La inmigración y la lógica de «estado de sitio» (A propósito de algunas claves recientes de la política europea de inmigración)

AutorJavier de Lucas Martín
Cargo del AutorCatedrático de Filosofía del Derecho Moral y Política. Universitat de València
Páginas21-40

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Introducción

Es obvio que la política de inmigración imperante en buena parte de los países destinatarios de los movimientos migratorios (por ejemplo, en los EEUU y también en la UE y en sus Estados miembros) parece cada vez más dominada por el imperativo securitario, que utiliza el argumento de la inmigración como peligro, como amenaza para la cohesión social, para el modelo de vida occidental e incluso como fuente de riesgo para la estabilidad de las democracias. Un riesgo que comienza con la amenazante imagen de la invasión que acecha a nuestras puertas, el clásico argumento sobre la bomba demográfica como recurso de los países pobres, la amenaza de los desplazamientos migratorios «incontrolados», masivos. Sin duda, en la medida en que la inmigración es un fenómeno global (una vieja lección de Mauss), comporta desafíos de gran entidad, pero no es menos cierto que esta visión arranca de algunos perjuicios.

Ante todo, la idea de que existe una abrumadora presión migratoria sobre la UE y los EEUU, aunque cuente con datos objetivos, ha de ser matizada. Por ejemplo, con algunos hechos bien conocidos que conviene recordar: según la Organización Internacional de las Migraciones (OIM) el número de personas que se desplazan fuera de su país (emigrantes en sentido amplio: trabajadores emigrantes, refugiados y asilados, desplazados)Page 22supera los 200 millones. De ellos, unos 190 son trabajadores inmigrantes. Un 34% toma como destino a Europa (lo que supone 64 millones de personas, algo así como el 8.8% de la población), un 23% América del Norte y un 28% Asia. Es interesante recordar asimismo que de los 11,4 millones de refugiados acerca de los que da cuenta el informe de ACNUR 2007, presentado por sul Alto Representante, A. Guterres, el 47% procede de los dos grandes conflictos bélicos recientes: 3,1 millones desde Afganistán (que cuenta además con 2,4 millones de desplazados internos) y 2,3 millones desde Iraq. La inmensa mayoría de esos demandantes de refugio lo hacen en los países colindantes.

En segundo término, además de esos datos, parece necesario denunciar algunos prejuicios que abonan el mensaje de emergencia, ante la amenaza migratoria procedente de los países pobres.

El primero de ellos afecta a la percepción misma de que nuestra situación, debido al terrorismo pero también a la inmigración, es la de verdadero «estado de sitio». No niego que existan amenazas o desafíos ligados a factores como el incremento de los desplazamientos migratorios. Lo que se debe poner en cuestión, a mi juicio, es la entidad de la amenaza, es decir, la situación de inseguridad. Como han subrayado Castel (2003) o Bauman (2007) (cfr. su Miedo líquido), es paradójico que el incremento de esa percepción de inseguridad, el aumento del miedo, se produzca precisamente en sociedades como las occidentales ricas (EEUU, Canadá, la UE) que son, sin duda alguna, las más seguras jamás conocidas en la historia y no digamos si establecemos la comparación en términos del concepto de seguridad humana (que no es sólo la seguridad en términos de orden público) entre esas sociedades y la mayor parte del mundo. La adicción securitaria, la obsesión por el miedo, pare- cen más bien problemas-obstáculo, preocupaciones en gran medida inducidas y explotadas para obtener adhesión, para relegitimar el poder —sobre todo en contextos de crisis— y para beneficiarse con la mercancía de la seguridad. Un mecanismo que, al mismo tiempo, es una herramienta eficaz para desactivar la ciudadanía crítica y controlar a las «clases peligrosas».

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El segundo prejuicio es el que se refiere a la identificación de los agentes de la amenaza, a las causas de los conflictos. Porque se produce una paradoja de «revisibilización recíproca»: los que no veían a los invisibles —los inmigrantes como presencia ausente, según la fórmula de Sayad y Bourdieu (1999)— los visualizan ahora como riesgo de invasión, de amenaza para la pervivencia del standard de vida, de la cohesión social, y lo hacen en gran medida como consecuencia de mensajes institucionales que inducen irresponsablemente a la xenofobia, al utilizar el argumento de los inmigrantes como buc émissaire de las dificultades, de la crisis. De su parte, los que vivían aislados, han descubierto gracias a la globalización de las comunicaciones la existencia de Eldorado y sobre todo perciben las enormes diferencias, las desigualdades. Lo ejemplifican quienes viven al otro lado de la mayor falla demográfica del planeta, el Mediterráneo, que no pueden dejar de experimentar así un efecto de expulsión/atracción. Pero no hay datos objetivos que justifiquen la identificación de los inmigrantes como la amenaza, cuando los países del centro siguen demandando mano de obra (y, para nuestra vergüenza, mano de obra en condición irregular). El balance de su presencia es de beneficio para los países que los reciben. Y el mensaje de la gran amenaza invasora se revela como demagogia.

