La participación de las comunidades autónomas en la Unión Europea

AutorGurutz Jáuregui
CargoCatedrático de derecho constitucional de la Universidad del País Vasco – Euskal Herriko Unibertsitatea
Páginas137-170

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1. Introducción

Como es bien conocido, el ingreso de España en las Comunidades Europeas, actualmente Unión Europea (UE), produjo y sigue produciendo importantes consecuencias sobre el sistema autonómico establecido en la Constitución española (CE). El citado ingreso y la posterior evolución han provocado un doble efecto centralizador sobre las comunidades autónomas (CA). De una parte, ha producido un vaciamiento directo del contenido, total o parcial, de las competencias autonómicas cuya materia ha sido asumida por la UE, vaciamiento que, con toda seguridad, continuará en el futuro. De la otra, ha provocado una pérdida de capacidad de decisión de las CA ante el Estado central a la hora de incidir sobre el progresivo proceso de integración europea.

Siguiendo la pauta marcada por otros estados compuestos de nuestro entorno, las CA han tratado de paliar esa pérdida progresiva a través de diversas medidas e instrumentos a los que se aludirá más adelante. Los resultados obtenidos a lo largo de estos veinticinco años han sido, en general, bastante escasos.

El nuevo panorama político derivado de la victoria obtenida por el PSOE en las elecciones generales de marzo de 2004, y la consiguiente formación del nuevo Gobierno, han abierto importantes expectativas en torno a la posibilidad de un profundo cambio de rumbo en la relación entre CA, Estado central y UE. Tales expectativas aparecen configuradas en torno a cuatro grandes ámbitos de actuación: revisión de la Constitución (reforma del Senado y establecimiento de una cláusula europea en el art. 93); reforma de los estatutos de autonomía (EA); creación de la Conferencia de Presidentes, y dinamización y reforma de la Conferencia para Asuntos Europeos.

A ello hay que añadir los efectos que puedan derivarse de la aprobación del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa (TCUE), cuya entrada en vigor depende, como se sabe, de los resultados –algunos ya negativos: Francia, Países Bajos– de determinados referéndum. Como es de todos conocido, la participación de las CA en los asuntos europeos depende, sobre todo, de lo que determine al respecto el derecho interno español. No obstante, no es ésta su única fuente reguladora. También deben ser tenidas en cuenta las posibilidades ofrecidas por el propio derecho europeo, derecho cada vez más importante, sobre todo a partir de la reciente aprobación del TCUE. De ahí la necesidad de proceder, de modo simultáneo, al análisis de la cuestión, tantoPage 139 desde la perspectiva del derecho interno, como desde la perspectiva del derecho europeo.

Por razones de espacio, voy a limitar esta exposición a los aspectos que hacen referencia a la participación de las CA en el proceso de integración europea, en su fase ascendente, dejando al margen las cuestiones, ciertamente complejas, relativas a la aplicación del derecho comunitario por parte de las CA. Ahora bien, dentro de la fase ascendente aludiré tanto a la vertiente interna como a la externa de la participación autonómica en los asuntos europeos.

A veces se tiende a identificar la vertiente interna de la participación autonómica en los asuntos europeos con el derecho interno, y la vertiente externa con el derecho comunitario. Resulta preciso, por ello, aclarar debidamente esta cuestión. El derecho interno permite regular tanto la participación interna como la externa. El derecho comunitario, por su parte, si bien afecta de modo primordial a la vertiente externa, también puede incidir –siquiera indirectamente– en determinados aspectos de la participación interna de las CA, al menos en lo que a su fase ascendente se refiere.

Por último, conviene señalar que el presente trabajo tiene como objeto ofrecer una visión global del estado de la cuestión en el momento actual y las perspectivas de futuro. Para un tratamiento con más profundidad de las cuestiones aquí reseñadas, pueden consultarse las referencias bibliográficas finales.

2. La participación de las comunidades autónomas a la luz del derecho comunitario
2.1. La evolución de la cuestión regional en la Unión Europea

Tradicionalmente, la UE ha mostrado un escaso interés y sensibilidad por la cuestión regional, y ha desconocido casi totalmente, hasta fechas relativamente recientes el fenómeno regional. Es cierto que el derecho comunitario ha establecido, a efectos prácticos, una distribución regional del territorio europeo. Pero esa división obedecía a razones puramente pragmáticas de orden económico. Las regiones quedaban reducidas a simples unidades técnico-administrativas a los efectos de implantar los diversos fondos comunitarios. Las regiones eran, por lo tanto, determinadas áreas o zonas sobre las cuales había que aplicarPage 140 una determinada actuación, y carecían de connotación alguna (histórica, cultural, política, etc.) más allá de la meramente tecnocrática. Por ello, durante muchos años, la presencia y la intervención de las regiones en los asuntos europeos ha sido considerada por la UE como una cuestión interna de los estados en la que no tenía nada que ver. Como consecuencia de ello, las regiones carecían de capacidad para intervenir en el proceso de integración europea, y se veían obligadas a depositar sus reivindicaciones y expectativas en el foro interno del propio Estado al que pertenecían.

En los últimos años este olvido del hecho regional ha sido paliado, aunque de forma parcial y leve, a través del “reconocimiento” a las regiones de ciertas vías de participación. Por una parte, una vía de hecho, consistente en la intensificación de contactos entre la Comisión y las regiones en el ámbito de la política regional o de cohesión territorial (diálogo, consultas previas, asociar a las regiones en la ejecución de determinadas políticas comunitarias con fuerte impacto territorial, etc.). Este sistema de consultas se ha generalizado a partir de la publicación del Libro blanco sobre la gobernanza (2001). Y por otra, una vía más institucional u oficial que se manifiesta, a su vez, de dos formas: de forma colectiva a través del Comité de Regiones (CdR), creado en Maastricht en 1992; y de forma individual a través de la participación, en el seno de las delegaciones estatales (artículo 203 TCE), en las reuniones y decisiones de las instituciones comunitarias, particularmente del Consejo de Ministros.

Estas tres alternativas han sido consideradas por las regiones como muy insatisfactorias. La primera porque, al no estar institucionalizada, depende de la voluntad de la Comisión. La segunda, porque el CdR está muy lejos de constituir un órgano satisfactorio para las regiones europeas, particularmente para las regiones con competencias legislativas. El CdR es un órgano puramente consultivo, amén de muy heterogéneo, ya que, de una parte, engloba tanto las regiones como los entes locales y, de la otra, en él conviven regiones con conciencia regional, nivel de institucionalización, poderes y capacidad de decisión muy diversa. Esto hace del CdR un órgano casi perfectamente inútil. Por último, la tercera vía tampoco satisface del todo porque la participación en el Consejo de Ministros depende de la voluntad del Estado.

