Algunas peculiaridades del derecho a la vivienda en España: ¿un ejemplo a seguir?

AutorMaría José González Ordovás
Páginas117-200

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1. A cerca de algunos conceptos fundamentales

No parece polémico afirmar que el Estado social constituye y representa por sí mismo la institucionalización de determinados valores sociales o, dicho en otras palabras, «la cláusula del Estado social ha de interpretarse como una norma definidora de fines del Estado»1. Algo menos unívoca será sin duda la concreción de los fines que dicho Estado ha de garantizar pues si únicamente los define la función ordenadora del Derecho quedaría permanentemente pendiente. En dicha labor de designación y posterior realización de los fines el planteamiento político es fundamental como tuvo ocasiones de verse en la segunda parte de este trabajo. El hasta dónde y el hasta quién serían los interrogantes clave.

Hasta dónde llegar o a quiénes ha de protegerse y/o favorecerse, no es respondido, ni siquiera planteado, de la misma manera por liberales, conservadores o socialdemócratas de ahí que existan modelos diferentes del llamado Estado de Bienestar según a cuál de dichos paradigmas pertenezca. Sin embar-

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go, antes de ello conviene recordar una distinción que, con carácter previo, contribuirá a perfilar mejor nuestro objeto de interés. Se trata de la diferencia entre los conceptos de Estado de bienestar y Estado social que, pese a que en ocasiones pueden ser utilizados aquí y en general de modo indistinto, en puridad dan cuenta de dos escenarios algo diferentes que conviene al menos apuntar. Varios autores se han ocupado de la cuestión abundando todos ellos en la misma línea, así, para Calvo García «el Estado social es el estado que interviene y regula jurídicamente las formas espontáneas de la vida social, y Estado de bienestar es aquel en el que la intervención tiene como objeto prioritario la realización de derechos distributivos y asistenciales»2. También Martín Seco afirma: «el Estado social no debe confundirse con el Estado de bienestar, al menos como a menudo se ha entendido éste, como mero Estado benefactor o Estado de beneficiencia (…) Es cierto que la política redistributiva se incluye entre las funciones del Estado social, pero el Estado social es mucho más que eso»3. Y, por último, García Inda y Susín Betrán quienes añaden que «si bien hoy día puede afirmarse que asistimos a una crisis del Estado de bienestar propiciada por los límites del modelo keynesiano que éste había adoptado, no deja de estar en auge, sin embargo, un Estado social que regula cada vez más, hasta el último detalle, las diferentes formas y aspectos de la vida social»4.

Hecha la distinción, para esbozar las similitudes y diferencias de los modelos referidos adoptaremos aquí, en lo que sigue, el criterio utilizado por Esping-Andersen a tal fin aunque, eso sí, «actualizado» o «matizado» por algún otro autor

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tratando de hacer un hueco a las peculiaridades de los países del Sur.

Son muchas las clasificaciones que con mayor o menor acierto se han ocupado de detallar y comparar las diferentes opciones adoptadas por los Estados en su constante búsqueda de libertad e igualdad. La de Esping-Andersen, que sigue de cerca a Karl Polanyi5, nos resulta especialmente interesante por su distintiva visión de los derechos sociales como espacios de desmercantilización, entendida ésta como la capacidad del Derecho de reducir o eliminar la dependencia de las personas del mercado. A su juicio, «el criterio relevante para los derechos sociales debe ser el grado en que éstos permiten a la gente que sus niveles de vida sean independientes de las puras fuerzas del mercado. Es en este sentido en el que los derechos sociales disminuyen el status de los ciudadanos como mercancías» (…) puesto que «se presta un servicio como un asunto de derecho»6.

A la hora de la verdad según se ponga el acento en el mercado, en el Estado o en la familia como agentes que proporcionan y garantizan a la población determinados bienes y servicios estaremos ante uno u otro modelo bien entendido que la satisfacción de ciertas necesidades a través de los derechos sociales genera diferentes escenarios de cohesión o conflicto social según cuál sea el nivel de compromiso e igualdad alcanzado. Las variaciones de uno a otro modelo no son pequeñas.

En el Estado de Bienestar liberal propio de países como U.S.A., Canadá o Australia las reglas para acceder a ayudas y subsidios, de por sí modestos, son muy estrictas, se dirigen únicamente a capas de población con niveles de ingresos muy bajos lo cual produce estigmatizaciones no siempre involunta-

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rias7. En el Estado de Bienestar calificado por Esping-Andersen como «corporativista», de sesgo conservador, reconocible en Austria, Francia y Alemania, fundamentalmente, «la concesión de derechos sociales apenas ha sido un hecho contestado». Entre sus principales características destacarían la vinculación de los derechos a la clase y el estatus social y la intervención del principio de subsidiariedad en el sentido de que «el Estado intervendrá solamente cuando se acabe la capacidad de la familia para atender a sus miembros»8.

