La obligación de guarda

AutorFlorencio Ozcáriz Marco
Cargo del AutorDoctor en Derecho
  1. LA GUARDA COMO FIN Y COMO ACTIVIDAD DEL DEPÓSITO

    La obligación de guarda constituye el contenido fundamental del depósito, caracterizando el tipo contractual. Representa el centro de gravedad alrededor del cual el Código civil disciplina los derechos y las obligaciones de las partes (481).

    La guarda es el objeto del contrato de depósito (482), su causa (483) la obligación principal nacida de éste (484), el fin buscado por el depositante al entregar una cosa en depósito. En ese sentido hablaremos de guarda como objetivo o finalidad perseguida al contratar el depósito, acaso como resultado conseguido por el depositario para el depositante, instante a instante y al final de la actividad, o sea, como efecto del contrato, teniendo en todo caso la obligación de guarda en el depósito relevancia causal y calificadora, frente al carácter accesorio o secundario que asume en otras relaciones (485). Y, si la pretensión del depositante es que la cosa se conserve en el mismo estado vital, físico o económico en que fue entregada, diremos que en este sentido guarda equivale a conservación.

    Pero la guarda, además de fin, es actividad. En este sentido es comportamiento comprometido, quehacer obligado. Así la locución guarda -custodia en la terminología italiana-, no sólo se entiende como indicación o descripción de uno de los efectos del contrato, ni siquiera como fin perseguido por las partes al contratar, sino como actividad en posesión de la cosa a realizar por el depositario, adecuada a la finalidad perseguida por el contrato.

    Normalmente no es un mero «deber de protección», ni se trata de un simple efecto del contrato, teniendo carácter final en cuanto la obligación de custodiar está dirigida a satisfacer por sí sola el interés contractual específico del acreedor (486).

    Frente al Derecho histórico, en el que incumbía al depositario solamente la obligación de restituir, la Codificación representa una ampliación de su ámbito obligacional, al gravarle en los artículos 1758 y 1766 C.c. con una segunda obligación: la de guardar la cosa (487).

    Como indica Roca Juan, puede decirse que «el deber de guardar la res deposita procede de la causa misma del contrato» (488). El depósito tiene como función práctica -dice Messineo- la custodia, y, por consiguiente, la vigilancia para la conservación de la cosa, deduciendo de ello que «causa del depósito es, al menos en vía principal, la custodia de la cosa, la cual implica también conservación de la res deposita: en el sentido de defensa de su integridad frente a los perjuicios, no así en el sentido de manutención» (489). Supervielle, siguiendo a De Genaro, por su parte, añade que «la custodia es mantenimiento de la consistencia material y económica, cuantitativa y cualitativa de la cosa, tal como existía en el momento de su entrega, con la consiguiente obligación de preservarla y protegerla contra los eventos dañosos a los que está expuesta en virtud de su naturaleza o de agentes exteriores, naturales o humanos». La custodia se extendería al modo de ser económico, entendido como destino y adaptación al uso correspondiente. En cambio, según este autor, no puede referirse a la conservación jurídica (490).

    Otra opinión apunta a que la guarda, en la práctica actual, puede ser ejercida según varias modalidades en función más de la salvaguarda del destino económico de la cosa, que de su simple protección física (491).

    O sea que, en nuestro Derecho actual, podemos decir que en el depósito no se debe custodiar porque se deba restituir, sino que se deberá restituir porque se asumió el deber de custodiar (492). Así la obligación de custodia «no puede ser configurada como deber de protección, asignándose una función primaria en el depósito a la obligación de restitución» (493).

    El poseedor de un bien mueble, interesado en su conservación sin detrimento en su valor ni en su ser, y pretendiendo que no salga de su ámbito patrimonial -en la medida en que esté incorporado al mismo-, mediando su entrega, confía a otro su cuidado, el cual tendrá lugar en posesión inmediata o directa de la cosa (494).

    Así dice Badosa que «el artículo 1766 describe una obligación de hacer, que consiste en desplegar alrededor de la cosa una actuación de tipo protector durante todo el período que dure la posesión del depositario y cuyo criterio de integración será la diligencia del buen padre de familia» (495).

    Pues bien, ese cuidado al que el Código civil español denomina guarda (496) en cuanto actividad tendente al fin perseguido por el deponente y tutelado por el ordenamiento -la conservación-, es el objeto del contrato de depósito, y en su desarrollo estriba la obligación principal que el depositario contrae. Como enseña Garrigues, la custodia, en el sentido de actividad de guarda, es el signo distintivo del depósito (497).