Por ello, la situación vigente, a expensas de que entre en vigor el TCUE, sigue siendo precaria a todos los niveles. La participación en el entramado ins-Page 141titucional europeo de actuación y toma de decisiones que afecten a los intereses regionales (fase ascendente) resulta altamente insatisfactoria y deficiente. Esa misma precariedad y debilidad se manifiesta tanto en la aplicación del principio de subsidiariedad en el escalón regional (fase descendente) como en la capacidad de intervención procesal de las regiones ante el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas (TJCE) para la defensa jurisdiccional de sus intereses. Las regiones no tienen comunitariamente reconocida ni aquella aplicación ni esta capacidad de intervención, y sus reivindicaciones quedan sometidas, también aquí, a la buena voluntad del Estado miembro correspondiente.

La actitud de las regiones ante este panorama, y de forma particular la de aquellas con poderes legislativos, ha sido la de movilizarse para plantear y articular en serio la cuestión regional en el ámbito de la UE. A este respecto, han sido numerosas las propuestas y demandas realizadas a lo largo de estos años, bien por el CdR, bien por la Conferencia de Presidentes de Regiones con Poderes Legislativos-CPRPL (las regiones con competencias legislativas representan un 30% aproximadamente del total de las regiones del CdR), bien por la Conferencia de Asambleas Legislativas Regionales de la Unión Europea (CALRE) o bien por los gobiernos de las diversas regiones.

2.2. Las regiones en el proceso constituyente

El proceso constituyente abierto en Niza, que ha desembocado en la aprobación del TCUE, movilizó a las regiones, particularmente a las regiones con poderes legislativos, con el objetivo de tratar de replantear en serio la cuestión regional en el ámbito comunitario. Fueron numerosas las propuestas realizadas bien por el Comité de las regiones, bien por la CPRLP, bien por la CALRE o bien por los gobiernos de las diversas regiones o, en nuestro caso, comunidades autónomas, entre otros.

Este conjunto de demandas podrían resumirse en las siguientes:

  1. Reconocimiento explícito, en el preámbulo del Tratado constitucional, del respeto a la diversidad cultural y a la identidad nacional de los estados miembros, que incluye a sus regiones; y reconocimiento, cuando proceda, de la dimensión regional en las diversas partes del Tratado.

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  2. Previsión expresa de los principios de subsidiariedad y de proporcionalidad, aplicables no sólo a la relación entre la UE y los estados sino también a escala regional.

  3. Clarificación y simplificación del sistema de delimitación de las competencias entre la Unión y los estados miembros, y de los instrumentos de actuación.

  4. Aplicación generalizada (a escala interna de cada Estado) de las posibilidades que ofrece el artículo 203 TCE en orden a la participación de las regiones en el Consejo de Ministros. En la misma línea debería asegurarse la implicación de las regiones, en el interior de cada Estado, en todas las decisiones europeas que les afecten.

  5. Atribución a las regiones de un estatus especial dentro de la Unión, que incluya los siguientes derechos:

    – Ser consultadas por la Comisión cuando ésta formule propuestas que afecten a asuntos cuya competencia interna les corresponda.

    – Participar en el procedimiento de control de los principios de subsidiariedad y de proporcionalidad.

    – Acceder directamente al TJCE en caso de conflicto de competencias con la Unión.

    – Incluir a los parlamentos regionales en los procedimientos que se establezcan para posibilitar la participación de los parlamentos nacionales en los procesos europeos.

    – Tomar en consideración las regiones a la hora de delimitar las circunscripciones electorales del Parlamento Europeo.

  6. Por último, la necesidad de reformar el Comité de las Regiones, tanto en su composición como en su posición, elevándolo a la categoría de institución y otorgándole el acceso directo al TJCE en defensa de sus prerrogativas.

    Como es de todos conocido, a partir de 2002 se inició en el seno de la UE un debate sin precedentes en la historia de la integración europea, que desembocó en la aprobación del TCUE. Sin embargo, dentro de este amplísimo debate, las regiones quedaron una vez más al margen, tanto en lo referente al contenido de las discusiones cuanto en lo relativo a la propia participación de las mismas en el debate. Las regiones, y concretamente el Comité de las Regiones,Page 143 no obtuvieron el rango de miembro participante de los debates de la Convención. Solamente se admitió la presencia de seis representantes del CdR, pero no como participantes directos de las discusiones, sino en calidad de observadores. Por otra parte, y a pesar de las peticiones expresas formuladas tanto por las regiones como por el CdR, no se constituyó ningún grupo de trabajo dedicado a la cuestión regional. Es preciso reconocer, no obstante, que, a lo largo de los trabajos, el tema regional estuvo muy presente en la agenda de varios grupos, particularmente en los grupos de subsidiariedad, de simplificación de procedimientos y de las competencias complementarias.

    Por otra parte, y al margen de las discusiones directas llevadas a cabo en el seno de la Convención, la cuestión regional estuvo presente, de forma indirecta, pero bastante interesante, en los debates y contribuciones de otras instituciones u órganos, tales como, por ejemplo, el Parlamento Europeo. En este sentido cabe destacar, por ejemplo, el Informe Lamassoure, relativo a la delimitación de competencias entre la Unión Europea y los estados miembros; el Informe Napolitano, sobre el papel de los poderes regionales y locales en la construcción europea; la Resolución final del Parlamento Europeo sobre este mismo tema, y, asimismo, los informes aprobados por el propio CdR.

    Entre todos estos documentos, resulta particularmente interesante el Informe Lamassoure. La propuesta Lamassoure pretendía romper con la dinámica clásica mantenida por la UE y a la que ya he hecho referencia repetidas veces, una dinámica según la cual se considera que la cuestión regional constituye un asunto puramente interno de los estados. En tal sentido, ponía el dedo en la llaga al señalar la incongruencia que suponía el hecho de que, tras la ampliación a 25, pasarían a ser miembros de pleno derecho de la UE países menos poblados y extensos que algunas de las regiones ya existentes y que, contrariamente a esas regiones, tales estados dispondrían de representación en el Consejo y en la Comisión.

    Por ello, y en la línea defendida por las regiones, Lamassoure planteaba la necesidad de otorgar a las mismas un estatus específico en el propio texto constitucional europeo, estatus que luego sería complementado por el ordenamiento jurídico de cada Estado. En tal sentido Lamassoure proponía el establecimiento de un estatuto de región asociada a la Unión, que sería aplicado a las regiones designadas por cada Estado y que conllevaría determinados derechos de participación y consulta en las políticas comunitarias, el tener una represen-Page 144tación específica en el CdR, así como el derecho a plantear conflictos de competencias ante actos de la Unión.

