El origen del conocimiento moral

AutorJuan Damián Traverso
Cargo del AutorDoctor en Derecho. Profesor de Filosofía del Derecho
  1. LIBERTAD, REALIDAD Y RAZÓN

    La cuestión que vamos a examinar es ésta: ¿Cuál es la razón de lo “justo”? Entiéndase: nuestro objetivo es averiguar si hay una instancia objetiva para la libertad humana que tenga validez general. A esta instancia de validez general le damos el nombre de “justo”. “Justo”, “deber”, “moral”, son las palabras que hacen referencia a la demanda de que nuestra conducta libre se constriña en un sentido determinado.

    Nuestra finalidad no es –por tanto– averiguar cuál sea “el contenido” de la “moral” o “ley moral” (en tanto ley que, con validez general, pretende vincular la conducta humana en su libertad), sino antes que ello, (a) si se da una razón para que haya tal ley, y (b) en su caso, cuáles son las razones válidas para proponer que nuestra conducta ha de constreñirse en algún sentido. No examinamos tampoco el “significado” de la palabra “justo”, “moral”, “deber” o cualquier otra similar. Nuestra pretensión consiste en hallar un criterio objetivo –si es que lo hay– por el que tengamos que limitarnos en el ejercicio de la libertad; póngale cada cual la palabra que más sea de su agrado.

    Examinamos, pues, un problema de la libertad humana. Partimos del supuesto de que el hombre es libre, en el sentido de que está dotado de un poder hacer “determinado”. Partimos de la idea de que –en alguna medida– gobernamos nuestra propia conducta. Llamamos libertad –por de pronto– a un conjunto de alternativas de poder. Dejamos fuera, pues, el aspecto “metafísico” del problema. En este sentido, esto es, en cuanto “poder hacer” autogobernable– la libertad humana es algo “material”. Se es más o menos libre. Cabe decir que la libertad de cada cual podría llegar a medirse o cuantificarse. No consiste la libertad del hombre en un poder hacer puro, desde la nada, sino un poder elegir en un mundo de imperativos, uno de los cuales –asaz extraño– es “no tener más remedio que elegir” (Ortega). Aún más, hay libertad en la medida en que hay imperativos. No podemos intuir la libertad sin intuir lo que Hegel llamaría su negatividad: la forzosidad. Consecuentemente, tampoco es intuíble la forzosidad sin intuir la libertad.

    Este “mundo imperativo” en el que el hombre se encuentra inmerso constituye –desde luego– una instancia vinculante para su libertad. Este paquete de imposiciones es llamado por nosotros con el nombre de “realidad”. A la realidad, en cuanto respectiva al hombre, la llamamos “ser”.

    Aprehendiendo la realidad “sé a qué atenerme” en mi problema de elegir. La referencia a la realidad en cuanto instancia objetiva es lo que llamamos “razón”. La razón es “toda acción intelectual que nos pone en contacto con la realidad” (Ortega). Baste añadir que las específicas redes humanas de aprehensión de la realidad y el sistema característico humano de ordenación de lo aprehendido constituyen igualmente una referencia objetiva, esto es, una realidad y, por tanto una razón 1.

    Razonar es, por de pronto, apelar a la realidad. Los significados de la palabra “razón” expresan también esta idea. Razón en cuanto “facultad” humana es la capacidad de aprehender la realidad y razón como “fundamento” es la referencia al ser de la realidad. No creemos necesario entrar en la distinción entre “entendimiento” y “razón”, ni en la de entendimiento “activo” y “pasivo”; menos aún en el análisis de los conceptos de “sensibilidad, entendimiento y razón”, según los deja formulados Kant. Es suficiente –de momento– el término razón para expresar esa doble referencia objetiva de la realidad. En este sentido entendemos como razón toda “referencia objetiva”. Cada cual puede, si lo desea, usar otro concepto con el que exprese mejor esta referencia objetiva.

    Por otra parte, la objetividad de la realidad, en cuanto comprende a todos los hombres, constituye una “referencia objetiva común” en la que aquellos se entienden. La realidad “es dada”, es aprehendida y es ordenada en una “comunidad de ser”. La realidad en cuanto aparece como un “ser común” a “nosotros”, es la única moneda válida de nuestro comercio lógico. Este “sernos común” en que se nos presentan las cosas y las ordenamos es el tribunal que decide la razón de lo que decimos. Razón, como “decir”, como “logos”, es decir la realidad. A él tenemos que apelar para obtener lo que hemos llamado una “validez general”. Los hombres nos entendemos en la lógica que nos proporciona un ser “comprehensivo”.

    En cuanto en nuestro convivir utilizamos un “logos” que apela a un “sernos común”, es esta comunidad del ser lo que va dando la verdad; “verum est quod est”. Esta claro –pues– que la razón y la verdad humana dependen de la estructura de la realidad. La razón y la verdad serán consistentes en la medida en que lo sea la realidad. Si la realidad se mantiene en su ser, se mantiene la razón, si cambia, cambia la razón. Nótese –por tanto– cuán justificada sea la faena del saber sobre la estructura y consistencia de esa referencia que decide la verdad de lo que decimos.

