El pacto de las catacumbas: iglesia política y políticas de la iglesia en clave profética

AutorJuan Luis Hernández
Páginas117-138

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Sostengo la tesis de que la iglesia católica es esencialmente una institución política que administra una religión. Las evidencias sobran. Por un lado, es la única iglesia articulada a un estado, el estado Vaticano, con presencia jurídico-política inter-nacional. Desde ahí se tejen relaciones políticas, no religiosas, con casi todos los países del planeta. En unos tiene nuncios apostólicos y en otros, sólo delegados, ambos defendiendo intereses políticos. Consecuentemente, tanto la figura papal como los cardenales y obispos, proceden de la simbología política del imperio romano. Por último, el catolicismo ha sido funcional a lo largo de la historia para fusionar imperios y reinos, dar señas de identidad constitucionales a ciertas repúblicas y ser base de legitimidad de innumerables regímenes políticos.

Cuando el Vaticano tuvo que responder a las peticiones judiciales en Estados Unidos sobre la implicación de obispos y sacerdotes católicos en pederastia, en las que se solicitaba atestiguar al Papa, la curia romana fue explícita: no puede ser testigo, es jefe de Estado. Así pues, la pulsión primera de la iglesia católica como institución, y del papado como símbolo y poder, es política. Lo que haga o deje de hacer un Papa será recibido en clave política, tanto por el propio universo de

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influencia como aquéllos interlocutores ajenos al catolicismo pero no a las implicaciones políticas de la religión.

Un ejemplo de ello es Estados Unidos. “El viaje en el Vaticano: del anti-comunismo al anti-capitalismo”, así tituló la revista estadounidense The Atlantic de corte liberal, lo que significó el papado de Francisco en su primer año. Y el Washington Post a fines del año 2014 afirmaba que crecía el disenso conservador dentro del Vaticano frente a las reformas tanto administrativas como pastorales del papa jesuita. Y quizás por ello, The New York Review of Books se preguntaba Who is the Pope?. Por ello, no pasaron desapercibidos tanto el discurso del Papa en el Congreso estadounidense como en la ONU, piezas magistrales de un papado en el centro del poder político mundial.

La recepción anglosajona no ha sido distinta de otras latitudes. El primer papado latinoamericano no ha dejado de asombrar e interesar. En buena medida su lectura sobre los dichos y hechos del Papa tienen su peso en la política simbólica, y desde ahí aprecian una revolución dentro el ecosistema católico con importantes repercusiones sociopolíticas al resto de los ecosistemas ideológicos y religiosos. Es decir, una de las vertientes más políticas del papado es qué orientación alcanzan sus dichos y hechos. De esta manera algunos sectores se preguntan si Francisco es comunista, otros aseguran que ha resucitado la teología de la liberación en su propia andanza, y algunos más temen que vaya a provocar un cisma dentro de la iglesia.

El papado de Francisco muestra en una sola persona la yuxtaposición de la iglesia: por un lado, una iglesia política con un centro de gravedad hegemónico, por otro, un conjunto de políticas de la iglesia en clave profética que vienen de la periferia eclesiástica pastoral. Muy difíciles de reconciliar pues cada una niega la otra, el papa Francisco parece buscar una tercera vía que busque la institucionalidad política necesaria que garantice la viabilidad de la iglesia pero cuya sustancia sea una iglesia pobre para los pobres. ¿De dónde viene eso? ¿por

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qué está provocando tanto ruido en el sector conservador de la iglesia? ¿qué está en juego?

1. El Pacto de las Catacumbas

El Papa Francisco es la continuidad de un conjunto de políticas proféticas que han acompañado a la iglesia prácticamente desde los primeros movimientos cristianos post-Jesús. Entendemos por “políticas proféticas” aquéllos gestos, palabras y acciones que cristianos católicos han sostenido a lo largo de la historia para hacer presente la justicia desde la fe. Las llamamos políticas pues significan apuestas sobre el ser y quehacer de la iglesia en una sociedad históricamente determinada, y porque suponen maneras de ser y estar en una asamblea de creyentes que tienen algo que aportar tanto al lugar donde viven como a la respuesta frente a los actos de injusticia que aparecen frente a ellos.

Estas políticas proféticas han sido ríos subterráneos en la historia de la iglesia. Acosadas, minimizadas y reprimidas por la iglesia política, es decir, por el régimen político eclesiástico aliado al poder político secular y a las oligarquías económicas y terratenientes, las políticas proféticas han dejado huella en miles de mártires que luego la iglesia política institucionalizó en los altares. De la misma manera, dichas políticas proféticas se fueron dando de manera específica en cada país y región, muchas de ellas desconocidas, pero con el talante suficiente como para que no desaparezcan del todo.