    Frente a esta posición, tanto el conjunto de propuestas planteadas por la Convención como el propio Parlamento Europeo abogaban por la línea clásica de confinar, de reducir, la cuestión regional al ámbito interno de los estados. Así sucedió en el Parlamento Europeo, a través del Informe Napolitano, y de la posterior Resolución sobre el papel de los poderes regionales y locales en la construcción europea, adoptada el 14 de enero de 2003.

    La citada Resolución planteaba algunas propuestas interesantes relativas a la participación de las regiones. Así, por ejemplo, la necesidad de que la Unión utilice nuevos métodos participativos que reconozcan el papel de las colectividades locales y regionales, tanto en la preparación de decisiones comunitarias como en la aplicación de las políticas de la Unión. O la necesidad de precisar el ejercicio y el control del principio de subsidiariedad. Reclamaba, asimismo, el derecho del Comité de las Regiones a recurrir al Tribunal de Justicia.

    Sin embargo, la Resolución del Parlamento Europeo, al igual que todas las demás aportaciones asumidas por la Convención, mantuvieron, como digo, la línea clásica de confinar la cuestión regional en el ámbito interno de cada Estado al señalar que las regiones sólo pueden defender sus intereses bajo la autoridad del Estado miembro. Tal filosofía ha sido ratificada por el TCUE al señalar, en el artículo I.1, que la Unión Europea nace de la doble voluntad de los estados y los ciudadanos, omitiendo de forma consciente la referencia inicial que se había hecho en el mismo a los pueblos, como elemento y base de la legitimidad popular.

2.3. La cuestión regional en el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa

Como ha quedado señalado, el debate constituyente sobre la cuestión regional ha girado en torno a dos alternativas políticas generales: la que propugnaba el mantenimiento de la cuestión regional como un asunto interno de los estados, frente a la que propugnaba considerar y garantizar la presencia regional en la UE desde el propio derecho constitucional de la UE. La fórmula por la que se decide el TCUE es la de hacer primar el carácter interno o doméstico de la cuestión regional, la de hacer prevalecer –una vez más– el principio de autonomíaPage 145 institucional de los estados miembros. De su lectura no se deriva tanto un reconocimiento de las regiones, como un fortalecimiento de la idea clásica de que la cuestión regional es una cuestión interna de cada Estado. Dicho de otro modo, el TCUE reconoce o cuando menos menciona el fenómeno regional, pero paradójicamente, tal mención es utilizada de forma inmediata para excluir a las regiones como entidad autónoma dentro de la UE.

Ahora bien, es importante observar que esta directriz aparece flexibilizada por dos cuestiones básicas. De una parte, el TCUE recoge ciertas previsiones en línea con algunas de las reivindicaciones que venían realizando las regiones, previsiones que mejoran ostensiblemente, aunque todavía con muchas lagunas, la dimensión y la presencia regional en la UE. De la otra, conviene recordar que el TCUE no agota en sí mismo la capacidad de reconocer y garantizar normativamente la dimensión regional en la UE, y es susceptible de desarrollo ya sea a nivel infraconstitucional de la Unión, ya sea en el ámbito de cada Estado miembro. Veámoslo con mayor detalle.

El TCUE omite de forma flagrante a los pueblos en su primer artículo, el relativo a los sujetos que conforman la fuente de la que emana la voluntad de constituir la UE. Este desreconocimiento a nivel constituyente va, además, acompañado de otro a escala de un poder constituido capital como es el Parlamento Europeo. Y es que, a diferencia del Tratado de la Comunidad Europea (TCE), que establecía que dicho Parlamento estaba compuesto por «representantes de los pueblos de los estados reunidos en la Comunidad», el TCUE señala que el mismo está compuesto por los «representantes de los ciudadanos». No obstante, el TCUE compensa calculadamente esos silencios en otras previsiones constitucionales.

Así, en el preámbulo de la Carta, señala que son los «pueblos» los que vienen a «crear una Unión más estrecha», lo cual implica reconocerlos como sujeto constituyente. No resulta gratuito señalar, a este respecto, la importancia que tiene el hecho de que dicho reconocimiento se dé en la Parte II del Tratado constitucional, esto es, en su parte dogmática o relativa a los derechos fundamentales, la parte que representa el origen y el fin de toda Constitución. Por otra parte, y con no menos notoriedad, el trascendental artículo I-3, relativo a los «Objetivos de la Unión», coloca expresamente como sujeto de la finalidad primigenia de dicha Unión, no a los estados, sino a los pueblos de Europa.

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El TCUE aporta interesantes avances en el tratamiento de la diversidad cultural y lingüística existente en Europa, obligándose a respetarla y reconociendo, por vez primera, la posibilidad de que el propio Tratado constitucional pueda traducirse a las lenguas oficiales regionales (en nuestro caso, el catalán, el euskera y el gallego). Sin embargo, los ciudadanos europeos hablantes de tales lenguas no pueden disfrutar con plenitud –no lo pueden hacer en su lengua– de los derechos de ciudadanía europea establecidos en el artículo I-10.2.d, como son el derecho de «formular peticiones al Parlamento Europeo, de recurrir al Defensor del Pueblo europeo, así como de dirigirse a las instituciones y organismos consultivos de la Unión […] y de recibir una contestación», ya que tal derecho sólo puede ejercerse en una de las lenguas de la Constitución.

Ahora bien, tal y como se indica más adelante, el TCUE –al igual que cualquier otra constitución– no se agota en sí mismo, como algo rígidamente cerrado y finiquitado. El TCUE es susceptible de desarrollo. Y es desde esta idea desde donde todavía es posible, si no solventar plenamente, sí reparar satisfactoriamente el citado déficit, articulando, por ejemplo en el Reglamento 1/1958, dedicado al régimen lingüístico de la Comunidad, alguna fórmula jurídica que implique un reconocimiento oficial de tales lenguas.1

A diferencia del silencio que hasta el presente mantienen los tratados constitutivos, el TCUE recoge una serie de previsiones constitucionales que reconocen, en el ámbito de la UE, la autonomía regional y local. Se trata de un reconocimiento que implica la constitucionalización o fundamentación, al máximo nivel normativo de la UE, del fenómeno autonómico, de tal modo que el mismo adquiere rango y base constitucional. Es verdad, como ya ha quedado señalado, que el TCUE no asume ni garantiza la cuestión regional como una cuestión propia del derecho constitucional de la UE. En tal sentido, el reconocimiento de la autonomía regional y local tiene un carácter limitado, ya que, en lo que se refiere a su contenido o sustancia, aparece diferido a lo establecido por cada Estado miembro.

