Regulación y supervisión financieras tras la crisis

AutorGuillermo de la Dehesa
CargoPresidente del Centre for Economic Policy Research, CEPR, de Londres
Páginas7-23

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En recuerdo de mi querido y admirado amigo Rodrigo Uría Meruéndano

Introducción

La historia más reciente de los mercados financieros ha ido mostrando que sus crisis tradicionales y recurrentes tendían a repetirse con mayor frecuencia pero con menor virulencia, lo que hacía impensable que una crisis de confianza de tanta gravedad y alcance como la actual tuviese lugar, sorprendiendo tanto a los reguladores y supervisores del sistema financiero como incluso a las propias entidades financieras. Desde 1980, en que empezaron a liberalizarse los flujos de capital y financieros, la recurrencia de crisis bancarias, medida por la proporción de países afectados, ha sido mayor que en ningún otro período desde 1800, pero también han sido relativamente más rápidas y menos profundas.

Los reguladores y supervisores intuían que algo iba a pasar, dados los excesos que siempre se cometen tras más de una década de tipos de interés muy bajos y de fuerte expansión del crédito, pero creían que el centro del sistema, es decir, los bancos comerciales y el sistema crediticio en general estarían a salvo, ya que la crisis tendería a originarse, con toda probabilidad, en su periferia, como ya ocurrió en la del LTCM en 1998. Y efectivamente así ha sido, pero da la casualidad de que toda la «banca paralela u oculta» que ha ido creándose en las dos o tres últimas décadas dependía en última instancia del crédito de los bancos o había sido creada por los mismos bancos comerciales o universales, fuera de sus balances, con lo que han terminado por ser también sus víctimas.

Esta nueva banca paralela está compuesta, en primer lugar, por los llamados conduits y «SIV», es decir, vehículos fuera de balance, creados por los mismos bancos (con la anuencia de sus reguladores y supervisores) para no consumir el nivel de capital mínimo establecido en los acuerdos de Basilea, con el objeto de invertir en activos financieros a largo plazo, financiándolo a corto plazo, con la garantía de dichos activos comprados, en los mercados de pagarés o de papel comercial.

En segundo lugar, está también compuesta por los llamados hedge funds o fondos de cobertura y los fondos de capital riesgo y de compra de acciones no cotizadas, llamados de private equity, que invertían con muy poco capital y enorme apalancamiento (que los mismos bancos comerciales y de inversión (prime brokers) les concedían con la garantía de los títulos que compraban) en acciones o deuda de empresas cotizadas o no cotizadas, obteniendo rentabilidades muy elevadas pero también incurriendo en un mayor riesgo derivado de una caída del valor de sus carteras o de un encarecimiento o restricción del crédito.

Es verdad que el origen de esta crisis ha sido las políticas laxas de la Reserva Federal durante seisPage 8 años que ha generado un período largo de tipos de interés nominales y reales bajos y abundante liquidez y sus correspondientes excesos de demanda y de oferta de crédito. Pero el detonante de esta crisis ha sido tanto el crédito sub-prime desarrollado en EEUU como la dispersión de su riesgo, al resto del sector financiero y al resto del mundo, a través de su titulización y su posterior colateralización en instrumentos de deuda estructurados (CDO). Sin embargo, este ha sido sólo uno más de los muchos excesos en que estaban incurriendo los bancos, tanto en EEUU como en algunos países de Europa, con el conocimiento implícito o explícito de sus reguladores y supervisores, para intentar ganar más aumentando su volumen de activos, su desajuste de plazos entre activos y pasivos, así como incrementando sus activos en riesgo en una proporción mayor que su nivel de capital y sin valorar adecuadamente el riesgo.

Al final, estos excesos los están pagando ahora los contribuyentes, ya que ha habido que inyectar dinero público masivamente en forma de capital, de garantías a su deuda y de compra de parte de sus activos, para evitar que quebraran aquellas entidades bancarias con mayor probabilidad de producir un riesgo sistémico.

Pero no sólo han cometido errores los bancos, también los han cometido las agencias de clasificación o rating, que han sido capaces de clasificar como títulos de muy elevada calidad crediticia que más tarde han probado ser bonos basura. O los reguladores de EEUU, que han dejado que el modelo «originar para distribuir» se llevase hasta una situación en la que se concedían créditos hipotecarios a personas y familias de muy baja calidad crediticia, en los que ni los agentes y corredores (no regulados) que los originaban ni los bancos que los originaban y los titulizaban tenían el más mínimo interés en seleccionar a los acreditados ni analizar su capacidad de pago, ya que los empaquetaban y colateralizaban y vendían a terceros. O aquellos supervisores que dejaban que los bancos crearan una banca paralela fuera de balance, con mínimos recursos de capital, desde la que invertían en activos a largo plazo financiándolos a muy corto plazo y además con un elevado riesgo y nivel de apalancamiento.