Una política profética insospechada se dio al término del Concilio Vaticano II. Era el 16 de noviembre de 1965. Habían pasado tres semanas de la clausura del Concilio. José Beozzo señala que en la periferia de Roma, específicamente en la tumba de Santa Domitila, se reunieron 42 obispos conciliares en una eucaristía, para signar lo que se denominó “El Pacto de las Catacumbas”. Eran 9 obispos de África, 1 de América

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del Norte, 9 de América Latina y el Caribe, 13 de Asia, 9 de Europa y 1 de Medio Oriente (Beozzo, pag:63).

Como suele ocurrir con las políticas proféticas, pasó prácticamente desconocido para la mayoría católica. No obstante, su río subterráneo es ineludible para entender lo que pasaría después en América Latina con la teología de la liberación.

Para una comprensión cabal del Pacto de las Catacumbas, a continuación su versión íntegra:

“Nosotros, obispos, reunidos en el Concilio Vaticano II, conscientes de las deficiencias de nuestra vida de pobreza según el evangelio; motivados los unos por los otros en una iniciativa en la que cada uno de nosotros ha evitado el sobresalir y la presunción; unidos a todos nuestros hermanos en el episcopado; contando, sobre todo, con la gracia y la fuerza de nuestro Señor Jesucristo, con la oración de los fieles y de los sacerdotes de nuestras respectivas diócesis; poniéndonos con el pensamiento y con la oración ante la Trinidad, ante la Iglesia de Cristo y ante los sacerdotes y los fieles de nuestras diócesis, con humildad y con conciencia de nuestra flaqueza, pero también con toda la determinación y toda la fuerza que Dios nos quiere dar como gracia suya, nos comprometemos a lo que sigue:
1. Procuraremos vivir según el modo ordinario de nuestra población en lo que toca a casa, comida, medios de locomoción, y a todo lo que de ahí se desprende. Mt 5, 3; 33s; 8-20.
2. Renunciamos para siempre a la apariencia y la realidad de la riqueza, especialmente en el vestir (ricas vestimentas, colores llamativos) y en símbolos de metales preciosos (esos signos deben ser, ciertamente, evangélicos). Mc 6,9; Mt 10, 9s; Hech 3,6. Ni oro ni plata.
3. No poseeremos bienes muebles ni inmuebles, ni tendremos cuentas en el banco, etc, a nombre propio; y, si es necesario poseer algo, pondremos todo a nombre de la

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diócesis, o de las obras sociales o caritativas. Mt 6, 19-21; Lc 12, 33s.
4. En cuanto sea posible confiaremos la gestión financiera y material de nuestra diócesis a una comisión de laicos competentes y conscientes de su papel apostólico, para ser menos administradores y más pastores y apóstoles. Mt 10, 8; Hech 6, 1-7.
5. Rechazamos que verbalmente o por escrito nos llamen con nombres y títulos que expresen grandeza y poder (Eminencia, Excelencia, Monseñor…). Preferimos que nos llamen con el nombre evangélico de Padre. Mt 20, 25-28; 23, 6-11; Jn 13, 12-15.
6. En nuestro comportamiento y relaciones sociales evitaremos todo lo que pueda parecer concesión de privilegios, primacía o incluso preferencia a los ricos y a los poderosos (por ejemplo en banquetes ofrecidos o aceptados, en servicios religiosos). Lc 13, 12-14; 1 Cor 9, 14-19.
7. Igualmente evitaremos propiciar o adular la vanidad de quien quiera que sea, al recompensar o solicitar ayudas, o por cualquier otra razón. Invitaremos a nuestros fieles a que consideren sus dádivas como una participación normal en el culto, en el apostolado y en la acción social. Mt 6, 2-4; Lc 15, 9-13; 2 Cor 12, 4.
8. Daremos todo lo que sea necesario de nuestro tiempo, reflexión, corazón, medios, etc., al servicio apostólico y pastoral de las personas y de los grupos trabajadores y económicamente débiles y subdesarrollados, sin que eso perjudique a otras personas y grupos de la diócesis. Apoyaremos a los laicos, religiosos, diáconos o sacerdotes que el Señor llama a evangelizar a los pobres y trabajadores, compartiendo su vida y el trabajo. Lc 4, 18s; Mc 6, 4; Mt 11, 4s; Hech 18, 3s; 20, 33-35; 1 Cor 4, 12 y 9, 1-27.
9. Conscientes de las exigencias de la justicia y de la caridad, y de sus mutuas relaciones, procuraremos transformar las obras de beneficencia en obras sociales basadas en la caridad y en la justicia, que tengan en cuenta a todos y a todas, como un humilde servicio a los organismos públicos competentes. Mt 25, 31-46; Lc 13, 12-14 y 33s.

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10. Haremos todo lo posible para que los responsables de nuestro gobierno y de nuestros servicios públicos decidan y pongan en práctica las leyes, estructuras e instituciones sociales que son necesarias para la justicia, la...

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