Ahora bien, el hecho de que la sustanciación del reconocimiento europeo de la autonomía regional quede diferido a la autonomía o la voluntad con la quePage 147 quiera regularlo cada Estado no constituye en sí mismo una cuestión negativa o restrictiva. Al contrario, permite constatar que el TCUE se configura, a este respecto, como una norma abierta a cualquier configuración estatal de la autonomía regional, cualquiera que sea su contenido (del mínimo al máximo). En consecuencia, el nivel de autonomía o autogobierno de las comunidades autónomas, tanto el presente como el que, en su caso, pudiera obtenerse en el futuro, tienen garantizado de forma simultánea su reconocimiento en la UE.

Como es bien sabido, el principio de subsidiariedad sirve, en el ámbito del derecho comunitario, para determinar qué ente –UE o Estado– debe ejercitar una competencia atribuida a la UE con el carácter de compartida. Pues bien, el TCUE y, sobre todo, el Protocolo anejo dedicado a la aplicación de los principios de subsidiariedad y proporcionalidad mejoran ostensiblemente la regulación vigente en lo referente tanto al principio de subsidiariedad como al de proporcionalidad. Tal mejora se manifiesta en varios aspectos. En primer lugar, en lo que hace referencia a la relación entre la UE y los estados miembros, especialmente, en lo atinente a regular mecanismos de control (político y jurisdiccional) que garanticen su correcta y más precisa aplicación. Ello debe revertir, directa y sustancialmente, en el marco de una actuación estatal lógica, en una mejor protección de la autonomía legislativa de las comunidades autónomas.

En segundo lugar, tanto el TCUE como el Protocolo citado suponen un cierto avance en lo que se refiere a la toma en consideración del escalón regional en la regulación europea de la aplicación del principio de subsidiariedad, es decir, en lo referente a la relación entre la UE y las regiones. Esta normativa, unida a la más precisa regulación de las categorías y tipos competenciales de la UE y a la reformulación de las fuentes normativas comunitarias que lleva a cabo el TCUE, permite concluir que el saldo final es realmente positivo. Se detectan importantes carencias y debilidades,2 pero no son definitivas e irreversibles. Lo quePage 148 sucede es que su cobertura queda ahora diferida al interior de cada Estado, y pueden articularse fórmulas normativas estatales que vengan a colmarlas.

El tratamiento normativo de la participación de las regiones, y en concreto de las comunidades autónomas, en los foros comunitarios de adopción de decisiones (Consejo de Ministros, Comisión, Parlamento Europeo y CdR), se ha visto alterado por el TCUE en un sentido favorable a una mayor presencia regional en las instituciones comunitarias. La mejora se manifiesta, básicamente, a la hora de determinar la participación de las regiones en los trabajos de la Comisión Europea (cuando la actuación institucional afecte a la dimensión regional o a los intereses regionales). Resulta, asimismo, destacable la apertura de la vía jurisdiccional al Comité de Regiones (en defensa de prerrogativas propias y del principio de subsidiariedad). También se han abierto, en el Protocolo sobre la aplicación de los principios de subsidiariedad y proporcionalidad, algunas puertas a una mayor participación a través de los parlamentos estatales y, indirectamente, de los propios parlamentos regionales. Sin embargo, el tratamiento otorgado a la presencia de los representantes regionales en el Consejo de Ministros y al Parlamento Europeo difiere poco o nada del vigente derecho comunitario.

El TCUE permite una cierta apertura a la cuestión de la presencia regional en la fase jurisdiccional. Tal apertura es, sin embargo, indirecta. Las regiones siguen sin poder plantear recursos jurisdiccionales, como tales regiones, ante el TJCE. Sin embargo, como acaba de indicarse, el TCUE otorga al CdR legitimación para actuar en defensa de sus prerrogativas así como en defensa del principio de subsidiariedad. Esta vía de acceso indirecto de las regiones en general, y de las comunidades autónomas en particular, a la justicia comunitaria permite paliar, en cierta manera, la indefensión en la que las regiones podían encontrarse hasta el momento, pero no es suficiente. Hubiera sido deseable que el TCUE hubiera reconocido cierta legitimación a las REGLEG para actuar ante la justicia comunitaria dada su condición de poderes legislativos.

Una constitución no puede ser analizada ni valorada de forma correcta si se omite completamente el potencial de desarrollo (explícito e implícito) que contiene. La regulación constitucional no se agota en la literalidad del texto constitucional. En consecuencia, la valoración del tratamiento que, como constitución, otorga el TCUE a la cuestión regional debe también, necesariamente, tomar en consideración el potencial de desarrollo que contiene, ya que éste puedePage 149 venir a colmar algunas o bastantes de las deficiencias y lagunas que se le achacan desde una lectura literal de sus disposiciones. Piénsese, por poner algún ejemplo, en una modificación comunitaria del Reglamento 1/1958, de régimen lingüístico comunitario, a la que ya se ha hecho alusión más arriba, que posibilite la consideración del catalán, el euskera y el gallego como lenguas oficiales de la UE, o en la reforma del Reglamento interno del CdR para articular formas de composición interna, de distribución funcional y orgánica, acordes con la heterogénea tipología de los entes subestatales que representa.

A modo de resumen, puede señalarse que el texto del TCUE adolece de importantes deficiencias o insuficiencias. La más destacada de ellas es, como ya se ha indicado, el haber confinado el reconocimiento de la realidad regional y de la correspondiente autonomía de las regiones al ámbito del derecho interno de cada Estado. Tales deficiencias se ven compensadas, sin embargo, de una parte, por los evidentes avances que ya han quedado reseñados, y de la otra, por el potencial de corrección de las mismas, así como por sus posibilidades de desarrollo futuro.

A partir de ahí, no podemos olvidar la particular naturaleza del ordenamiento jurídico de la Unión Europea, en cuanto ordenamiento que se integra dentro del ordenamiento jurídico de cada Estado miembro. El Tratado constitucional no puede ser visualizado como algo ajeno a la realidad estatal interna, sino que constituye una realidad íntimamente ligada a unas determinadas estructuras y actitudes estatales. El TCUE constituye, en tal sentido, un texto normativo inseparablemente unido al ordenamiento constitucional interno de cada Estado particular. Por ello, la implantación y la eficacia práctica del TCUE dependen de la actitud que cada Estado adopte, dentro de su marco de competencia, o del principio de autonomía institucional, respecto al fenómeno de la UE. Teniendo en cuenta la fortaleza que, todavía, presenta el principio de autonomía institucional de un Estado a la hora de articular su presencia en Europa, es obvio que, por lo que al Estado español se refiere, el marco de referencia imprescindible a la hora de determinar el verdadero desarrollo de la dimensión europea de las comunidades autónomas lo constituye el ordenamiento constitucional español.

