El poder de las costumbres, ¿réquiem por el derecho al silencio?

AutorÓscar Morales
CargoAbogado
Páginas53-67

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1. - Introducción

Si los derechos fundamentales se asientan sobre valores, su ejercicio no debería ser objeto de desvalor. Ni desde los poderes públicos (lato sensu, incluyendo por lo tanto el conjunto del poder judicial), ni, desde luego, tampoco socialmente. Algunos, sin embargo, son objeto de un claro deterioro social e institucional que degradan su eficacia hasta prácticamente vaciarlos de contenido, convirtiéndolos en mera formalidad.

La Constitución española, como texto que representa el pacto social entre ciudadanos, contiene un amplio catálogo de derechos, de los cuales solo algunos alcanzan la consideración de fundamentales. Son derechos sin cuyo ejercicio la dignidad, como atribución normativa, ex artículo 10, quedaría en mera declaración retórica de corte iusnaturalista.

El listado de derechos fundamentales que dotan de sentido a la autoatribución de dignidad sigue una lógica cualitativa: en primer lugar, los derechos personalísimos: vida, libertad, intimidad. El elenco continúa hasta llegar a las garantías procesales, es decir, derechos fundamentales que garantizan la dignidad del individuo cuando este se ve sometido a un proceso y, muy particularmente, a un proceso penal. Entre ellos, me ocuparé en este trabajo del derecho a no declarar contra sí mismo y a no confesarse culpable, quizá uno de los derechos más devaluados institucional y socialmente (en este último caso, a través de los medios de comunicación).

El derecho a no declarar y a no hacerlo contra uno mismo rompe con la tradición inquisitiva anterior a la segunda mitad del XIX, desterrando cualquier atisbo de tortura en las declaraciones obtenidas de los individuos sometidos al proceso. Aquí finaliza el consenso. El valor y la eficacia reales que deban otorgarse a esta manifestación del derecho (pasivo) de defensa, puede ser analizado desde dos perspectivas fundamentales cuyos resultados son francamente divergentes.

Por un lado, es posible interpretar el derecho a permanecer en silencio como una garantía que impide al sujeto declarar coactivamente como testigo en procedimiento criminal contra sí mismo. Al introducir en la oración el término "testigo" se abre un condicionante de importancia mayúscula. El acusado

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deja de ser objeto del proceso para ocupar el estatus de sujeto del proceso. La presunción de inocencia vuelca entonces todo su significado sobre el principio acusatorio y corresponderá a la acusación la presentación de pruebas suficientes para la acreditación de la culpabilidad, al margen del sujeto del proceso, siempre y cuando este decida mantenerse como tal. En caso contrario, y si el acusado desea ejercer una defensa activa, también reconocido como derecho fundamental (en nuestro sistema, bajo la declaración del artículo 24 CE: "...a utilizar todos los medios de prueba pertinentes para su defensa") podrá introducir su testimonio como elemento probatorio, sometido al principio de contradicción (examen cruzado por las partes) con obligación de decir verdad. Este es el sistema imperante en el derecho norteamericano, derivado de la quinta enmienda y su desarrollo jurisprudencial, fundamentalmente a través de los casos Griffin 1 y Carter 2.

Por otra parte, se ha interpretado el derecho a permanecer en silencio como una garantía que impide al sujeto declarar coactivamente como testigo en procedimiento criminal contra sí mismo, pero sometido a límites, que se concretarían en: (i) el silencio podrá operar como elemento de corroboración de la culpabilidad; (ii) la declaración del acusado no será considerada testifical, con reconocimiento incluso de la posibilidad (a veces denominada "derecho") de mentir. Este es el sistema asumido por la doctrina del Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional.

Este trabajo analiza las repercusiones del establecimiento de límites sobre la eficacia real del derecho a no declarar imperante en el sistema español. El objetivo es doble. Por un lado, tratará de demostrarse que, bajo la premisa poco discutible de la inexistencia de derechos absolutos en nuestro sistema, los límites establecidos por nuestra jurisprudencia y apoyados doctrinalmente vacían en realidad de contenido el derecho a no declarar, provocando al mismo tiempo un halo de desvalor en su ejercicio que se proyecta en los planos institucional (poderes públicos y, en particular, en el sistema judicial) y social (medios de comunicación). Por otro lado y contra lo que parecen verdades absolutas de la comunidad científica y la jurisprudencia, tratará de demostrarse, mediante los criterios hermenéuticos al uso, que un cambio de paradigma en el entendimiento del derecho a no declarar no exige un cambio normativo (cuestión distinta es que sea deseable), pudiendo llegarse a un desarrollo pleno del derecho a través de una lectura integradora del artículo 24 CE y la vigente Ley de Enjuiciamiento Criminal (en adelante, "LECrim").

