La participación en el Estado social y democrático de Derecho

AutorJaime Rodríguez-Arana
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Administrativo, Universidad de La Coruña
Páginas129-157

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La participación, esa gran directriz política de la arquitectura constitucional del Estado social y democrático de Derecho, ha sido preterida, olvidada, hasta desnaturalizada por esa versión cerrada y unilateral del poder político y financiero que se ha instalado en las tecnoestructuras dominantes en los últimos años. Sin embargo, la ciudadanía de este tiempo, menos mal, no está ni mucho menos por la labor del silencio y la complacencia que ha caracterizado, qué pena, a no pocos sectores sociales, incapacitados para levantar la voz y reclamar que los asuntos de interés general se administren contando con los ciudadanos. Por una poderosa razón que en estas líneas vamos a exponer y que es muy simple: el interés general, el de todos y cada uno de los ciudadanos como miembros del cuerpo social, ya no se define o gestiona desde la cúpula, de forma unilateral. Ahora, y esto es lo relevante, los intereses generales han de conformarse contando con la participación de la sociedad, de los sectores implicados o concernidos por razón de la materia.

Por eso la participación social es una asignatura pendiente en el diseño y en el régimen jurídico de tantas categorías e instituciones, alumbradas en el Estado liberal de Derecho, que todavía adolecen de esa unilateralidad que impide el acceso de la participación.

A pesar de la letra y de la exégesis del artículo 9.2 de la Constitución española de 1978, que manda a los Poderes públicos

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facilitar la participación de los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social, la realidad, la que se puede percibir y registrar, es la de una obvia ausencia de la ciudadanía en los asuntos más relevantes de la vida política, económica, cultural y social. La razón es bien clara: el interés general ha sido objeto de apropiación creciente por las terminales políticas, financieras y mediáticas que han configurado un entramado impermeable a la vitalidad de lo real, destinado a sacar rédito a ese consumismo insolidario desde el que se ha ido, poco a poco, separando al pueblo del ejercicio de las principales cualidades democráticos que aportan temple cívico y vida real al sistema.

El gran problema es que esta situación de monopolio y utilización unilateral del interés general tenía fecha de caducidad porque los fondos públicos no son infinitos y la capacidad de engaño y falsificación de la realidad tiene límites. Por estas y otras causas, sobrevino una feroz y dramática crisis que hasta ahora ha sido hábil y sutilmente manejada por algunos de los más conspicuos representantes de esta voraz tecnoestructura, pero que acabará devorando a sus principales instigadores. La indignación de millones de personas que se han despertado del sueño consumista y manipulador irá en aumento y el deseo de participación real del pueblo, sobre todo de los más jóvenes, obligará en tantos aspectos de la vida política, social, económica y cultural a introducir grandes cambios. Grandes cambios y transformaciones que deben empezar por una evaluación y análisis exhaustivo de los cimientos y basamentos del sistema. No para cambiarlos todos, sino para remozarlos y apuntalarlos sobre los valores primigenios de la democracia que, en este tiempo, se convirtió en el gobierno de una minoría, para una minoría y por una minoría, en lugar de ser el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo en la ya clásica expresión de Abraham Lincoln.

En este sentido, urge recuperar el sentido y funcionalidad del interés general en el Estado social y democrático de Derecho para que se abra a la vitalidad de la realidad y de la vida ciudadana en lugar de seguir empresa de los esquemas de la unilateralidad.

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Ahora bien, para proceder intelectualmente a la reconstrucción de estos cimientos es menester conocer en alguna medida las causas de este letal secuestro del interés general por las minorías dirigentes en diversos ámbitos. Las relaciones entre el Estado y la Sociedad, fundamentales en el modelo de Estado en el que estamos inscritos, han sido objeto de una peculiar forma de comprender el sentido del poder, el sentido de la participación, el sentido, en definitiva, del sistema democrático.

En efecto, a la vista de lo que está aconteciendo, podríamos preguntarnos de nuevo: ¿Porqué ha entrado en crisis esta forma de entender las relaciones Estado-Sociedad? Entre otras razones, hemos de anotar que el Estado, que debe estar al servicio del interés general, del bienestar general, se olvidó, y no pocas veces, de los problemas reales del pueblo. Claro, el Estado no es un ente moral o de razón únicamente, el Estado es lo que sus dirigentes en cada momento quieren que sea, ni más ni menos. Es decir, el Estado, al contrario de lo que pensaba Hegel, para quien era la suma perfección por encarnar el ideal ético en sí mismo, tiene pasiones, tiene tentaciones, porque está compuesto por seres humanos. Esta realidad se constata todos los días y en todos los países con solo abrir las páginas del periódico o asomarse a los telediarios con cierta frecuencia.

