Oralidad e inmediación en la prueba: luces y sombras

AutorJordi Nieva Fenoll
Páginas101-120

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1. Introducción

Parece un dogma, y como tal dogma, incontestable, que la prueba debe ser practicada de forma oral. Sin embargo, esa conclusión no pasa de ser una sugerencia, aceptable en la mayoría de las ocasiones. Pero, desde luego, no es inobjetable que toda la prueba deba ser oral. La prueba documental, por su propia esencia, es escrita y, al menos en principio, debe ser escrita, sin perjuicio de que se ilustre al Juez sobre alguno de los extremos del documento en forma oral. Si se tiene en cuenta, además, que en la enorme mayoría de los procesos civiles la prueba es predominantemente documental1Y que, en realidad, en los procesos penales la prueba más fi a-

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ble es muchas veces esa misma prueba documental -o pericial, constando la pericia en un informe escrito que muchas veces no se objeta-, es obvio que quizás deba realizarse un alto en el camino para la reflexión en esta materia, centrando lo que realmente se quiere decir cuando se afirma que la prueba debe ser oral.

No voy a proponer en este trabajo que la prueba pase a ser escrita, o que los jueces vuelvan a «practicar» la prueba de forma escrita, o persistan en esa secular y rechazable corruptela2. Lo único que voy a intentar evidenciar, como idea base, es que el hecho de que la prueba sea oral no siempre hace de la misma una actividad más fiable, sino que, en malas manos, la oralidad puede conducir precisamente a que la prueba sea inútil, como veremos después. Y no hay que cerrar los ojos a esa realidad, sino ponerle los remedios que sean necesarios.

Cuando se exige la oralidad en la prueba, más que la forma oral lo que se está reivindicando es la inmediación en la práctica de la prueba, y justamente esa inmediación es la que, ciertamente, el juez no puede perder jamás. La inmediación es una conquista jurídica y social a la que no podemos renunciar, sobre todo observando cómo en muchos sitios todavía no se ha logrado alcanzar esa meta.

Sin embargo, hay que proveer las herramientas necesarias para que la oralidad y la inmediación puedan servir para algo, puesto que, de lo contrario, en algunos casos provocan todavía más arbitrariedades que las muchísimas que se producían y se producen con la práctica escrita de la prueba. No

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consiste en absoluto, y lo reafirmo, en volver a ese procedimiento escrito. Se trata de que aprendamos a utilizar debidamente algo tan complejo como el mecanismo de la inmediación. De nada le sirve a cualquier profesional, de cualquier oficio, disponer del más moderno instrumental si previamente no se le instruye en el uso de dicho instrumental.

2. Ventajas e inconvenientes de la oralidad en la prueba

Hasta la fecha se puede constatar, todavía, una especial, y extendida, fascinación por la oralidad entre la Doctrina3, aún con discrepancias4. La misma proviene, en muy buena medida, de la lectura de autores ya bastante antiguos, como CHIOVENDA5, que intentaron que se superara de una vez por todas la secular vigencia de la escritura en los procesos, siguiendo el ejemplo alemán6. A principios del siglo XX, y aún mucho después, era perfectamente normal que desde el procesalismo se intentara impulsar la oralidad7. Ciertamente, la situación no era ideal en aquellos momentos.

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En muchos países de Europa, los jueces simplemente no estaban en sus despachos. En la mayoría de las ocasiones acudían al juzgado solamente a firmar las providencias de todo tipo que había realizado, con frecuencia al margen de toda norma legal, el personal de la oficina judicial. Y entre esas providencias estaba, para vergüenza de todos -hasta del mismo juez- la práctica de pruebas de declaración de personas, que requerían inexcusablemente su presencia por mandato legal8.

Al contrario, el juez no acudía a esas pruebas. Las celebraba cualquier trabajador del juzgado a quien se le hubiere encomendado. Dicho trabajador leía salmódicamente las preguntas que formulaban las partes, salvo las que el Juez había decidido suprimir, casi siempre de forma inmotivada. Incluso algunos jueces invitaban a esos teóricos subalternos a improvisar en la realización de preguntas adicionales, lo que ya resultaba, no solamente impresentable, sino claramente delictivo. Ese estado de cosas, vigente en tantos sitios, debía acabarse de inmediato. Y de ahí la lucha encarnizada por la obtención de la oralidad, y de ahí también la lógica fascinación por la misma.

