Un penalista en pugna con los lugares comunes: Francisco Grisolía Corbatón (1928-2005). Estudio necrológico

AutorJosé Luis Guzmán Dalbora
CargoCatedrático de Derecho penal y de Introducción a la Filosofía jurídica y moral en la Universidad de Valparaíso (Chile).
Páginas231-257

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  1. De los lugares comunes y nuestro autor.- Llamamos en castellano «lugares comunes» a un conjunto abigarrado y sin confines de expresiones triviales, esto es, vulgarizadas y carentes de importancia, o muy socorridas para casos aparentemente análogos a aquel en que acuden como invocación. Son, pues, recursos cómodos, ordinarios y ayunos de novedad, que abundan en el magín de las gentes que han desarrollado el hábito de no pensar por su cuenta. El acefalismo intelectual, la ineptitud o pereza de comprender por nosotros mismos las cuestiones del mundo, trae consigo una drástica limitación en pensamiento y -puesto que se habla y escribe como se piensa1- lenguaje, defecto que es suplido prontamente por tópicos, a algunos de los cuales se acaba atribuyendo el carácter de fórmulas incontrarrestables o revelaciones inmediatas de los

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    arcanos de la marcha del cosmos y la naturaleza del hombre. Estos son los lugares comunes.

    Hay quien los atribuye a la mentalidad propia de la burguesía2, asociación que, sin embargo, no hace justicia a la persistencia del fenómeno en todos los tiempos y grupos humanos. En verdad, el lugar común hinca sus raíces en la mentalidad prelógica o antecientífica, aquella que subs-tituye relaciones reales por otras simplemente supuestas3. De este reemplazo está henchido el «sentido común», que no es sino un conjunto asistemático de prejuicios, o lo que es igual, lugares comunes. Combatirlos ha sido siempre empresa dificilísima para la ciencia, porque a menudo las propias ciencias han albergado nociones erróneas, a las que la autoridad de quienes las formularon in thesi -piénsese en la teoría aristotélica del «justo medio» o la concepción de la verdad en la filosofía tomista-, o el interés de poderes ajenos al conocimiento científico -como el sistema geocéntrico ptolemaico-, confirieron un valor poco menos que apodíctico, rebatir el cual pudo significar, en el pasado, perder la cabeza por orden de un tribunal y, en el mejor de los casos, el ostracismo académico y abandono social del disidente. Por lo demás, el progreso científico continúa acarreando riesgos profesionales para los hombres que se atreven a cuestionar fundadamente el saber de sus mayores, cuando éste disfruta de arraigo entre quienes cultivan la disciplina de que se trate.

    La Ciencia jurídica tampoco ha permanecido inmune a estos escamoteos de la razón. Incluso los ha reconocido legalmente, en lo que cabe imaginar que el autor de la ley compartió la creencia de que alguno de estos rudimentos, como en el juego de la piñata de los niños mexicanos, puede dar a veces en el blanco4, es decir, que hizo suya la idea de que lugares y sentido común representan "sublimes ardides del pensamiento humano,

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    nuestros medios de escapar al desconcierto en medio del irremediable flujo de la sensación"5. Sin embargo, el enclave más persistente de aquéllos, antes que en las leyes mismas, ha sido la doctrina jurídica como tal, especialmente en cuestiones de interpretación. Prescindiendo de antecedentes antiguos, en que hubo de degenerar el ius respondendi ex ejus auctoritate y la Ley de citas durante el Imperio romano, la época de gloria de los lugares comunes (loci ordinarii) coincide con los últimos postglosadores, aferrados a la Glosa magna de ACCURSIO (1181-12596), y los comentaristas y prácticos del Bajo Medioevo y primera Edad Moderna, cuando se abusó del argumento de autoridad y de la communis opinio auctorum. El afán de ahorrarse el trabajo de usar la propia Minerva contribuyó al anquilosamiento de la doctrina de los postglosadores y desencadenaría la irrisión del mos italicus, cuyos secuaces serán tildados de «verbosi in re facili, in difficili muti, in angusta diffusi»7. Con todo, ni la formación de la Dogmática moderna ni los prodigiosos adelantos que le granjeará la independencia de su estatuto científico merced a las grandes escuelas metodológicas de finales del siglo XIX y principios del XX, ha librado a los juristas de esa tendencia a la verbosidad en los asuntos sencillos, la imprecisión en los estrechos y el mutismo en los difíciles.

