Pacto local y urbanismo

AutorManuel J. Sarmiento Acosta
CargoProfesor Titular de Derecho Administrativo de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria

I. EL ENCAJE DE LA ADMINISTRACIÓN LOCAL EN EL ESTADO AUTONÓMICO

En los últimos diez años los eslóganes «pacto local» o «segunda descentralización» se han consolidado y han sido y son utilizados por las distintas fuerzas políticas para aludir a la exigencia de mejorar y robustecer al Gobierno local, y, por tanto, dar cumplimiento a las disposiciones constitucionales que reclaman un fortalecimiento efectivo del poder local. Y es evidente que por encima de estos reiterados eslóganes se encuentra la necesidad de dotar adecuadamente a los entes locales de las competencias y los recursos económicos, materiales y personales, para que, de esta manera, la Administración local se sitúe en una posición coherente con lo dispuesto en los artículos 137, 140, 141 y 142 de la Carta Magna, auténticas piezas basilares a través de las cuales se vertebra todo el sistema local en el llamado «Estado autonómico».

Desde la importante reunión de la Federación Española de Municipios y Provincias (en adelante, F.E.M.P.) de la ciudad de A Coruña, los días 5 y 6 de noviembre de 1993, en la cual se hizo un conjunto de reivindicaciones en orden a plasmar de forma realista el principio de subsidiariedad, y, por consiguiente, mejorar y ampliar el ámbito competencial y la financiación de las Entidades locales, se ha intensificado notablemente el debate sobre las disfunciones, problemas y horizontes del Gobierno y la Administración local, para que ésta asuma un mayor protagonismo en la gestión de los asuntos públicos, y encuentre su verdadero lugar en el modelo de Estado implantado en la Constitución.

Qué duda cabe que abordar con rigor, seriedad y perspectiva toda la problemática local es difícil. En un Estado compuesto, con pluralidad de Administraciones públicas, dilucidar adecuadamente la posición y las funciones de la Administración local es una labor harto compleja. En primer lugar, porque el régimen jurídico de la Administración local es, como ha destacado el Tribunal Constitucional, bifronte (STC. 84/1982, de 23 de diciembre), lo cual impide calificarlo «como intracomunitario o extracomunitario» (STC 214/1989, de 21 de diciembre), y esto significa que, tanto el Estado, estrictamente considerado, como las Comunidades Autónomas, pueden perfectamente tener relaciones directas con los Entes locales. En segundo término, porque hay que partir de una herencia consolidada, y todavía muy vigorosa, de centralismo, que ha pasado del Estado a las Comunidades Autónomas. Es obvio que en muchos aspectos la descentralización sólo se ha interpretado y aplicado de forma unidimensional, esto es, sólo a favor de las Comunidades Autónomas, olvidando que en el encaje que postula la Constitución Española para la Administración local en el modelo de Estado que ella implanta se impone una efectiva descentralización hacia las Corporaciones locales. Y es una evidencia que las Comunidades Autónomas no han hecho muchos esfuerzos para desembarazarse, o al menos, replantearse, esa herencia centralista desde otros parámetros más congruentes con las exigencias constitucionales. En tercer lugar, por la propia novedad -dicho sea esto en términos históricos, claro está-, de las instituciones y técnicas del Estado autonómico, que supone el necesario rodaje en orden al funcionamiento del sistema de organización territorial del poder. Y, en cuarto lugar, y no menos importante, por la necesidad de diagnosticar certeramente los factores que contribuyen a definir el estado actual de la Administración local. Piénsese que, junto a cuestiones de exclusiva naturaleza competencial -de por sí ya bastante complejas, como es sabido-, hay que ponderar aspectos relativos a financiación, medios materiales y personales, diferencias de todo orden entre entidades locales, etc. Todo esto comporta que el Pacto Local suponga, al menos desde una perspectiva global, un intento loable para poner a los Entes locales en las condiciones adecuadas para que puedan cumplir la función que constitucionalmente tienen asignada. Porque es, justamente, a partir de la Constitución Española de 1978, donde se inicia el camino que debe seguir la Administración local, un camino, ciertamente, lleno de obstáculos y peligros, pero, también, lleno de posibilidades y expectativas que deben explorarse, y, en su caso, explotarse de forma inteligente, superando de esta manera una Historia que sólo debe contar como enseñanza, no como lastre que impida el desarrollo de las potencialidades que anidan en la Norma Fundamental.

