enemigos imprevisibles. Mucho menos aún, controlan el tiempo. El futuro está fuera de su alcance.

De modo que para vivir una experiencia de consentimiento, aquiescencia y obediencia al poder político, y vivirla dándola un sentido, gobernantes y súbditos suelen recurrir, desde siempre, a un repertorio amplio y complicado de mecanismos emocionales y cognitivos. Éstos van más allá de lo que permite la simple observación de la experiencia cercana y del pasado reciente, y más allá de los argumentos racionales y empíricos. A la hora de elaborarlos, gobernantes y súbditos no miran a la tierra sino al cielo, por así decirlo. Recurren a mitos y a ritos de todo tipo: a narrativas y a argumentos religiosos y filosóficos, así como a oraciones, procedimientos mágicos y representaciones teatrales y simbólicas de toda condición.

Todos estos simbolismos (o sistemas de símbolos: Firth, 1973:66) imbuyen en la población la fe y la esperanza necesarias para vivir con el sistema político en el largo plazo: para soportarlo e incluso, a veces, para entusiasmarse con él. Les proporcionan explicaciones y apoyo emocional para obedecer y, eventualmente, participar en el juego del poder. Añaden un elemento de sacralidad a la dominación, e incluso a la propia comunidad política. La palabra "autoridad", auctoritas, implica ya que un elemento extraordinario se ha añadido al mero poder, al poder desnudo, y lo ha convertido en algo más de lo que pudiera parecer en condiciones ordinarias.

Page 8

Ya no es algo que se intercambia por algo, o algo útil para un propósito común; sino algo que se apoya sobre sí mismo y exige respeto. Los simbolismos producen sus efectos por el procedimiento de expresar una visión, evocar unos sentimientos y realizar unas exhortaciones. Expresan la visión de una sociedad bien ordenada, evocan un sentimiento de reverencia por la comunidad y de pertenencia a ella, y exhortan a comportarse apropiadamente, obedecer a los gobernantes, y solidarizarse con los compatriotas o amigos contra los extranjeros o enemigos que pudieran cuestionar el orden social y la autoridad legítima.

Estas consideraciones se aplican a las comunidades políticas antiguas y modernas, incluyendo las democracias liberales, que tienen sus propias formas de simbolismos políticos. Aquí exploraré la manera como funcionan sólo algunos de estos simbolismos democráticos: los que se refieren a las ambigüedades del poder soberano, la omnipotencia de la política y los límites de la política. (Dejo para otra ocasión el examen, por ejemplo, de los simbolismos relativos a la diferencia entre los gobernantes y los ciudadanos, y a la ambivalencia de éstos hacia la clase política, así como de aquellos mediante los cuales la sociedad política trata de conjurar las amenazas de la desintegración social y, en último término, de la guerra civil.)

Una característica crucial de los simbolismos políticos es la de que, muy a menudo, son intrínsecamente ambiguos; por ello, son objeto de diferentes estrategias de apropiación (Chartier, 1989) por los actores políticos y sociales, y objeto, en consecuencia, de usos muy contradictorios. Tales usos pueden ser de naturaleza tanto civil como incivil; es decir, pueden ser tanto compatibles como incompatibles con los fundamentales de una sociedad civil, entendida ésta (en nuestro espacio histórico) como la combinación de una democracia liberal, una economía de mercado y una sociedad plural. Terminaré con una breve consideración sobre la virtud de la civilidad política. Esta virtud incluye la prudencia que permite a los ciudadanos el entendimiento, y eventualmente el manejo razonable, de tales simbolismos.

Los ritos de la ambigüedad del poder soberano, y de la omnipotencia y los límites de la política

Según una sugestiva hipótesis de Hocart (Hocart, 1970:30 y ss.), el estado comenzó como un aparato ritual orientado a "the quest of life", digamos, a la búsqueda y el logro de la abundancia de todas las cosas deseables de la vida; este aparato implicaba un orden de preeminencia simbólica y de deferencia social. De alguna forma, los estados (o al menos en la mayoría de ellos) han conseguido constituirse en sistemas de dominación política en los que ya no se trata de mera deferencia sino de estricta obediencia, y al tiempo, mediante metamorfosis complejas, han conservado las ambiciones extraordinarias de sus antecesores, de su origen ritual. Se exhiben como si fueran, de verdad, las fuentes de la abundancia de todas las cosas deseables de la vida; y esa exhibición toma la forma tanto de sus políticas reales, o realistas, como de sus representaciones simbólicas. Así sucede en temas internacionales, como en el caso límite de la guerra, en el que el estado reivindica un poder incondicional de vida y muerte sobre sus súbditos, como si la patria, sagrada, sólo pudiera sobrevivir y prosperar si aquellos corren el riesgo de morir en un campo de batalla; pero análogas reivindicaciones de poder supremo pueden observarse en el área de la política interna.

El estado moderno, sea democrático o no, parte del supuesto de que tiene un poder soberano; no simplemente mucho poder, o más poder que otros. Se supone que ello se demuestra, sobre todo, en situaciones de excepción, cuando se suspende la legalidad vigente (Schmitt, 1985: 5). Sin embargo, incluso dando por supuesto este poder excepcional, queda por ver en qué medida y bajo qué condiciones el estado (y no sólo este o aquel poder dentro del estado) tiene todo ese poder en realidad. Porque, si (y cuando) se decide el estado de excepción (o la suspensión de la legalidad vigente), tal decisión sólo puede ser mantenida en la medida en que el estado tiene apoyo social suficiente durante un período suficiente de tiempo. En caso contrario, el poder excepcional del estado se convierte en un poder espectáculo, de lanzar "rayos y truenos", para impresionar a los súbditos. Estos efectos pueden ser, y suelen ser, efímeros. Y no conviene confundir a Júpiter con un organizador de fuegos artificiales.

El tiempo es la dimensión crucial que discrimina entre decisiones más o menos relevantes, y ser soberano significa tomar decisiones muy relevantes (y no precarias). El caso es que las decisiones serán relevantes sólo si duran, y durarán sólo si son aceptadas por sectores significativos de la sociedad. Se requiere, por tanto, una redefinición drástica del concepto de soberanía. Sólo cabe aceptar la teoría de la soberanía estatal como una metáfora, un tropo que hincha artificiosamente la realidad de la vida Page 9política (tal vez, de paso, para acomodar los intereses intelectuales y materiales más diversos, de políticos, funcionarios, intelectuales e tutti quanti). Esta distorsión afecta a la teoría de la democracia en su dimensión tanto normativa como descriptiva.

Las narrativas de los contratos sociales y las constituciones fundacionales

En las democracias liberales se necesitan representaciones rituales y otros simbolismos para manejar tanto la ambivalencia entre gobernantes y súbditos como las amenazas de desintegración social que pudieran culminar en un conflicto civil. En este sentido, la construcción teórica del contrato social puede considerarse como la...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR