Planteamiento de la cuestión

AutorMiguel Pino Abad
Páginas21-30

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1. El juego: ¿recreación o vicio?

Es bien conocido que el juego ha venido acompañando al ser humano desde los más remotos tiempos como medio de distracción o diver-timento con sus congéneres1. En este sentido, quienes escribieron sobre esta materia a lo largo de la Edad Moderna venían a coincidir en el hecho de que jugar no es perjudicial en sí mismo, siempre que se use de él de forma templada y en lugares y tiempos convenientes, como manera de recreación, con el que se busca aliviar los esfuerzos que cada uno realiza en su actividad diaria. Este principio, agregan, se aplica por igual a cualquier persona: hombres, mujeres, niños, jóvenes, ancianos, solteros, casados, oficiales, labradores, caballeros, seglares, clérigos y obispos, con tal de que cada uno utilice el juego que sea más acorde con sus circunstancias2.

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No obstante lo anterior, una cosa es que el juego se inventara para recreación y alivio de los trabajos corporales y espirituales y que, ejercido moderadamente, sea bueno y otra bien distinta es que los sujetos usen de ciertos juegos para fines muy alejados de la mera distracción3.

En estos casos, advierten los autores, se provocan graves ofensas a Dios porque se incumplen cada uno de sus mandamientos4. Así, los jugadores pecaban mortalmente5, por transgredir el primero, cuando recurrían a los astrólogos para que les dijesen en qué horas debían jugar, al objeto de ganar y tener suerte; el segundo cuando blasfemaban, en su desesperación por lo que habían perdido, a Dios, la Virgen y los Santos o cuando juraban sin pensar si era verdad o mentira lo que decían; el tercero era incumplido por aquellos que no dedicaban los domingos y demás fiestas cristianas a participar en los actos religiosos propios de estas fechas y preferían continuar jugando; el cuarto porque, por culpa del juego, se generaban peleas entre padres e hijos y porque aquéllos dilapidaban su fortuna en perjuicio de su familia; el quinto por los homicidios o lesiones que se producían, amén de las injurias que se proferían; el sexto era vulnerado porque habitualmente los jugadores eran gente ociosa que malgastaban el tiempo durante todo el día y la noche; el séptimo porque se apostaba en el juego más cantidad de la legalmente permitida o se jugaba, mediante engaños,

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con menores de edad o con mujeres casadas y otras personas que no disponían libremente de aquello que arriesgaban; el octavo por las mentiras e infamias que continuamente se pronunciaban en las partidas; el noveno por la codicia de las mujeres ajenas y el décimo por la avaricia de los bienes de terceros6.

Una de las primeras obras dignas de mención sobre este particular correspondió al cosmógrafo Pedro de Medina, quien sostuvo que el juego moderado y reglado no se debía condenar, pero el excesivo había de ser en cualquier lugar malo porque de él provenían muchos y graves perjuicios. Explica esta aseveración indicando que el tiempo no lo dedica el jugador a realizar obras santas de virtud; sus bienes sólo los emplea en el juego y porque los jugadores son como los locos, ya que no sienten el mal que hacen. El jugador, además, se tiene por mal cristiano cuando no puede pagar lo que debe, ni restituye lo que por el juego gana. Todo ello sin olvidar las blasfemias, engaños y mentiras frecuentes durante la realización de determinados juegos7.

El humanista Luis Vives persigue, por su parte, fines pedagógicos al indicar una serie de reglas recomendables frente al juego. También en él encontramos como perjuicios del juego el malgasto de tiempo. Según su parecer, como el hombre había sido creado para acometer grandes cosas y no para bromas o pasatiempos, debería conceder al juego el tiempo imprescindible para poder recuperarse en cuerpo y alma del cansancio motivado por sus quehaceres habituales. Así, compara el juego con el sueño, comer o beber, que sólo tienen sentido en la medida en que el cuerpo los necesita para recuperar fuerzas. La segunda regla se refiere a la correcta elección del compañero de juego, quien también debe buscar en la actividad lúdica sólo una forma de recreación, por lo que recomienda que no se juegue con personas desconocidas. Advierte que la apuesta debe ser lo suficientemente reducida como para que el juego no se convierta en tortura por el miedo ante la posible pérdida, ya que el juego tiene únicamente sentido cuando alguien lo practica con calma y tranquilidad y no pierde los nervios

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cuando pierde. Concluye afirmando que el juego debería finalizar cuando se ha descansado y se está otra vez preparado para realizar los trabajos que cada uno tiene encomendados8.

Lo cierto es que, a pesar de estas recomendaciones, la pasión del juego impregnaba a cualquier individuo que se dejaba arrastar sin apenas resistencia. Como tendremos oportunidad de exponer con más detalle en las siguientes líneas, las prohibiciones legales no consiguieron acabar con este vicio, pese a su innegable severidad. Prueba irrefutable de lo que decimos se encuentra en las palabras de un autor del siglo XVIII, quien aún advertía, como habían hecho sus predecesores del XVI, que los jugadores pecaban mortalmente.

Su encendido reproche se extendía a un elenco ciertamente amplio de sujetos entre los que destacaban los eclesiásticos, que por el juego se olvidaban de sus obligaciones con Dios y de aspirar a la perfección de su vida sacerdotal; los nobles y gente de mediana clase, que, movidos por la actividad lúdica, no daban buen ejemplo a sus hijos y no podían pagar lo que perdían; los alumnos de las Universidades que faltaban a su obligación de estudiar y malograban el tiempo, induciendo a sus compañeros o amigos a lo mismo; los jóvenes que jugaban contra la voluntad de sus padres; los jueces, alcaldes, corregidores, abogados, procuradores y escribanos, que por dedicarse al juego no empleaban el esfuerzo necesario para expedir con acierto las cosas de su oficio; los médicos y cirujanos, que por darse al juego desmedidamente no curaban bien y asistían diligentemente a los enfermos; los maridos que jugaban la dote, joyas y alhajas propias de sus mujeres o los bienes gananciales en grave perjuicio de la esposa e hijos; las casadas que jugaban cantidades superiores a la decencia de su estado; los hi jos de familia que apostaban el dinero que habían hurtado a sus propios padres...

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