A este respecto, es necesario destacar que la interpretación que del sistema competencial doméstico han venido realizando, hasta el presente, los órganos generales del Estado español (especialmente el legislador estatal, el GobiernoPage 150 central, el Tribunal Constitucional) en relación con la transposición interna del derecho comunitario deja, cuando menos, mucho que desear. Y es que la obligación interna de transposición se ha presentado, una y otra vez, como una ocasión para desdibujar el sistema de distribución competencial interna sometiendo a muchas competencias autonómicas a un duro proceso de reconversión y pérdida de contenidos a favor del Estado central. La aprobación del TCUE podría suponer, a este respecto, un momento muy adecuado y pertinente para exigir legítimamente del Estado que no se menoscaben las competencias autonómicas a la hora de transponer el derecho de la UE.

3. La participación de las comunidades autónomas a la luz del derecho interno
3.1. Los antecedentes

Como ya ha quedado indicado, la progresiva intensificación del proceso de integración europeo ha venido provocando una constante erosión competencial de las regiones europeas con competencias legislativas propias. A fin de paliar tal situación, algunos estados compuestos (Alemania, Austria, Bélgica) han ido desarrollando a lo largo de estos años determinados mecanismos dirigidos a insertar en sus textos constitucionales disposiciones específicas en materia de integración y, al mismo tiempo, han tratado de articular mecanismos internos de cooperación entre el Estado central y los entes regionales.

Lo mismo ha ocurrido en el caso español, si bien, como veremos, la situación de nuestro país presenta rasgos diferenciadores con respecto a esos otros estados que se acaban de citar. Tales rasgos se manifiestan, cuando menos, a través de tres aspectos. En primer lugar, la ausencia total de previsiones constitucionales relativas a la participación de las CA no sólo en los asuntos europeos sino en las relaciones internacionales en general. Los constituyentes establecieron una estructura autonómica que tenía efectos sólo en el ámbito territorial interno del Estado manteniendo al mismo tiempo una estructura unitaria y centralizadora en las relaciones ad extra de las CA. En efecto, la CE no estableció medida o previsión alguna tendente a regular la participación de las comunidades autónomas en las actividades internacionales en general y en los asuntos relacionados con la Unión Europea en particular. En segundo lugar, la CE estableció un sistema competencial asimétrico derivado de la existencia de dos nivelesPage 151 diferentes de autonomía. Por último, e íntimamente ligado con lo anterior, la CE no configuró unas estructuras centrales y unos mecanismos de cooperación de carácter general a fin de regular la relación entre el Estado y las comunidades autónomas. Ello favoreció la tendencia a plantear la regulación de estos asuntos mediante contactos o intercambios bilaterales.

Algunos de los estatutos de autonomía intentaron paliar, siquiera parcialmente, esta falta de previsión. A tal efecto establecieron, de forma generalizada, diversas disposiciones tendentes a favorecer el ejercicio, por parte de las comunidades autónomas, de una cierta actividad externa. Sin embargo, lo cierto es que tales disposiciones estatutarias no ofrecían por sí mismas una base suficiente para articular, en toda su complejidad, la participación de las CA en los asuntos internacionales ni, por supuesto, en la Unión Europea. Como consecuencia de todo ello no tardaron en producirse importantes conflictos derivados de la pretensión de algunas comunidades autónomas de llevar a cabo actividades de carácter externo, conflictos que se extendieron al ámbito del derecho comunitario tan pronto como se produjo el ingreso efectivo de España en la Unión Europea.

Lógicamente, y a falta de un tratamiento normativo adecuado, fue al Tribunal Constitucional a quien correspondió, durante bastante tiempo, la carga de dilucidar en la práctica los numerosos y, en no pocas ocasiones, complejos asuntos relacionados con la participación de las comunidades autónomas en la actividad internacional en general y la Unión Europea en particular.

Como no podía ser de otra forma, y dada la ausencia de disposiciones normativas, la posición mantenida por el Tribunal Constitucional a lo largo de la década de los ochenta y primera mitad de los noventa resultó bastante contradictoria, particularmente en lo que hace referencia a la fase ascendente. Esa contradicción alcanzó su punto culminante en sentencias tan dispares como la 137/89 y la 165/94. Particularmente importante resultó esta última Sentencia, relativa a la apertura de la Oficina del Gobierno Vasco en Bruselas, que marcó, en opinión de una buena parte de la doctrina, un punto de no retorno en el reconocimiento de la capacidad de las CA para intervenir tanto en los asuntos externos como en los asuntos europeos.

En diversas sentencias y, particularmente, en esta última que acabo de señalar, el alto Tribunal estableció una distinción clara entre un núcleo “duro” dePage 152 las relaciones internacionales (tratados, paz y guerra, reconocimiento de estados, representación exterior, responsabilidad internacional, etc.) que pertenece a la exclusiva competencia del Estado, y el resto de actividades internacionales cuya competencia corresponderá al Estado o a las comunidades autónomas en función de la materia concreta a la que se refieran tales actividades.

El TC señalaba que el Estado es el único legitimado para ejercer ese núcleo duro que se manifiesta en el treaty making power, es decir, en el derecho a suscribir tratados internacionales. Pero señalaba que, junto al derecho internacional estricto, existen las llamadas actividades transnacionales. Son aquel conjunto de actividades y contactos que, aun teniendo dimensión internacional, no originan obligaciones inmediatas, no suponen ejercicio de la soberanía, no inciden en la política exterior del Estado y no generan responsabilidad política de éste frente a otros estados. Por ello, las CA se hallan perfectamente legitimadas para llevar a cabo tales actividades transnacionales.

Por otra parte, el TC recordaba que en todo proceso de elaboración, aprobación y aplicación de un tratado o, en el caso que nos ocupa, de una decisión europea, es preciso distinguir dos fases diferenciadas. Una es la fase ascendente dirigida a discutir, preparar, elaborar y preparar un tratado o una norma comunitaria europea. Otra es la fase descendente cuyo objeto es cumplir y aplicar lo que ha quedado señalado en el tratado.