2. - Límites al derecho a no declarar y sus consecuencias

La normativa constitucional y procesal españolas presentan un contexto que ha favorecido la pérdida de eficacia real del derecho a no declarar contra sí mismo. Mientras la Constitución data de 1978, la LECrim es casi cien años más antigua, concretamente, de 1882. Y aunque la ley rituaria ha sido objeto de múltiples reformas, las normas son hijas de su tiempo, y claramente los tiempos del siglo XIX poco o nada tienen que ver con los del XXI. En cualquier caso, la filosofía que inspiraba las reglas del enjuiciamiento en aquella época es difícilmente trasladable al momento presente. Valga la anécdota: mientras en 1882 moría el tristemente célebre atracador de diligencias de correo, Jase James, en 2014 el correo viaja a través del ciberespacio. El proceso penal como tal, la razón de fondo en que se inspira, está diseñado en nuestro país conforme a tradiciones propias del contexto socio-cultural que impregnaba el XIX, entre ellas, el inicio y desarrollo de las sesiones del juicio oral: desde la posición que ocupa cada parte en la escenografía del juicio, pasando por la declaración del acusado como primera prueba, hasta los límites en la valoración de sus manifestaciones y su eventual silencio.

Y precisamente en estas tres cuestiones descansa la responsabilidad última del deterioro del derecho a no declarar y a no hacerlo contra sí mismo:

(i) El valor de las manifestaciones del acusado y de su silencio. Dado que comúnmente se reconoce al acusado el derecho a mentir, no hay forma de discernir, como punto de partida, cuándo lo estaría haciendo; del mismo modo, si el silencio puede tener consecuencias negativas para el acusado, no se trataría ya del ejercicio de un derecho, sino de una trampa procesal. En suma, el pretendido límite al derecho a no declarar, en realidad, lo vacía de contenido, provocando graves desperfectos en el contenido material del derecho de defensa.

(ii) El momento de su declaración, cuestión que abarca también la legitimación para la proposi-

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ción como prueba de la declaración del acusado por las acusaciones pública, particular o popular. No solo parece contradictorio que reconociéndose al acusado el derecho a no declarar la primera prueba que se practique sea, no obstante, la de su declaración, sino que esa circunstancia, además, determina el sino del propio juicio oral: ni el acusado puede ya contradecir la prueba de acusación (porque aún no se ha practicado), ni por supuesto puede optar por su silencio si considera que la prueba en contra es débil o insuficiente.

(iii) La ubicación del acusado durante el rito de enjuiciamiento. De acuerdo con nuestra ancestral liturgia, el acusado se sienta en el centro, lejos de su defensa letrada, lo que le impide contrastar la razonabilidad o no de responder a las cuestiones planteadas en el interrogatorio de las acusaciones.

No es de extrañar, pues, que si los procesalistas, jueces, magistrados, fiscales y abogados no respetan los contornos que debería tener este derecho, socialmente tampoco esté en su mejor cota de valoración. La prensa conforma la opinión pública, por lo que esta, finalmente, acaba por tener una visión monocolor del derecho constitucional a no declarar. No son infrecuentes, en efecto, los titulares periodísticos o televisivos según los cuales o el acusado (o el imputado) "se negó" a declarar. Una proposición negativa en un titular sobre el ejercicio de un derecho constitucional proyecta la idea de que su vigencia es perniciosa. Estos titulares son especialmente nocivos en aquellos casos en que la noticia está relacionada con la investigación de crímenes violentos o que envuelven a menores en calidad de víctimas, pues el escalofrío social ante la tragedia convierte a los individuos en especialmente porosos a las fórmulas de reacción privada (la venganza) aun cuando carezcan de elementos de juicio bastantes para formarse una idea cierta sobre los hechos investigados y los verdaderos indicios con los que se cuenta. La vigencia del derecho acaba por ser perniciosa precisamente por su valoración negativa, "se negó", como si la obligación moral que deriva de la presunción de culpabilidad que transmite su imputación debiera situarse en la escala de jerarquía normativa por encima de un derecho constitucional.

A continuación analizaremos el alcance y significado para la plena eficacia del derecho a no declarar de las tres cuestiones apuntadas, al tiempo que se desarrollarán propuestas interpretativas de las normas vigentes para maximizar su ejercicio en términos constitucionales.

2.1. - El valor del silencio y de las manifestaciones del acusado

2.1.1 · El silencio como manifestación natural del derecho a no declarar, y...

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