    Excursus sobre la teoría de la realidad2. Recapacitemos muy sumariamente sobre cuál es la estructura y consistencia de la realidad:

    1. Se nos dice que por muy hondo que busquemos suelo firme del que partir, encontramos la vivencia humana; el “hecho humano” es –ciertamente– antes que el propio “hombre”. Pero es un suelo movedizo porque la vivencia –no se olvide– remite constitutivamente a un dualismo: El “ente humano” y “su realidad”. La vivencia (pensamiento, sentimiento) es vivencia de un alguien y de un algo. Por ello, el dato radical no es “la vivencia humana” ni la sucesión de vivencias (la vida, la existencia) sino la sucesión de vivencias en tanto se unifican en un protagonista al que –precisamente– le es dada una realidad. Toda vivencia comporta el dualismo de un “yo” y “una cosa” que le es dada. Eludir este dualismo constituye artificio de lamentables consecuencias. Cabalmente, de este radical dualismo deriva el preguntar por el ser. La pregunta que interroga por el ser no puede acabar en una fusión del dualismo esencial de toda vivencia.

    2. Lo que le pasa a esa realidad es –ante todo– que “me es dada”. Ser es “ser dado”; forzosidad, obligatoriedad, objetividad. Ya lo hemos dicho. Esta es la primaria faceta del ser.

    3. Pero el serme dado es “en tanto me es dado”, por lo que la realidad aparecida “es” respecto a una permanencia que constituye su ser; permanencia que, en rigor, es repetición de apariciones (fenómenos). “Ha sido” supone que hubo aparición. “Será”, que se espera su aparición. Ser es persistir. Esto es, “estar siendo”.

      Sin esta permanencia en los fenómenos no habría ser. Ni tan siquiera nosotros “seríamos” si la procesión de la realidad no repitiera constancias. A su vez cada cual se es “dado” a sí mismo como “el mismo” que mantiene la relación óntica. Es lo que viene denominándose “autoconciencia”.

      No es que haya una conciencia que esté detrás, como una realidad última, de toda vivencia. No hay “conciencia de la conciencia” sino sucesión y simultaneidad de conciencias que “dan la sensación” de la mismidad de cada cual.

    4. La realidad que nos es dada es –ciertamente– devenir, pero son las invariancias de ese devenir lo que hace que las cosas sean lo que son y lo que no son. Todos se bañan en el mismo río porque no es el agua que va pasando lo que da el ser al río. La realidad fluye; el ser –en tanto es– queda.

    5. De otro lado, la realidad en su permanencia (en su ser) se presenta en forma de conjuntos separados y distintos de fenómenos. Ello da lugar a que hablemos de cosas, seres, entes. Las cosas, los entes, son “unidades de ser” en tanto permanecen en su unidad. Son centros de imputación de “fenómenos”. Esta “distinción” de los demás conjuntos, hace que todo “ser” comporte un “no ser”.

      No nos vamos a cuestionar cómo será que permanezca la mismidad de la cosa y también sus rasgos y notas (sus constancias) porque en definitiva “la cosa misma” se nos ofrece en el asidero de una objetividad. No nos preocupa averiguar aquello por lo que toda cosa (“la cosa”, en general) sigue siendo la misma pese a que cambien sus notas. Esto es, consideramos irrelevante la pregunta por cual sea “la cosidad” de la cosa. No nos importa a nuestros efectos.

      No hay duda que los entes cambian sus notas sin dejar de ser ese mismo ente, pero el proceso de cada ente tiene una referencia objetiva que nos permite referirnos al ente en su mismidad. Valga que no haya una substancia tras la máscara del aparecer del cual el proceso sea su manifestación –cuestión en la que no entramos– pero la “unidad procesal” de los entes constituye una objetividad a la que podemos remitirnos.

      Cómo sea que se viene abajo, de pronto, la mismidad de la cosa pese a conservar parte de las notas del conjunto, tampoco nos es cuestionable. Se va la cosa con su mismidad y deja de dársenos como tal cosa. Deja de dársenos un ente en cuanto “ser distinto” (distinto de su ser y en su no ser).

    6. ¿Qué pone el hombre y qué pone la cosa en este permanente darse en su unidad y en su forma de aparecer? Si no fuera el hombre “como es”, la cosa quizás no aparecería como tal cosa o no aparecería como se aparece. Es inútil eludir la sentencia definitiva que dictó Kant. Pero el hecho es que, cualquiera que sea lo que ponga el hombre, hay una forzosidad en su poner que hace que la cosa se nos presente así, como arrojada ante nosotros (ob-jectum) de tal suerte que constituye una referencia objetiva, en la que nos entendemos y que da razón a lo que decimos (logos). Puede que haya un dios o un demonio que se ríe de nosotros presentándonos enmascaradas las cosas, ocultándonos “su verdadera realidad”; las máscaras, entonces, constituyen para nosotros “lo objetivo” y su referencia a ellas la razón de cuanto pensamos y decimos.

    7. Lo que pasa con las cosas, sucede también con las relaciones de la realidad en su devenir. Cualquiera que sea el origen de nuestra noción sobre la causalidad, el comportamiento de la realidad que nos es dado tiene una estructura tal que a un hecho o fenómeno...

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