Reforma del sistema de penas. Especial consideración a las alternativas a la pena de prisión

AutorLorenzo Morillas Cueva
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Penal Universidad de Granada
Páginas45-63

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  1. Introducción

Dos caminos fundamentales ha seguido el estudio científico del Derecho penal, en su concreto desarrollo: por un lado, el análisis de la teoría jurídica del delito, pilar esencial del objeto de la Ciencia punitiva, y sobre el que a través de la historia se ha profundizado con mayor intensidad; por otro, el de sus consecuencias jurídicas, es decir, el relativo a las penas y a las medidas de seguridad. Las primeras han adquirido en las últimas décadas un especial protagonismo que ha llevado a las segundas a tener casi un carácter testimonial en los Textos legales, con lo que se ha fortalecido la dedicación de los especialistas en su valoración y estudio presentándose a un nivel equiparable a la teoría general del delito. Con razón JESCHECK-WEIGEND han afirmado que la configuración jurídica y la aplicación real de las sanciones penales determinan el espíritu de un sistema jurídico-penal, acaso, incluso, de forma más intensa a como lo hacen las normas generales sobre los presupuestos de la punibilidad1. Cierto es que el sistema de penas y los fundamentos básicos que lo sustentan en un Estado social y democrático de Derecho como es el nuestro son una realidad práctica y conceptual de necesaria referencia y con exigencia, cada vez más, de una valoración intensa y prioritaria para romper, de esta manera, ciertas torpezas históricas de alejamiento por parte de un sector de la doctrina en relación a esta institución jurídico-penal.

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Del concepto de que se parta, de su justificación y fines dependerá, en gran medida, la propia idea de Derecho penal, sobre el entendimiento inicial de que la función de éste depende de la que se le asigne a la pena, como el medio más característico de la intervención penal2. Por lo dicho, es preciso, asimismo, señalar que no todo lo anterior ha de concebirse con un sectario automatismo sino que, por el contrario, es fundamental y, por ello mismo, conveniente, reflexionar sobre el alcance de semejante componente de la estructura punitiva, lo que ha llevado a profundos e interesantes debates propiciados desde las más encontradas posiciones ideológicas y dogmáticas.

Lo que se presenta meridianamente claro es que la pena, y dentro de ella la de privación de libertad, es el instrumento más utilizado por una sociedad donde parece que crecen los peligros, hasta convertirse en una sociedad de riesgo, y donde las reacciones a determinadas convicciones generalmente asentadas en premisas mediáticas son la de exigir una más intensa y rígida lucha contra la criminalidad que inevitablemente camina hacia una intensificación de los medios de reacción punitivos. Asímismo, los gobiernos, y en consecuencia, las legislaciones, se muestran interesadamente sensibles a trasladar dichas demandas a los textos penales, cuando no a incentivarlas3.

Referencia de esta no justificada y, en ocasiones, perversa tendencia es la evolución que se ha producido en el sistema anglosajón, fundamentalmente en los dos países de mayor influencia en este campo: Estados Unidos e Inglaterra. Inicialmente, en los años sesenta, se exhiben como impulsores de una atractiva política criminal de tratamiento individualizado para pasar, al poco tiempo, de manera radical y ante las pretendidas carencias de aquélla a un modelo de imposición de penas en atención casi exclusiva al criterio del injusto o del mal causado que es, además y preocupantemente, dirigido, con provecho de los sectores dirigentes, hacia una progresiva intensificación de las sanciones penales y un consecuente alargamiento de las privaciones reales de libertad, cuando no, y todavía, en casos graves, de la misma vida, en algunos Estados del primero de los países señalados. Introducción de cánones retribucionistas que llevan a una desproporcionada dureza ausente, frecuentemente, de parámetros racionales y humanitarios en la determinación de la pena y alejados de algunas de las garantías básicas de los ciudadanos, aunque estos hayan delinquido y la sociedad se tenga que defender ante ataques de tal naturaleza a sus bienes jurídicos más preciados.

Como bien ha escrito Silva Sánchez, en términos generales se advierte la disposición legislativa a ofrecer respuestas selectivas en función de la percep-Page 47ción social del correspondiente hecho delictivo como fuente de inseguridad subjetiva; no tanto en función de la gravedad del hecho en términos axiológicos4. Dicha orientación legislativa se extiende como ola furiosa hasta llegar al viejo continente transformando poco a poco las ideas aperturista que configuran la estructura penal en un cierto neoconservadurismo que parecía superado, al menos en sus fundamentos más radicales. Realidad que no parece ser frenada ni en aquellos países, como España, en los que han accedido al poder político grupos con convicciones históricamente progresistas que precisamente por ello, y por su vínculo ideológico más comprometido con situaciones de este tipo, han de estar teóricamente más cercanos a la idea de intervención mínima y a las del garantismo penal, integrador y recuperador de los ciudadanos que delinque sobre políticas sociales y criminales sustentadas en mecanismos alternativos, en la medida de lo posible, a la pena de prisión.