    Tal vez sea precipitado expresarse así, porque son los asuntos más complejos donde acostumbran a instalarse los lugares comunes, a menu-do bajo la invocación del argumento de autoridad, a propósito del cual la mudez deviene repetición de la opinión ajena. Por cierto, la autoridad corresponde a quien razona autónomamente una solución de los problemas. Cuando el razonamiento es completo, convincente y, sobre todo, acierta con la única respuesta que requiere la cuestión planteada, el acatamiento de los colegas de especialidad está justificado y, al revés, la discrepancia es sólo fruto de un prurito de vanidad, aquella que consiste en lucir el propio nombre lidiando a un estudioso de prestigio. Semejante tendencia iconoclasta, muy frecuente en la juventud, se va apagando mano a mano que el estudioso madura y el engreimiento cede plaza a la humildad, virtud indispensable en el auténtico investigador. Pero la vena de demoli-

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    ción es perfectamente legítima, es más, necesaria, si éste advierte que la voz autorizada razonó o planteó mal el problema, que otros la oyeron irreflexivamente y, en fin, que la solución no es lo que se supone, sino una simple tesis que ha alcanzado con el coro de los epígonos el honroso puesto de un lugar común. En la rebelión contra éstos yace la palanca que mueve el avance cognoscitivo, sea para despejar de una vez por todas los enigmas antes recubiertos con la túnica falaz de los tópicos -como el descubrimiento de la circulación de la sangre, que se logró a costa de los anatomistas griegos y la vida del que se atrevió a impugnarlos8-, sea para aproximarse con sucesivos tanteos a su completa aclaración.

    No estamos en condiciones de decidir en cuál de los miembros de la disyuntiva habría que encasillar la obra de Francisco Grisolía Corbatón, enemigo declarado de los lugares en palabra desde la juventud, pasando por la consolidación de su pensamiento criminalista, hasta los días del ocaso. Sin embargo, una cosa parécenos segura, a saber, que él obsequió a la Ciencia penal chilena con una disposición que sería recomendable atesorar, por más que la idiosincrasia local tenga dificultades para desenvolverse con la franqueza y las actitudes directas. En éstas solemos divisar, o un ataque personal o críticas destempladas, sin darnos cuenta de que al conceder preferencia a la ambigüedad, la prudencia rayana en pudibundez, incluso la hipocresía, se pasa por alto propiedades que pueden ser sumamente aprovechables en la expresión que va sin circunloquios al grano. Queremos decir con esto que también en el debate jurídico existe el peligro de comportarnos como quienes abandonan la mesa de discusión sólo porque alguien discrepa de los circunstantes y alza una enérgica voz de protesta.

    A su turno, la independencia de criterio, la vehemencia en el tono al exponer los puntos cardinales de sus investigaciones dogmáticas y propuestas político-criminales, traducen en Francisco Grisolía rasgos típicos del alma española. Que parte significativa de la Dogmática penal de la España de hoy, embriagada con la ciencia de países cuyo Derecho difiere del ibérico y en muchas facetas no lo aventaja, aparente desconocer el riquísimo acervo autóctono, resulta accidental si se compara con la forma en que este autor, español de tomo y lomo, supo conservar en su quehacer criminalista lo más característico y granado de esa vieja piel de toro.

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    Esto es digno de atención, además, en otro respecto, provisto de un valor que trasciende las consideraciones históricas, esto es, la dependencia del Derecho penal chileno respecto del español anterior al Código de 1995. Así como en la mayoría de las cuestiones de interés científico, así también para las jurídico-penales los países hispanoamericanos seguimos tomando a préstamo de Europa aquello que esperamos devolverle con creces algún día9. Pero la deuda no será saldada en tanto en cuanto se haga abstracción de la ascendencia hispánica, con lo que nos referimos, no a adaptaciones españolas de teorías foráneas, sino a la matriz genuina, al brío singular del Derecho que se piensa y escribe en la lengua castellana.

    Pues bien, Francisco Grisolía no permitió que el admirable manejo que poseyó de otros ordenamientos jurídicos lo apartase del surco español. De la apreciación de su obra y las ventajas resultantes para el país que lo acogió en la infancia, versa la presente necrología, cuyas fuentes principales son los libros, artículos, comentarios de jurisprudencia, recensiones y conferencias impresas que él publicó. Habrá también ocasión de describir fragmentos de la personalidad del creador, según el testimonio de personas de su intimidad y compañeros próximos. Lamentamos no haber podido conceder a este pliegue del asunto, medular en cualquier semblanza, la extensión que requería. El defecto nos duele por partida doble, porque al reconstruir, conforme a los datos disponibles, esta trayectoria vital, invade el ánimo la impresión de que el conocimiento personal tiene que haber sido una experiencia tan estimulante como la lectura de lo que produjo este jurista10.

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  2. Linaje, vicisitudes, impronta.- Nuestro biografiado no fue el primero de su linaje en llevar el nombre Francisco. Lo precedieron su padre, Francisco de Paula Grisolía López, y el padre de éste, abogado y, durante algún tiempo, agregado de la Legación española en Pekín.

    La continuidad nominal sería escoltada por el común destino trashumante de la tríada. Nacido en el lejano oriente, Francisco Grisolía López abraza en Cataluña, región de sus ancestros, la carrera de marino mercante. Allí lo sorprende la rebelión franquista. Como buen republicano, pone lo que está en sus medios para defender al gobierno civil de la sublevación castrense. Sortea los bloqueos nacionalistas haciendo pasar armas al ejército de la República, que se desangraba en la batalla del...

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