La razón de que los contribuyentes se vean una vez más obligados a pagar la factura en última instancia es debida a que una parte importante de la actividad bancaria debe ser considerada como un bien o servicio público necesario, como es el caso del sistema de pagos, del interbancario, de los mercados de dinero o monetarios y de la concesión de crédito de la que depende todo el entramado básico del desarrollo capitalista. Si el interbancario se atasca, los mercados de dinero desaparecen, el crédito se restringe y finalmente el sistema de pagos deja de funcionar, todo el sistema se viene abajo, produciéndose una fuerte depresión económica y un empobrecimiento generalizado, especialmente de los países y las familias con menos recursos, que son los más vulnerables.

La realidad es que esta crisis ha supuesto, en primer lugar, un duro golpe para las bases teóricas y premisas intelectuales que sostienen el sistema financiero. Para la premisa, crecientemente aceptada, de que los mercados financieros son eficientes. Es decir, que cuando se les deja actuar libremente, son capaces de canalizar y asignar el ahorro a las inversiones más rentables en relación a su nivel de riesgo, lo que aumenta en crecimiento económico y el bienestar: que a través de la innovación financiera y de la titulización son capaces de distribuir y compartir el riesgo entre un número muy elevado de inversores, reduciendo el riesgo medio individual de la inversión y por tanto abaratando su coste y mejorando el bienestar general. Para la premisa de que los agentes que intervienen en el sistema financiero son individuos racionales con un elevado nivel de conocimientos y de información que son capaces de entender los productos financieros más complejos, así como sus riesgos y sus efectos económicos y que, por lo tanto, tienden a tomar decisiones óptimas.

De cumplirse estas premisas, bastaría con que los bancos centrales mantuviesen una estabilidad razonable de precios para que estos individuos expertos, apoyados por unos mercados que funcionan eficientemente, se hiciesen cargo de que el resultado de la actividad financiera fuese el mejor o el óptimo entre los posibles en cada momento, sin necesidad de que existiese una interferencia de los gobiernos para regularlos, ya que no podrían generar fallos sistémicos, puesto que sus decisiones individuales tendrían a ser racionales y óptimas, es decir, que invertirían en las oportunidades mejores y las más rentables sin incurrir en riesgos elevados ni en un excesivo endeudamiento o apalancamiento, salvo que los gobiernos impusiesen restricciones innecesarias que pudieran hacer que los mercados financieros no funcionasen correctamente.

Todas estas premisas han caído en descrédito con esta crisis y han vuelto a demostrar una vez másPage 9 que, por un lado, incluso los mercados considerados eficientes pueden cometer excesos graves y que la tan deseada «autorregulación» por el sector financiero significa, en última instancia, «ausencia de regulación». Por otro lado, que los sistemas crediticios, al ser en parte bienes o servicios públicos, como son el sistema de pagos, el interbancario, los mercados monetarios o el suministro de crédito y ser tan esenciales como el suministro de electricidad, de agua o de infraestructuras básicas, muestran sin embargo una tendencia clara y recurrente a incurrir en crisis, por lo que deben ser regulados y supervisados adecuadamente por los poderes públicos.

En segundo lugar, esta crisis ha demostrado que los bancos centrales, no sólo deben tener sólo como mandato controlar la inflación y suavizar los ciclos económicos, sino también y especialmente conseguir una estabilidad financiera (no sólo la monetaria) para evitar crisis financieras sistémicas como la actual. La estabilidad financiera es una necesidad y un bien público básico para conseguir un mundo próspero.

Finalmente, ha quedado demostrado que esta vez se han dado, al mismo tiempo, fallos graves de mercado, tanto de conflictos de interés como de la existencia de incentivos perversos, así como fallos graves de regulación en unos casos y fallos graves de supervisión en otros. Es por ello por lo que para conseguir una estabilidad financiera hace falta una regulación adecuada, y para que esta se aplique correcta y eficientemente hace falta supervisión estricta. Dado que los mercados financieros son cada vez más complejos y sus productos y servicios cada vez más difíciles de entender y comprender, requiere que los reguladores, y especialmente los supervisores, tengan unos profundos conocimientos de los...

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