Se imaginó que si los jueces observaban declarar a las personas, fueran partes, testigos o peritos, por fin podrían construir debidamente su convicción, llevando a cabo de forma adecuada la valoración de la prueba, tras haber tenido contacto directo con dicho material probatorio. Y no les faltaba razón a quienes lo imaginaron. Desde luego, es mucho más adecuado valorar la credibilidad de una persona viéndola que leyéndola. Y resulta inadmisible valorar esa credibilidad, no leyendo lo que esa persona ha escrito, sino lo que escribió el subalterno que habría dicho ese declarante en su presencia, que no en la del Juez. Si se tiene en cuenta, además, que en las actas de esas «pseudoprácticas» de la prueba solían recogerse, no las palabras exactas que se habían dicho, sino un simple

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resumen de lo acontecido, se comprenderá que el sistema, ciertamente, era impresentable, por mucho que se juzgara a través de él durante siglos a muchísimos sujetos.

Con todo, con la decisión de introducir la oralidad en la prueba se despreció la principal ventaja de la escritura que, de hecho, había propiciado su incorporación al proceso en 12159: la fijeza que otorgaba a lo actuado en el proceso. Se intentaba con la escritura que el recuerdo de lo acaecido en presencia judicial no dependiera solamente de la memoria del juez y, a renglón seguido, de sus recuerdos y apreciaciones, que podían ser, por desgracia, arbitrariamente construidos. Al contrario, cuando figuraba en un escrito lo que realmente había sucedido, el margen de discrecionalidad del juez evidentemente se reducía. Y ello era, y es, muy positivo.

Pero como he dicho, esta ventaja fue completamente despreciada con algunas de las reformas que introdujeron la oralidad. Se prefirió que el juez volviera a basar sus sentencias simplemente en sus recuerdos de lo actuado y, lo que es más grave, en sus primeras impresiones ante lo visto, con el único apoyo de un acta que siempre y sistemáticamente fue -y continúa siendo- incompleta en la apreciación de los detalles concretos que permiten al juez valorar la prueba. Ese inconveniente sólo ha podido ser paliado a través de la grabación de las vistas10, siempre que la grabación posea la calidad suficiente, lo que no siempre sucede. Pero pese a la grabación, es posible que la oralidad favorezca una cierta precipitación en el momento de juzgar. El juez no quiere olvidar lo que ha visto, y por ello en ocasiones decide resolver lo antes posible, lo que es posible que le conduzca a la superficialidad, dando al traste con todas las ventajas que la oralidad trae a la práctica de la prueba. Dicha superficialidad, por desgracia, se aprecia en muchas motivaciones, y aunque no siempre es

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consecuencia de la oralidad, sino de la acumulación de asuntos, lo cierto es que se constituye en uno de los principales peligros del mal uso de la forma oral.

Además, por otra parte y como veremos seguidamente, se pasó por alto otra cuestión importante: se encargó esa nueva manera de practicar las pruebas a los mismos jueces que durante toda su trayectoria profesional no habían observado prácticamente prueba alguna, lo cual evidenciaba que no podían estar debidamente preparados para esa labor. Se descuidó algo que tendría que haber sido esencial antes de proceder a ningún cambio del sistema: la capacitación de los jueces. Nadie habló de la misma, sino que se dio por descontado que los juzgadores, con la ayuda de su formación simplemente jurídica, y a través de su «íntima convicción», su «sana crítica» o, aún peor, su «conciencia», ya sabrían cómo proceder. Es decir, se quiera reconocer o no, se acabó confiando toda la actividad de valoración probatoria a la simple intuición de los jueces.

3. La sobrevaloración de la inmediación

Como correlato de lo anterior, e insisto en que desconociendo absolutamente la falta de la debida preparación de los jueces para valorar algunas pruebas, se dio un paso más. Y si el difícil paso de introducir la oralidad era peligroso, aunque también audaz y sobre todo bienintencionado, lo que voy a describir a continuación tiene muchísimo de pernicioso, nada de audaz y mucho menos de bienintencionado.

Una vez que se le obligó realmente al Juez a presenciar la práctica de la prueba -haciendo compulsiva una obligación que, como se dijo, databa de mucho antes pero que había sido ampliamente ignorada- se cayó en una situación que probablemente tiene su sentido en otros contextos, pero desde luego no en el probatorio. Se propició, paulatinamente, una desmedida confianza de las ulteriores instancias en el criterio probatorio del juez que había presenciado la prueba en primera instancia.

De hecho, nunca había sucedido, propiamente, nada parecido con anterioridad. Se venía de sistemas que no conocían la casación, ni nada

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parecido, antes del siglo XIX11. Y por ello, todos sus grados de jurisdicción, ni legal ni doctrinalmente habían sido sometidos a ninguna clase de restricciones. En cada instancia se podía criticar todo lo acaecido en la anterior, y por supuesto también el razonamiento probatorio, pudiendo incluso volver a practicarse prueba en esa ulterior instancia12.

Pero todo ello fue desapareciendo. En España, si bien se había consentido en casación la...

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