Por eso, la reforma del Estado actual hace necesario colocar en el centro de la actividad pública la preocupación por las personas, por sus derechos, por sus legítimas aspiraciones. Sobre todo porque el Estado se justifica para la protección, promoción y preservación de la dignidad del ser humano.

El modelo de Estado «intervencionista» acabó por ser un fin en sí mismo, como el gasto público y la burocracia. Ahí tenemos los datos de la deuda pública, de desempleo, del número de funcionarios y empleados públicos, que hablan por sí solos y nos eximen de largos comentarios. Hoy más que nunca hay que recordar que el Estado es de la ciudadanía, que la burocracia es del pueblo y que los intereses generales deben definirse con la activa participación de todos los miembros del cuerpo social. De lo contrario, se desnaturaliza el sistema y se pone a disposición de quienes lo

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usan para apropiarse en su beneficio propio, tal y como ha acontecido en estos años.

En este sentido, se entenderá sin demasiados problemas que la reforma del Estado de bienestar no puede depender de una ideología en la configuración de su proyecto porque la acción pública se delimita hoy por una renuncia expresa a todo dogmatismo político y por la apuesta hacia ese flexible dinamismo que acompaña a la realidad y, por ello, a los problemas de las personas. Hoy, parece que la ideología cerrada aporta sobre todo y ante todo una configuración de la realidad social y de la historia de carácter dogmático que no puede, es imposible, acercarse a un mundo que se define por su dinamismo, pluralismo y versatilidad.

En este sentido, las prestaciones sociales, las atenciones sanitarias, las políticas educativas son bienes de carácter básico que un Gobierno debe poner entre sus prioridades políticas, de manera que la garantía de esos bienes se convierta en condición para que una sociedad libere energías que permitan su desarrollo y la conquista de nuevos espacios de libertad y de participación ciudadana.

Este conjunto de prestaciones del Estado, que constituye el entramado básico de lo que se denomina Estado de bienestar, no puede tomarse como un fin en sí mismo. Esta concepción se traduce, así ha acontecido estos años, en una reducción del Estado al papel de suministrador de servicios, con lo que el ámbito público se convierte en una rémora del desarrollo social, político, económico y cultural, por supuesto opaco e impermeable a toda forma de participación real. Además, una concepción de este tipo se traduce no en el equilibrio social necesario para la creación de una atmósfera adecuada para los desarrollos libres de los ciudadanos y de las asociaciones, sino que conduce, así ha acontecido, a una concepción estática que priva al cuerpo social del dinamismo necesario para liberarse de la esclerosis y conservadurismo que acompaña a ese pensamiento único que se ha apoderado del interés general.

Las prestaciones, los derechos, tienen un carácter dinámico que no puede quedar a merced de mayorías clientelares, anqui-

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losadas, sin proyecto vital, que puede llegar a convertirse en un cáncer de la vida social. Las prestaciones del Estado tienen su sentido en su finalidad. Veamos.

Nos sirve de ejemplo, por supuesto, la acción del Estado en relación con los colectivos mas desfavorecidos, en los que –por motivos diferentes– contamos a los marginados, los parados, los minusválidos, los incapacitados, los pobres y los mayores. Las prestaciones del Estado nunca pueden tener la consideración de dádivas mecánicas. Más bien, el Estado debe proporcionar con sus prestaciones el desarrollo, la manifestación, el afloramiento de las energías y capacidades que se esconden en esos amplios sectores sociales y que encuentran su manifestación adecuada y proporcionada en la aparición de la iniciativa individual y asociativa.

Esta cuestión es de gran relevancia y muy dificil de resolver en la práctica. Por una parte, porque la tendencia al clientelismo sigue siendo, a pesar de los pesares, y del tiempo transcurrido, una tentación muy fuerte para los partidos políticos y sus dirigentes. Y, por otra, porque en ocasiones nos encontramos con personas concretas o determinados colectivos que no quieren ser subsidiados, que no quieren usar los medios públicos existentes para aliviar necesidades perentorias y muy graves. Tal constatación entra de lleno en el meollo de la problemática de los derechos sociales fundamentales y desde el Derecho Administrativo es menester buscar soluciones.

Un planteamiento de este tipo permitiría afirmar claramente la plena compatibilidad entre la esfera de los intereses de la empresa y de la justicia social, ya que las tareas de redistribución de la riqueza deben tener un carácter dinamizador de los sectores menos favorecidos, no conformador de ellos. Además, tal plan-teamiento permitirá igualmente conciliar la necesidad de mantener los actuales niveles de bienestar y la necesidad...

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