Las partes (CUASI) integrales de la virtud de la prudencia

AutorRicardo Dip
Páginas107-112

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Propiamente, siendo la prudencia una virtud, no posee partes cuantitativas o integrales296 —como ya quedó dicho297—, porque la división es propia de un todo corpóreo.

Así, tan solo metafóricamente es posible hablar de partes integrales del hábito de la prudencia298, o sea, se trata aquí solo de un tropo expresivo o traslado de la acepción propia del término «partes integrales» para referir los elementos que concurren al acto perfecto de la prudencia299, sin romper la simplicidad del hábito prudencial. Por eso, mejor parece hablarse de partes cuasi integrales de la virtud de la prudencia300.

Según una sólida y reiterada lección, son ocho las partes cuasi integrales de la prudencia, cinco de las cuales están vinculadas al aspecto cognos-

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citivo de este hábito (memoria, inteligencia, razón, docilidad y sagacidad); las otras tres, providencia, circunspección y precaución, se refieren al aspecto preceptivo (o imperativo) de la prudencia.

La memoria es la facultad de conservar, reconocer y reproducir acontecimientos pretéritos301: «La memoria de lo pasado nos sirve de base para argumentar de lo futuro», lo que, puntualmente, es la «experiencia de la vida»302, abarcando las directas experiencias personales y las recibidas por instrucción.

Lo que importa, principalmente, en la prudencia, es la fidedignidad de la memoria303, o sea, su fidelidad al ser304, a la realidad de las cosas vividas (y aprendidas).

La fidelidad de la memoria supone su capacidad aprehensiva y su tenacidad de retención305, de modo que debe entenderse cum grano salís la referencia crítica de Josef Pieper a la consideración de la memoria como habilidad mnemotécnica306, porque la fidelidad reclamada no se puede, en efecto, comprender con independencia de una previa aprehensión del pasado y de la conservación de lo aprehendido. A este propósito, no está de más observar que S. Tomás de Aquino, después de abonar una aserción de Cicerón —para quien la memoria no es solamente natural, sino que necesita perfeccionarse por medio de la educación—, enuncia cuatro procedimientos para aumentar y perfeccionar la memoria307.

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Sin la memoria fiel, o «buena memoria», no se preserva la experiencia —que enseña la verdad en los hechos contingentes308—; sin la experiencia no se llega al hábito prudencial adquirido: la previsión del futuro exige, en efecto, alguna suerte de perseverancia informativa del pretérito309. Si no perdura la noticia de la experiencia, no se pueden conocer las informaciones de lo que plerumque accidit en la esfera de los contingentes, y no se advierte como posible la adquisición de un hábito que, no consistiendo en mera inferencia a partir de los primeros principios, precisamente demanda el conocimiento experiencial relativo a conductas singulares.

En cuanto a la inteligencia {intellectus) como parte cuasi integral del hábito prudencial, la aislada lectura del respondeo del art. 2 de la cuestión 49 de la Ila.-IIse. de la Suma Teológica podría dejar la impresión de que la inteligencia allí considerada es exclusivamente la de los primeros principios. Pero la lectura de la sucesiva primera solución enunciada por S. Tomás deja de manifiesto que la prudencia proviene de una doble inteligencia {ex duplici intellectu procedat), a saber, la inteligencia aprehensiva de los universales (los primeros principios del entendimiento teórico y, sobre todo, los aprehendidos por la sindéresis310) y la cognoscitiva de la premisa menor del discurso prudencial, que es la ratio particularis o cogitativa311 — cogitativa que es un sentido interno humano312 aprehensivo de lo indivi-

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dual en su existencia sub natura communi (bajo la naturaleza común313) y que, además del dato sensible exterior, comprende algunas realidades que no se perciben por los sentidos externos, tales como, según la enunciación de Leopoldo Palacios, la amistosidad, la enemistad, la utilidad y la nocividad314.

La razón, como elemento perfectivo de la prudencia, corresponde a la idea de buen discurso o buen raciocinio: no se trata aquí de la razón como facultad o potencia racional —potentia rationis—, sino de la razón como buen uso de esa facultad: pro eius bono usu315, lo que es exigido ante la imperfección de la inteligencia humana, que no es apta para intuir la verdad en cuanto a las acciones singulares. Se vislumbra, a esta altura, que la razón es susceptible de educación y, con ella, también la prudencia.

La docilidad {docilitas) es un medio de adquirir de otro el conocimiento de lo que es necesario para bien obrar en concreto: «(...) docilis, non quod sit doctum sed quia doceri potest»: dócil no se dice porque sea docto, sino porque puede ser enseñado316. Los innúmeros modos y circunstancias de las acciones particulares exigirían mucho tiempo para que alguien los pudiese considerar por sí mismos, dispensando la instrucción de otros, especialmente de los que, a lo largo de la vida, ya pudieron formar un adecuado juicio sobre los fines de las acciones317. En materia de prudencia —dijo S. Tomás de Aquino— nadie se basta a sí mismo318, imponiéndose la docilidad

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