Ese es el terreno abonado para un tercer prejuicio que podríamos denominar la «ceguera de los tácticos», según la denuncia formulada por Izquierdo en un reciente y excelente trabajo publicado en el número 45/2008 de Política y sociedad. Ese prejuicio —juicio previo— tacticista hace de la inmigración un problema a gestionar para consumo interno, partidista y presenta el conflicto de la inmigración como un asunto básicamente ligado a lo que podríamos llamar el paso previo al ciclo migratorio (Dassetto, 1995). Se trata de dominar los mo vimientos migratorios para supeditarlos al interés del mercado inter- no de los países de recepción y eso desemboca en el mensaje de la prioridad del control de las fronteras, incluso externalizando ese control. La lucha contra la inmigración «ilegal» se convierte así en la prioridad de la política migratoria, cuando no en suPage 24único objetivo real. Algo de eso se está produciendo en buena parte de los mensajes que envían algunos representantes políticos españoles en este otoño de 2008 dominado ya por la evidencia de que hacemos frente a una seria recesión (y no sólo desde la oposición: véanse las declaraciones del ministro de Trabajo e Inmigración, el Sr. Corbacho, sobre la necesidad de fomentar un retorno masivo). Aunque al mismo tiempo es preceptible el intento por parte del PSOE y del Gobierno de reequilibrar las críticas recibidas por el apoyo a la directiva, mediante la reasunción del reconocimiento del derecho al voto en el ámbito municipal para los inmigrantes (residentes permanentes), una iniciativa tantas veces pospuesta pero a la que ahora se pone fecha de las próximas elecciones municipales, junto a algunas medidas que tratan de poner el énfasis en la prioridad de la integración. En cualquier caso, el próximo test será la reforma de la malhadada «ley de extranjería» que parece abrirse paso en este primer año de legislatura, con un acuerdo entre CiU y el PSOE y, probablemente, con un alto grado de coincidencia con los propósitos esgrimidos por el PP que ahora alardea de que el PSOE ha entrado en razón y vuelve al redil del que no debió salir.

Y si hablamos de España, podemos también referirnos a la UE. En las últimas semanas de junio y julio de 2008 hemos asistido a anuncios contradictorios en materia de política europea de inmigración. Lo más llamativo, sin duda, es la decisión del Parlamento europeo de adoptar la directiva de retorno, el pasado 18 de junio de 2008, pese al casi unánime rechazo de parte de los agentes sociales que trabajan en este ámbito (más de 300 ONGs, asociaciones profesionales del Derecho y del trabajo e intervención social con inmigrantes, asociaciones de inmigrantes en Europa…) y que hicieron llegar sus protestas al propio Parlamento y a la opinión pública. De otro lado, es necesario reconocer que, aunque las propuestas de la presidencia francesa de la UE para sentar las bases de una política europea de inmigración experimentaron un cambio notable —positivo— respecto a las peores expectativas, en todo caso apuntan a la hegemonía del manido discurso de lucha contra la inmigración ilegal.

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Todo esto desemboca, a mi juicio, en una mirada parcial y demagógica acerca de la inmigración. Me gustaría que se entendiera bien esta afirmación. No pretendo negar la evidencia de que el fenómeno migratorio en sus actuales dimensiones y en esta fase del proceso de globalización, por su entidad y complejidad, constituye un enorme desafío al que no es nada fácil dar respuesta. Y puede entrañar riesgos de la misma entidad. No trato de abonar ninguna irresponsable apelación al arcadismo ingenuo, a la abolición de fronteras. Creo que la prioridad en nuestra respuesta ha de ser someter los movimientos migratorios a reglas, las del imperio de la ley, las del Derecho y la democracia. Pero con coherencia, es decir, fieles ante todo a los valores y principios del Estado de Derecho. Y se trata de entender que la inmigración no es sólo un asunto de orden público y economía laboral, que puede resolverse en términos de cálculo de beneficio. Es una cuestión que no abordaremos de forma eficaz si no entendemos su carácter global, y si no entendemos que hunde sus raíces de un lado en la desigualdad y de otro en la libertad, en el derecho a vivir mejor, a elegir el propio plan de vida. Si no entendemos que el ius migrandi es un derecho fundamental y que tiene tres dimensiones: el derecho a no emigrar, el derecho a emigrar y el derecho a asentarse. Todos esos derechos han de regularse. Pero regular no es eliminar. Regular los derechos no es vaciarlos de...

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