Occidere se IPSUM

AutorVictoria Sandoval Parra
Páginas11-69

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1. El suicidio: extensión y restricción del crimen

Toda reflexión a propósito del perfil del suicida, si se siguen las precisiones de los jurisperitos y los teólogos de los siglos xvi y xvii, tiene su raíz en la equiparación del acto en el que el suicidio consiste —«occidere se ipsum» con el homicidio, de tal forma que el acto doloso de comisión de muerte contra el prójimo que el homicidio significa se convierte en un atentado de muerte contra la propia vida del homicida1. El hecho de que el suicida sea estrictamente un homicida pro-

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porciona una referencia básica moral y jurídica que no evita, por supuesto, sino que pone de manifiesto, la necesidad de la consideración de no pocas singularidades. Éstas se deben, en principio y fundamentalmente, al hecho de que el suicidio tenga que ser catalogado, todavía con mayor rigor técnico, como un «homicidium qualificatum», cuya peculiaridad cualificada se deriva precisamente de la extraña posición del sujeto que consuma el delito. Es evidente que el autor que protagoniza el crimen ha de presentar, en esta situación tan singular del suicidio en la que principal y víctima del homicidio se confunden, unos rasgos psicológicos muy especiales2.

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De hecho, no sólo el término subjetivo de suicida no forma parte del lenguaje jurídico moderno hasta el siglo xviii3, sino que su caracte-

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rización objetiva a través del acto en el que consiste su comportamiento (el hecho de matarse a sí mismo) es inmediatamente explicado o desarrollado en función de esos matices, esas razones o causas psicológicas, que pretenden explicar su excepcionalidad. Si el suicida es quien se causa a sí mismo la muerte, con esta sentencia viene añadida de modo constante la relación de motivos que explican la autoagre-sión, como si la rareza de la conducta tuviera que atenuarse lógicamente con el inmediato apoyo de sus móviles. Así los motivos se ponen en valor a propósito del suicidio, a veces tan amplios y ambiguos como pueda ser la mera ansia por perder la vida, y otras veces materializados en intereses antepuestos al aliento vital, tanto positivos, como la búsqueda de la gloria, como negativos, como el arrepentimiento por la culpa en algún hecho no honroso o vergonzoso. Por supuesto, la similitud o analogía permite adivinar un fondo amplísimo de posibles pretextos o criterios tan complejos como el entendimiento y el sentimiento humanos4.

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Ahora bien, ateniéndonos a la valoración moral y jurídica que el suicidio merece para la doctrina católica, es importante tener en cuenta que el suicida viene caracterizado por aquella complejidad psicoló-

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gica siempre bajo un juicio que simplifica sus justificaciones en función de la depravación del acto cometido. Y en este sentido las razones del suicida obedecen, de cualquier forma y en cualquier caso, a pesar

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de la conmoción que puedan provocar, a un «malignus animus»5, calificativo que la intención merece precisamente porque ha provocado ese acto horrendo que es el suicidio. Al matarse, el suicida pierde tanto el cuerpo como el alma, y queda sin opción de llegar a Dios. Y la pérdida del cuerpo y del alma, además, se ha producido en el suicida de forma abominable, porque desde el punto de vista de los modelos morales de comportamiento el acto del suicida no ha de ser contemplado como un crimen cualquiera, sino precisamente como el crimen por excelencia de quien traicionó a Cristo; de manera que el alma del suicida queda a la misma altura moral que el alma de Judas Iscariote6, y como en éste el suicidio es un pecado directo contra Dios y también contra Su revelación particular como juez del hombre. Si Dios es juez, en efecto, no existe individuo que haya de ser juez de sí mismo y, en consecuencia, el hombre no dispone de potestad para ejecutar su propia muerte. El ser humano no puede condenarse a muerte por aquello que soporta: ni es un ministro de justicia de sí, ni puede prescribirse la muerte. Ni siquiera el dolor, o la penitencia de pecados antecedentes, debiera inducir al suicidio: no es lícito que el ser humano disminuya o acorte su vida, por mucho que tampoco esté obligado a extenderla artificiosamente7. El hombre es el único ser capaz de soportar la

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infamia y el tormento, de resistir y superar el sufrimiento extremo, por lo que no puede haber nada que lo empuje hacia la comisión del mayor de los males, ya que, en definitiva, cualquier padecimiento es me-

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ñor que la provocación de la propia muerte. El suicidio ni siquiera se justifica por conservar la integridad del cuerpo, el honor o la fama, ni por el mantenimiento intacto de la castidad ante la amenaza de una agresión exterior. No hay motivo ninguno, indica Luis de Molina, que legitime el movimiento del ser humano hacia la ejecución de su propia muerte8. No obstante, son numerosas las trabas e impedimentos que obstaculizan la vida, no siendo pocos los hipotéticos motivos por los que el sujeto día a día puede sentirse impotente e incapacitado, impedido e inmóvil ante la carga que soporta, cuando la desesperación se apodera de su ser y sólo se deja conducir a una única vía, la más terrible, la de su propia muerte. Así, son diversos los ejemplos o causas revisadas y estudiadas por Próspero Farinacio que mueven al indivi-