Ante esta ondulante progresión de modificaciones legislativas, el especialista, en este caso el científico del Derecho penal, tiene que estar alerta para reaccionar ante los posibles excesos punitivos con propuestas sólidas que se enmarquen en el respeto a los principios básicos del Estados social y democrático de Derecho para conseguir sobre esa interesante base legitimadora propuestas político-criminales que mejoren el sistema tanto del Derecho penal en general como el de penas, en particular. El discurso que sigue pretende ser un análisis comprometido de la actualidad de estas últimas sobre la base de reflexiones críticas que sitúen las premisas donde se mueven las coordenadas fundamentales de alternativas sólidas para un futuro inmediato.

Nada mejor para conseguir semejante objetivo que adelantar, con la breve- dad que requiere un análisis de estas características, mi posición personal sobre la teoría de la pena y aludir a los, que según mi opinión, son principios básicos que han de marcar el sistema de penas en un Derecho penal de garantías.

Con relación a lo primero es conveniente advertir que parto con afirmaciones dadas por sabidas en torno a los históricos debates sobre retribución-prevención en relación al fundamento y a los fines de la pena que van desde los más concienzudos defensores de las nuevas especies de retribucionismo actualizado en las plumas de tendencia “jakobsiana” hasta las utópicas y fracasadas predicciones abolicionistas, en ocasiones brillantes por solidarias, que ven la pena como injusta, inútil y hasta perjudicial, pasando por todo el cargamento de teorías unitarias, preventivas, preventivo generales positivas y demás5.

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Desde mi punto de vista la pena hay que conceptuarla como un mal, en el sentido de acto de fuerza que la sociedad emplea para su defensa y que supone para el individuo que la recibe una privación de derechos. Esto no significa que se esté adelantando ningún otro criterio pues ese mal no tiene por qué significar retribución. Se justifica en su necesidad para la protección de bienes jurídicos a través de la prevención. Su fundamento es doble: por un lado, la culpabilidad, que juega esencialmente como limitación de la intervención; por otro, la necesidad, y aquí enlaza con la justificación: una pena adecuada a la medida de la culpabilidad únicamente puede fundamentarse cuando realmente sea necesaria para la protección de la sociedad y del individuo; si no lo fuera para atender a las exigencias preventivas no debe de ser aplicada. La culpabilidad juega un notable papel de garantía: cuando la pena adecuada a la culpabilidad entre en conflicto con los fines preventivos, el límite superior será invariable, mientras que el límite inferior puede ceder en disminución e incluso en sustitución de la pena si los fines preventivos así lo demandan, con la única limitación de que las causas de disminución o sustitución vengan legalmente establecidas por la ley.

En consecuencia, dos premisas básicas: a) renuncia a toda retribución, no la planteo ni en el supuesto de acompañamiento secundario junto a la prevención; b) los fines a perseguir por las penas serán puramente preventivos, tanto preventivo-generales como preventivo-especiales. Para una mejor comprensión de esta última idea y de sus diversos significados es conveniente, situarla en las tres fases que, con cierta frecuencia, atiende la doctrina.

La primera, la de conminación legal, tiene un marcado carácter preventivo general. La pena fijada en la ley con anterioridad a la comisión del delito se dirige a la colectividad y se fundamenta y justifica en la necesidad para la convivencia a través de la protección de bienes jurídicos. En la segunda, la de determinación e imposición, la justificación es la misma, pero para su fundamento junto a la necesidad hay que situar la culpabilidad, con el carácter garantista que le he otorgado, los fines son preferentemente preventivo-generales, aunque también cabe advertir algunos preventivo-especiales: al suponer la determinación e imposición de la pena, una confirmación de la amenaza abstracta tipificada previamente en la ley, se está sirviendo esencialmente a criterios preventivo-generales; sucede, no obstante, que en ciertos casos la aplicación de una pena juega como elemento de prevención especial cuando incida en el delincuente frente a una posible reincidencia. La tercera, la de ejecución, se vuelve a justificar y fundamentar en su necesidad para los fines preventivos. Estos se encaminan en este ciclo ejecutivo primordialmente hacia la prevención especial, aunque sin anular efectos preventivo-generales, como pueden ser los...

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