En la fase ascendente se dan, a su vez, dos momentos diferenciados. Uno es el momento de la formación de la voluntad estatal y, otro diferente, el de la manifestación de esa voluntad. Dicho de otro modo, una cosa es discutir, preparar y elaborar una norma internacional o europea; otra cosa muy diferente es aprobar esa norma. La aprobación de esa norma, es decir, la manifestación de la voluntad estatal corresponde a los órganos estatales que representan la soberanía (Parlamento y Gobierno). Sin embargo, en la discusión y preparación de esa norma, es decir, en la formación de la voluntad estatal deben intervenir los órganos de los entes constitucionales afectados por el tratado, y en el caso que aquí nos ocupa, los órganos de las comunidades autónomas, cuando la materia del tratado afecte a las competencias de las mismas.

Lo mismo ocurre con la fase descendente. El Parlamento y el Gobierno centrales quedan obligados, en cuanto órganos de expresión de la soberanía, a garantizar el cumplimiento de las obligaciones internacionales. Ello no supone,Page 153 sin embargo, que la ejecución de las decisiones comunitarias se lleve a cabo de modo directo por parte de esos órganos. Habrá que estar a lo que digan las normas previstas en la Constitución y en los estatutos de autonomía. Si la materia objeto de aplicación es competencia de una comunidad autónoma, será a esa comunidad a la que corresponda la ejecución de esas normas.

Por último, y en lo que aquí interesa especialmente, el Tribunal Constitucional puso las bases para una adecuada distinción entre actividades internacionales y comunitarias. Así, en la ya citada Sentencia 165/94, señalaba que: «Por consiguiente, cabe estimar que cuando España actúa en el ámbito de las Comunidades Europeas lo está haciendo en una estructura jurídica que es muy distinta de la tradicional de las relaciones internacionales. Pues el desarrollo del proceso de integración europea ha venido a crear un orden jurídico, el comunitario, que para el conjunto de los estados componentes de las Comunidades Europeas puede considerarse a ciertos efectos como interno. En correspondencia con lo anterior, si se trata de un Estado complejo, como es el nuestro, aun cuando sea el Estado quien participa directamente en la actividad de las Comunidades Europeas y no las comunidades autónomas, es indudable que éstas poseen un interés en el desarrollo de esa dimensión comunitaria».

Al margen de su mayor o menor acierto a la hora de resolver los diversos conflictos surgidos, lo cierto es que el Tribunal Constitucional estaba asumiendo en esta materia responsabilidades que no le correspondían. Si ya desde el mismo momento en que se aprobó la Constitución se hizo palpable la necesidad de establecer una normativa genérica capaz de regular estos asuntos de una forma global, tal necesidad devino inaplazable a partir del ingreso de España, en 1986, en las Comunidades Europeas.

3.2. La institucionalización de la participación de las comunidades autónomas en los asuntos de la Unión Europea: la CARCE

Si bien hubo algún antecedente en épocas anteriores al ingreso de España en la CEE (Anteproyecto de 4.2.85 sobre la ordenación de la actividad del Estado en materia de tratados internacionales), la necesidad de tal regulación se hizo patente a partir de 1986. Entre tales intentos cabe destacar el «Proyecto de convenio entre el Gobierno de la nación y las comunidades autónomas sobre cooperación en los asuntos relacionados con las Comunidades Europeas», de abril dePage 154 1986, en el que se establecía, entre otros aspectos, la creación de un organismo de coordinación, así como las figuras de observador y observador adjunto de las comunidades autónomas en la representación permanente de España ante la Comunidad Económica Europea.

Ante el fracaso de este Convenio, se optó por la vía de las conferencias sectoriales, un instrumento que ya había sido previsto por la Ley de 14 de octubre de 1983 del proceso autonómico puesta en vigor en sustitución de la LOAPA, y que se había puesto en funcionamiento por primera vez, para ciertos asuntos concretos, en 1985. Así, en 1988 se creó una conferencia sectorial para asuntos relacionados con la Comunidad Económica Europea que, si bien permitió la aprobación de algunos convenios, llevaba, sin embargo, una vida muy lánguida y conflictiva. A falta de una normativa global adecuada, en la práctica se establecieron, de hecho, multitud de fórmulas, técnicas y mecanismos de relación que permitieron tejer una red muy espesa de interconexiones entre el Estado central y las diversas comunidades autónomas. La ausencia de una normativa genérica adecuada hizo que estas relaciones mantuvieran un carácter opaco, complejo y heterogéneo, construido sobre el caso por caso. Esta especial situación originaba problemas importantes de seguridad jurídica ya que, en no pocos casos, los resultados dependían de coyunturas políticas, de la mayor o menor capacidad de presión, etc.

Dado que resultaba poco menos que imposible establecer una regulación de carácter global, se optó por la creación de algunas conferencias sectoriales ligadas a materias y asuntos muy concretos. Así, en noviembre de 1990 fueron suscritos dos importantes acuerdos. Uno de ellos relativo a la intervención de las comunidades autónomas en las actuaciones del Estado en procedimientos precontenciosos de la Comisión de las Comunidades Europeas y en los asuntos relacionados con el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas en lo que afecten a sus competencias. El segundo, relativo a la materia de ayudas públicas.

Los acuerdos autonómicos de febrero de 1992, relativos a la ampliación de competencias de los estatutos de autonomía del artículo 143, plantearon ya de forma genérica la necesidad de las conferencias sectoriales como instrumento de colaboración entre el Estado y las comunidades autónomas, y esta figura quedó definitivamente institucionalizada, posteriormente, en la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de régimen jurídico de las administraciones públicas y del procedimiento administrativo común (art. 5.1).

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Sin embargo, y en lo que a la materia concreta de la actividad europea se refiere, el paso más importante lo constituyó el Acuerdo de institucionalización de la Conferencia para Asuntos Relacionados con las CEE (CARCE), suscrito el 29 de octubre de 1992 entre el Estado y todas las comunidades autónomas, salvo el País Vasco.3 Inicialmente, la CARCE se estructuró como una conferencia sectorial más pero, más tarde, a partir del Acuerdo de 1994 y, sobre todo, tras la Ley 2/1997, perdió su carácter sectorial para configurarse como un marco genérico, una especie de conferencia de coordinación general compatible con los diversos acuerdos sectoriales ya existentes o futuros. Por otra parte, si bien inicialmente esta Conferencia pretendía regular sólo la participación interna de las comunidades autónomas, no su participación externa, sin embargo, el 14 de junio de 1994 se amplió su ámbito de competencia para «incluir el tratamiento de las actividades en el exterior de las comunidades autónomas, y en particular, de las relacionadas con el Consejo de Europa que afecten a sus competencias».

Como continuación de sus trabajos, la Conferencia aprobó, el 30 de noviembre de 1994, un Acuerdo sobre participación interna de las comunidades autónomas en los asuntos comunitarios europeos a través de las conferencias sectoriales. En el mismo se estructura por primera vez un esbozo de participación de las comunidades autónomas en la actividad europea, tanto en su fase ascendente como descendente. El citado Acuerdo fue elevado posteriormente, en 1997, al rango jurídico de ley (Ley 2/1997, de 13 de marzo).