Sucede que la Norma Suprema de 1978, aunque es sin duda mucho más escueta con la Administración Local que con las Comunidades Autónomas, aporta datos esenciales que revelan cuál es la posición que deben tener las Corporaciones Locales en el Estado autonómico. En concreto, en el famoso e impreciso Título VIII («De la Organización territorial del Estado»), capítulo II («De la Administración local») hay cuatro preceptos que son meridiana-mente claros, y cruciales para reconstruir la Administración local en el Estado autonómico. De acuerdo con estos preceptos se puede afirmar que la Constitución establece:

- la autonomía local como elemento central del modelo, que impone necesariamente un cambio radical (es decir, de raíz) en la organización, funcionamiento y régimen competencial de las Entidades locales1 (arts. 137, 140 y 141);

- el carácter democrático y representativo de los Entes locales (arts. 140 y 141.2);

- la suficiencia financiera para poder ejercer las funciones de forma satisfactoria (art. 142).

Es verdad que estos datos no son muchos, pero no por ello pierden trascendencia para articular el Gobierno y la Administración local. Por otro lado, también es cierto que la autonomía local, tal y como está planteada por la Constitución, se puede concebir como un «puro esqueleto», que se tendrá que ir rellenando con la encarnadura que le suministren el legislador del Estado y de las Comunidades Autónomas2, y, por lo tanto, los peligros que se ciernen sobre tales materiales no son ni pequeños ni poco peligrosos, máxime cuando se parte no sólo de una herencia de centralismo, sino de una historia en la cual las Constituciones carecían de verdadero valor normativo3, cosa que no sucede con la vigente Norma Fundamental (cfr. art. 9.1, CE.) . Pero, con todas estas reservas, es evidente que la situación a partir de la Constitución es notoriamente distinta.

La F.E.M.P. se hace eco de esta realidad, y ha planteado un conjunto de demandas para convertir la Administración local en la Administración común del Estado autonómico, considerando que las instancias territoriales superiores -Administración central y Comunidades Autónomas-, sólo deben asumir aquellas competencias que no es posible residenciar en las Corporaciones locales. En esta dirección, el documento aprobado por la Comisión Ejecutiva de dicha Federación, en su reunión del día 24 de septiembre de 1996, enumera una serie de materias de distinta naturaleza y alcance que pueden ser susceptibles de Pacto Local4, y que ulteriormente fueron analizadas por la Administración General del Estado (Bases para la negociación del Acuerdo sobre desarrollo del Gobierno local. Propuesta del Gobierno, de 29 de julio de 1997)5.

Dentro de estas materias tiene especial relevancia el urbanismo, por sus importantes repercusiones sociales, económicas, culturales y jurídicas, y, asimismo, por tener una naturaleza esencialmente local6.

II. EVOLUCIÓN DE LAS COMPETENCIAS LOCALES SOBRE EL URBANISMO

1. Sobre el concepto de urbanismo y su incidencia en las políticas de la ciudad

El manejo de los conceptos de forma adecuada es crucial, ya que la delimitación del sentido, carácter y alcance de los mismos resulta clave para luego poder determinar la materia, y separar el ámbito de ésta de otros sectores. De manera que debe partirse de la base de qué entendemos, desde el punto de vista técnico-jurídico, por «urbanismo», ya que en el Estado autonómico la cuestión se complica al haber conexiones o relaciones inescindibles con otras materias o sectores como la ordenación del territorio o el patrimonio cultural, entre otros. Así, para PAREJO ALFONSO «el urbanismo debe hacer alusión a la magnitud local, al espacio de convivencia urbana, y, por tanto, a una acción pública de regulación directa y precisa del uso del suelo»7, si bien es cierto que debido a las evoluciones producidas sobre todo a partir de la II Guerra mundial, el urbanismo en la actualidad puede ser entendido desde una «perspectiva global e integradora de todo lo que se refiere a la relación del hombre con el medio en el que se desenvuelve y que hace de la tierra su eje operativo»8.

Indudablemente, una acepción simple o elemental de urbanismo lo asocia con lo urbano, con lo propio y específico de la ciudad. El Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia es un poco más específico cuando dice que urbanismo es el «conjunto de conocimientos relativos a la creación, desarrollo, reforma y progreso de las poblaciones según conviene a las necesidades de la vida humana»9, con lo cual liga el concepto, precisamente, a la vida humana; no a la vida en general.

Más en concreto, el Tribunal Constitucional, en una Sentencia famosa, pero muy criticada10, la STC 61/1997, de 20 de marzo, ha declarado:

el urbanismo, como sector material susceptible de atribución competencial, alude a la disciplina jurídica del hecho social o colectivo de los asentamientos de población en el espacio físico, lo que, en el plano jurídico, se traduce en la «ordenación urbanística», como objeto normativo de las leyes urbanísticas (recogida en la primera Ley del Suelo de 1956, art. 1). Sin propósito definitorio, el contenido del urbanismo se traduce en concretas potestades (en cuanto atribuidas a o controladas por Entes públicos), tales como las referidas al planeamiento, la gestión o ejecución de instrumentos planificadores y la intervención administrativa en las facultades dominicales sobre el uso del suelo y edificación, a cuyo...

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