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dúo a la comisión de un acto tan horrendo: el cansancio de la vida, la desesperación, la impaciencia del dolor, el furor, la ebriedad, la vergüenza, los celos y el amor9, los prejuicios, la inmoralidad o las consecuencias derivadas de ésta, el consentimiento del pecado, la revelación de un secreto u otros pretextos que, con la pasión del cuerpo y del alma, guían al hombre hacia su propia muerte, al fin ejecutada con una herida mortal en la cabeza, la precipitación a un río o a un pozo, el envenenamiento o la horca. En definitiva, son innumerables los motivos que pueden guiar al hombre hacia la provocación del acto más nefasto e injurioso imaginable, que es su propia muerte, e infinitas las maneras de cometerlo contra toda justificación. Por eso el suicidio está prohibido, como dice Farinacio recogiendo la opinión común, por todo Derecho —civil, canónico y natural—, y por eso puede ser considerado el más siniestro de los crímenes10.

Podría decirse entonces que el suicida, como persona, como sujeto, como actor de la propia muerte, sufre una calificación moral negativa en la raíz misma de su entendimiento, en virtud de aquella identifica-

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ción citada con Judas el Traidor. Además del juicio que haya de merecer el acto de matarse, la doctrina está interesada en una consiguiente caracterización subjetiva del suicida, acaso porque, a diferencia de cualquier otro delincuente, el suicida oculta, y mantiene en una absoluta clandestinidad, la sucesión de acontecimientos de los fueros interno y externo que van a dar lugar a su crimen, y la única posibilidad de prevenir y reprimir su mal propósito se encuentra en la difusión de una especie de retrato que permita contemplarlo, o que permita que él se contemple, como un sujeto cuyo comportamiento carece de ninguna legitimación moral. El suicida, o también el que atenta contra sí mismo sin obtener el resultado esperado, permanece infame, y en este sentido conviene generalizar y no especificar ni entrar en motivaciones psicológicas que movieron al individuo a provocar su propia muerte: bien su razón resida en la conciencia de crimen y el miedo a una pena futura, bien en el tedio vital, el dolor, la enfermedad, la locura o furor, claro está que se trata de un acto horrendo y bochornoso, maligno y abominable, que marca con la infamia a su ejecutor11.

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No existe razón legítima suficiente que motive al hombre al suicidio, y así lo sentencia la comunidad de los doctores, teólogos y juristas. Ni siquiera hay justificación posible en el temor hacia el futuro por la fragilidad propia de la mala culpa, ni en la evasión del pecado, ni el apresuramiento por la obtención de la felicidad eterna. Y es que tales deseos, a pesar de su digna apariencia, no son en esta tesitura nada más que formas de conducción del hombre a la comisión del mayor de los pecados12.

Es muy significativo que Damhouder haga hincapié en la timidez o en la debilidad como aptitudes del suicida. Una falsa percepción podría juzgar a quien causa la propia muerte como un sujeto con coraje, con valentía, desde luego con una fortaleza psíquica suficiente como para contrarrestar la inercia natural contra la muerte; el propio acto instrumental del suicidio podría dar la impresión, para una opinión vulgar, de una energía mental desmedida, y sin embargo, frente a esta hipotética visión, Damhouder va a insistir, efectivamente, en la timidez o la debilidad como atributos del suicida, incluso cuando éste goza de un buen estado mental, a pesar de no sufrir ninguna alteración de su entendimiento, explicando que aquél que a sí mismo se provoca la muerte comete un crimen de cobardía, pues el hombre que atenta contra su propia vida es un ser vencido, un ser cobarde a quien el odio a la vida ha hecho caer en la desesperación, esto es, un hombre cuya debilidad es manifiesta por la razón de haber sido víctima de sí mismo, como al fin demuestra el mismo acto en el que vulnera maléficamente su propio cuerpo13. De hecho, ciertamente es sentencia universal filosófica y teológica, y jurídica, sin disidencia alguna, la ilicitud del suicido. Y por lo tanto ha de ser ilícita la motivación de la muerte de uno mismo; además, con una fuerza atractiva: también serán ilícitos otros actos afines como la escisión o amputación de los miembros del cuerpo, aun incluyendo aquellas autoagresiones que a primera vista pudieran hasta ser dignificadas, consideradas virtuosas y honradas pero que igualmente incurren en grave crimen, como lo es la mutilación del miembro viril cuando se trata de...

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