En ese Acuerdo, el nivel o la intensidad de la participación de las comunidades autónomas viene determinado, con carácter general, en función de dos criterios. De una parte, la naturaleza de las competencias objeto de discusión (exclusivas, compartidas, concurrentes, etc.). De la otra, el grado de acuerdo alcanzado previamente entre las diversas comunidades autónomas en su posicionamiento común ante el Estado sobre el asunto concreto objeto de participación.

En la fase de formación de la voluntad del Estado, aun cuando no se concretan y detallan lo suficiente, se establecen unos mecanismos genéricos de información y deliberación. En la fase descendente, tras afirmar que el Estado y las comunidades autónomas se comprometen a residenciar en la correspondientePage 156 Conferencia Sectorial el tratamiento, con arreglo al principio de cooperación, de todos aquellos asuntos de mutuo interés relacionados con el derecho comunitario y los actos de las instituciones, se establece un triple compromiso, en función de que la aplicación del derecho comunitario implique la aprobación de normas, la ejecución de actuaciones administrativas o el desarrollo de programas comunitarios.

Para terminar este breve repaso, es preciso señalar que este proceso institucionalizador se vio complementado en el Senado con la labor llevada a cabo, a lo largo de 1995, por la Ponencia sobre el papel y funciones de los entes territoriales en el futuro de la Unión Europea. La citada Ponencia emitió, con fecha 11 de diciembre de 1995, un informe que constituye, sin lugar a dudas, uno de los documentos más importantes elaborados por la cámara alta4 pero que, sin embargo, no tuvo posteriormente ninguna aplicación práctica como consecuencia de la paralización de los trabajos dirigidos a la reforma del Senado.

Por último, en 1998, el Pleno del Congreso de los Diputados aprobó una moción por la que se instaba al Gobierno a «establecer una fórmula que permita la presencia de un representante de las CA en la delegación del gobierno, en aquellas reuniones del Consejo de Ministros de la UE en las que se traten asuntos para los cuales tengan competencia exclusiva las CA».

El modelo instaurado por la CARCE ha resultado muy complejo, tanto desde el punto de vista organizativo como funcional. Tal como ha señalado una buena parte de la doctrina, a pesar de que el Acuerdo de la CARCE tiene, teóricamente, la vocación de constituir un marco general para la participación de las CA en la UE, en la práctica ha funcionado de forma sectorial, a impulsos de la necesidad de resolver problemas inmediatos y concretos. Esa sectorialización de los asuntos ha producido, cuando menos, dos consecuencias. En primer lugar, ha impedido que la Conferencia haya actuado con una visión de conjunto. En segundo lugar, se ha privado a la cooperación del sentido político que reclama la participación de las CA en los asuntos europeos. Ese sentido político ha quedado diluido o subordinado a los intereses sectoriales de las conferencias.

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Por otra parte, para hacer efectiva una participación de este tipo, particularmente en la fase ascendente, resulta imprescindible la existencia de unos flujos de información, un impulso, una coordinación fluida entre las diversas partes que han de intervenir, así como unos mecanismos ágiles que permitan hacer efectiva esa información de forma rápida. Nada de esto se ha dado en la práctica. La ausencia de esta coordinación se ha debido tanto a causas estructurales, a las que se aludirá luego, como a la falta de una cultura de la coordinación y a la consiguiente desconfianza mutua mostrada, en numerosas ocasiones, entre las partes interesadas.

Todo ello dificulta de forma notable lo que constituye, sin lugar a dudas, una de las claves del éxito de esta colaboración: la formación de una posición común. El acuerdo de la CARCE ni concreta qué es lo que debe entenderse como tal posición común, ni establece previsión alguna para el logro de la misma. Este conjunto de deficiencias ha permitido otorgar un protagonismo absoluto, en la práctica, a las instituciones u organismos centrales, en detrimento de los autonómicos. La CARCE tiene un carácter esencialmente vertical y dependiente de la posición del Estado.

Los resultados obtenidos en la práctica avalan esta impresión negativa del funcionamiento de la Conferencia. La realización de tan sólo tres reuniones en 2001, cuatro en 2002 e igualmente escasas en 2003, muestra de forma fehaciente la contradicción entre la apatía mostrada por este organismo y el interés creciente de estas cuestiones, particularmente, en esos mismos años, tan trascendentales, vividos por el proceso convencional europeo y que han desembocado en la aprobación del TCUE. Por otra parte, los asuntos tratados en esas reuniones han tenido en general una enjundia escasísima y un contenido muy pobre.

Ha quedado demostrado de forma palpable que el sistema establecido en la CARCE se halla muy lejos de constituir un sistema mínimamente operativo y útil, tanto en lo que se refiere a los flujos de información, como en lo relativo a la planificación y programación de sus trabajos, o a la discusión y acuerdo sobre los asuntos tratados, como, por supuesto, a los resultados obtenidos. La CARCE no sólo no ha solucionado ninguno de los asuntos sino que, en muchas ocasiones, ni tan siquiera se los ha planteado. Cuestiones tales como la participación directa de las CA en las diversas instituciones y organismos de la UE (Comisión, Consejo, Parlamento, TJCE, CdR, circunscripciones electorales, etc.) han quedado fuera de su agenda.

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Este panorama se complica notoriamente si tenemos en cuenta la necesidad, dado el peculiar sistema autonómico español, de estructurar, junto al sistema multilateral general, un conjunto de mecanismos bilaterales con determinadas CA. La posibilidad de establecer relaciones bilaterales fue inicialmente prevista en el artículo 3.2 del Acuerdo de institucionalización de la CARCE de 29.10.1992. Posteriormente, la Ley 2/1997 reconoció expresamente en su disposición adicional primera que las cuestiones «que afecten en exclusiva a una comunidad autónoma o que tengan para ésta una vertiente singular en función de su especificidad autonómica, se tratarán, a iniciativa de cualquiera de las partes y de mutuo acuerdo, mediante instrumentos de cooperación de carácter bilateral». Tal eventualidad fue asimismo ratificada en el informe de la ponencia del Senado a la que ya se ha aludido más arriba. Como complemento a tales disposiciones fueron suscritos sendos acuerdos entre el Estado y diversas CA (País Vasco y Cataluña en 1995 y otras CA posteriormente).