    Tal es también la postura del Tribunal Supremo, al decir que «el depósito se caracteriza por la entrega de la cosa y la finalidad estricta de custodia» o que «a la figura del depósito es esencial la rigurosa obligación de custodiar la cosa» (498). En igual modo se pronuncia en otras sentencias, diciendo que «si no se demuestra que hubo entrega para guardar y restituir, no hay depósito», debiendo «distinguirse el contrato de depósito, propiamente dicho, que no tiene otra finalidad sino la guarda y custodia de bienes a disposición del depositante, de otros contratos en los que, entre otras prestaciones, se encuentra la del deber de custodia, pero cuya finalidad y naturaleza jurídica son diferentes (por ejemplo, comisión, hospedaje, transporte)» (499).

    Este carácter primordial le es reconocido a la guarda por la doctrina, tanto española como extranjera, casi unánimemente, bien como único (500), o bien porque, en concurrencia con otros, es objeto principal del contrato al que los restantes, si existen, se subordinan (501) o es uno de los dos principales (502).

    Debemos hablar ahora de una voz discordante con este papel reconocido a la guarda. Nos referimos a la conocida teoría de Majello, hoy superada, en criterio de los autores, y a la que hemos aludido ya al ocuparnos de la diferencia entre depósito y representación.

    Sobre la duda levantada en torno a la posibilidad de hacer corresponder al fin de «custodia» la obligación de «custodiar», como elemento cualificador de la relación, entiende que la custodia no constituye una obligación, ni de medios ni de resultado. «Resulta discutible que la custodia forme objeto de una verdadera y propia obligación»; «si se tratase de una verdadera obligación, su violación debería constituir ya por sí misma incumplimiento». «La falta de custodia es relevante solamente cuando de ella se deriva un daño a la cosa». En su criterio, más que ante una obligación, nos encontramos ante un criterio de responsabilidad. O sea, que la obligación de custodia, más que en desarrollar una determinada actividad, consistiría en asumir una responsabilidad en orden a la conservación de algo. Ello no significa que no se haya de llevar a cabo una cierta actividad para llegar a liberarse de esa responsabilidad, pero la misma no formaría parte de la guarda. El interés final del contrato sería, en definitiva, la detentación de la cosa en nombre y por cuenta del depositante (503). Y, dado el carácter interno de la actividad de guarda, no susceptible de un control a priori por parte del depositante, sólo es mensurable a posteriori, por su resultado o, lo que es lo mismo, el depósito sólo contiene una obligación de resultado: la restitución. Como resume Scognamiglio, en definitiva, «la responsabilidad por custodia está fundamentada sobre la violación de un particular deber de diligencia» (504).

    O sea que no basta para transformar la custodia de simple criterio de responsabilidad en deber de prestación, porque la transgresión del deber de custodia no se produce mientras que la custodia se está desarrollando (in itinere), pudiendo evidenciarse su cumplimiento sólo en sede de control sucesivo (a posteriori).

    Esta teoría ha recibido fuertes críticas tanto en Italia como en otros países. Entre nosotros destaca el examen que realiza Gullón, para quien la «detentación incolora» del depositario, sin ninguna finalidad, que supone esta manera de entender su obligación de guarda, no puede servir para calificar un determinado contrato, de modo que «si en el depósito no hay ninguna otra finalidad, la tesis criticada no haría más que describir la estructura del depósito, pero no su esencia». De manera que, «si se responde por falta de conservación de la cosa es claro que ello es consecuencia de una obligación previa de donde deriva esa responsabilidad: la de custodiar» (505).

    Autores como Dalmartello y Pórtale, Galasso y Galasso, Mastropaolo y, en general la doctrina italiana posterior a la obra, han criticado también en éstos y otros términos las teorías de Majello, admitiendo que puedan ser dos los significados de la custodia -prestación debida y medida o criterio de responsabilidad-, pero negando la primacía de éste sobre aquél, y ni siquiera su paridad (506).

    Otra opinión, igualmente italiana, señala como fin del contrato no tanto la guarda como tal, sino la disponibilidad a favor del depositante de la cosa depositada (507). Mas parece que este enfoque no es sino un prisma distinto, desde el que se observa el mismo fenómeno: para que en cualquier tiempo pueda disponer de la cosa el depositante -recuérdese lo preceptuado por el artículo 1775 C.c.-, se habrá de llevar a cabo por el depositario de una determinada manera la actividad con respecto a lo depositado, sin la cual no estaría disponible en todo momento para ser reintegrada como fue entregada. Con todo, la obligación de asegurar la continua disponibilidad de la cosa indica, ciertamente, uno de los aspectos típicos de la relación de depósito, estando estrechamente conectado a la causa del contrato (508). Pero ello no la convierte en fin principal del contrato.

    Teniendo claro, pues, el objeto del contrato, nos corresponde ahora indagar...

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