El tercero, el más reducido, es el socialdemócrata cuyo rasgo distintivo es que «el principio de universalismo y la desmercantilización de los derechos sociales se han extendido también a las nuevas clases medias» el impulso de éste es la búsqueda de la igualdad en los estándares más elevados, no una igualdad en las necesidades mínimas como se buscaba en otros sitios»9.

En nuestro contexto de crisis y ante los reproches que en los últimos años vienen haciéndose a los derechos sociales tanto desde el ámbito jurídico-político por sus posibles limitaciones a la libertad como desde el económico por el coste que suponen para las arcas públicas, resulta especialmente interesante conocer las conclusiones del autor respecto a las consecuencias de tales regímenes. A su juicio, «los riesgos de retroceso del Estado de Bienestar no dependen de los gastos, sino del carácter de clase del Estado de bienestar. Los Estados de bienestar de las clases medias, bien sean socialdemócratas (como en Escandinavia) o corporativistas (como en Alemania), forjan lealtades de clases medias. Por el contrario, los Estados de bienestar residuales, liberales, que se encuentran en Estados Unidos, Canadá y, cada vez más, en Gran Bretaña, dependen de las lealtades de un estrato social numéricamente débil y con frecuencia políticamente residual»10. Tal afirmación suscita, a

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renglón seguido, el interrogante de cuál es el lugar ocupado en ese cuadro por los países del sur y qué lealtad se ha generado en ellos respecto a los derechos sociales más allá de las conocidas manifestaciones en contra de algunos recortes sobre los mismos que la crisis económica y financiera ha propiciado y que se ha extendido por Grecia, Italia, España pero también Gran Bretaña.

Una de las tres variables que Esping-Andersen conjuga a la hora de perfilar uno u otro modelo de bienestar es, como se indicó, la familia. Su cometido, combinado con el del Estado y el mercado produce combinaciones bien distintas según cómo y sobre cuál de los tres recaiga el mayor peso en la distribución y satisfacción de bienes y servicios. Como es bien sabido, en el sur la familia ocupa un lugar protagonista por causas culturales, históricas y aun religiosas que no deben eludirse si se aspira a conocer bien sus singularidades. Sin embargo y paradójicamente éste autor nunca incluyó en sus análisis a otro país del sur que no fuera Italia, dejando fuera de todo examen a Portugal, España o Grecia. Dicha omisión le valió críticas de algunos autores pero, a diferencia de la reconsideración de su trabajo como consecuencia de la desaprobación formulada por alguna autora feminista, Esping nunca admitió ni incorporó a sus planteamientos la existencia de un régimen de bienestar mediterráneo.

Probablemente la primera voz que reclamó la conveniencia de incluir en el concepto ce régimen de bienestar la perspectiva de género fue la de Jane Lewis. En su opinión la ausencia de dicha dimensión en los estudios les convertía en defectuosos e inexactos por incompletos en la medida en que no se incluían las aportaciones que al bienestar de las familias aportaba el trabajo no remunerado de las mujeres. En su conocida obra Fundamentos sociales de las Economías postindustriales11 el sociólogo danés corrigió dicha invisibilización, admisión que,

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por el contrario, no tuvo lugar respecto a sus tres modelos de bienestar. A su juicio, España, Italia y Grecia serían los casos «extremos» del régimen corporativo continental pero casos al fin, ya que, «el carácter extremadamente residual de la asistencia social en el sur de Europa no constituye sino una cara de su marcado familiarismo. A diferencia de otros lugares, la asistencia social no fue nunca mejorada debido a dos presuposiciones: se suponía (y se prescribía legalmente) que las familias constituían el lugar más importante de provisión de ayuda social, y se suponía que normalmente las familias no fallaban»12.

Sin embargo, primero Leibfried, luego Ferrera, Saraceno y Trilla y Flaquer, ya en España, proponen e incorporan ciertos matices a la tipificación de Esping. El común denominador de todos autores la oportunidad de pensar en un cuarto régimen capaz de dar cuenta del modelo seguido en los países meridionales. Para Leibfried, el arco latino formado por España, Portugal, Grecia, hasta cierto punto Italia y mucho menos Francia compartirían rasgos suficientes que responderían a un patrón propio. Leibfried denominó a ese cuarto...

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