3.3. Las reformas y propuestas de reforma

Como ya se ha señalado más arriba, tras las elecciones generales de marzo de 2004, se han abierto importantes expectativas en torno a la posibilidad de un profundo cambio de rumbo en la relación entre CA, Estado central y UE. Tales expectativas aparecen configuradas en torno a cuatro grandes ámbitos de actuación: reforma y dinamización de la Conferencia para Asuntos Europeos; revisión de la Constitución (que abarcaría, cuando menos, la inclusión de la cláusula europea y la reforma del Senado); reforma de diversos estatutos de autonomía (EA); creación de la Conferencia de Presidentes. Tales expectativas han desembocado ya, en algún caso, en documentos concretos. Otras se mantienen como tales expectativas si bien, en algún supuesto como es el de las reformas estatutarias, se han elaborado ya importantes documentos de trabajo que deberán ser sometidos todavía a debates posteriores.

La CARCE ha iniciado, a partir de la segunda mitad de 2004, una actividad muy intensa, como lo demuestra el número de reuniones llevadas a cabo, bien por el Pleno, o bien –sobre todo– por la Comisión de Coordinadores. Tales reuniones han desembocado en la aprobación, en diciembre de 2004, de dos importantes acuerdos: El Acuerdo sobre el sistema de representación autonómica en las formaciones del Consejo de la Unión Europea, y el Acuerdo sobre la Consejería para Asuntos Autonómicos en la representación permanente de EspañaPage 159 ante la Unión Europea y sobre la participación de las comunidades autónomas en los grupos de trabajo del Consejo de la Unión Europea (BOE núm. 64, de 16 de marzo de 2005).

En un rápido repaso5 del contenido de ambos acuerdos pueden destacarse los siguientes aspectos. Con respecto al primero de los acuerdos, el relativo a la participación en el Consejo, el procedimiento de participación se proyecta sobre cuatro de las formaciones del Consejo, a saber: Agricultura y Pesca; Medio Ambiente; Empleo, Política Social, Sanidad y Consumidores; y Educación, Juventud y Cultura. Los asuntos tratados en esas formaciones cubren la mayor parte, aunque no la totalidad, de los temas competencia de las CA. Hay materias que afectan, o bien al conjunto de las CA (ordenación del territorio, transportes, etc.) o bien a alguna comunidad en concreto (concierto económico para los casos vasco y navarro, etc.), que quedan fuera del alcance de esas formaciones. No obstante, se prevé la posible ampliación de esta participación a otros consejos.

La decisión sobre la participación se adopta en la correspondiente conferencia sectorial y no en la Conferencia General para Asuntos Europeos, aspecto criticable si tenemos en cuenta los aspectos negativos derivados de la excesiva sectorialización de los asuntos a la que ya se ha aludido más arriba.

En cuanto al estatus y funciones del representante autonómico designado, cabe distinguir dos momentos diferenciados. En la fase previa a la presencia en el Consejo, corresponde a ese representante la labor de impulso y coordinación en la discusión y adopción de una posición conjunta. En la reunión del Consejo actúa como miembro de pleno derecho de la delegación, si bien bajo la dirección del representante estatal que es quien la preside. Al contrario de lo que sucede en otros países, no se prevé la posibilidad de otorgar al representante autonómico la presidencia de la delegación. Sí se prevé la posibilidad de intervenir en las negociaciones, previa autorización del jefe de la delegación, y con la condición de que exista una posición común previa por parte de todas las CA.

La representación política resulta complementada por el segundo Acuerdo, en el que se regula la participación previa a escala inferior de un responsable técnico en los trabajos preparatorios, tanto en los grupos de trabajo como en elPage 160 COREPER. Ese Acuerdo ha transformado la antigua Consejería en un órgano de dos consejeros designados por las CA por un período de tres años y mediante el sistema de rotación. Tales consejeros quedan plenamente integrados en el funcionamiento de la REPER. Su función primordial es la de realizar el seguimiento de la participación autonómica en los asuntos europeos y, a tal efecto, ejercen funciones de relación con las oficinas autonómicas, median con el resto de consejeros de la REPER y suministran información a las CA sobre las actividades de las instituciones y órganos europeos (Comisión, TJCE, CdR, etc.). Por último, cabe destacar que estos consejeros, como responsables técnicos, se convierten en la vía subsidiaria de participación en las delegaciones en las que no exista un representante autonómico designado por el procedimiento previsto en el Acuerdo de representación en las formaciones del Consejo.

Estos acuerdos de 2004 suponen, sin lugar a dudas, un avance, al menos teórico, con respecto a la situación creada a partir de 1994. No obstante, el diseño perfilado en los mismos es menos avanzado o, si se quiere, más tímido que el establecido en otros estados europeos compuestos, ya que prevé una participación limitada e indirecta.

De una parte, la actividad de las CA en las instituciones europeas sigue resultando condicionada a la existencia de una posición común entre todas las CA –aspecto problemático donde los haya dado el número de CA–, su diferente composición política o sus diferencias competenciales en algunos casos. De otra parte, expresamente se determina que la jefatura de la delegación la ejercerá en todo caso un representante del Estado y, además, la intervención efectiva en las negociaciones por parte del representante autonómico queda condicionada a la voluntad del jefe de la delegación. Ello puede convertir al delegado autonómico en un convidado de piedra que se limita a observar y tomar nota del desarrollo de las negociaciones, y que hace depender su intervención de la “buena voluntad” del jefe de la delegación.

A ello hay que añadir las dificultades ya manifestadas tras los acuerdos de 1994, en lo referente a los flujos de información por parte del Estado: coordinación, impulso de propuestas, periodicidad de las reuniones, la imposibilidad de convocatorias a instancias de las CA, la ausencia de un segundo nivel técnico, aspectos todos ellos que dependen, no sólo de una actitud positiva de colaboración de todas las partes, sino también de fórmulas prácticas reglamentadas que no aparecen detalladas. Tal como establecen los propios acuerdos, la experienciaPage 161 práctica habida a lo largo de 2005 permitirá determinar tanto el alcance real de los mismos como su eficacia, así como los posibles desfases, anomalías y defectos derivados de su aplicación práctica.

Dejando al margen la reforma de la CARCE, conviene, a continuación, establecer algunas reflexiones sobre los otros tres ámbitos de actuación que ya han quedado reseñados más arriba. Este repaso será necesariamente breve y en buena medida prospectivo, dado que, al contrario de lo que ocurre con la CARCE, no disponemos de documentos, al menos definitivos, sobre los mismos. La CARCE tiene vocación de constituirse en el instrumento práctico, la herramienta, que permita regular la participación de las CA en los asuntos europeos. Pero, como tal instrumento práctico, necesita de un marco de referencia al máximo nivel jurídico e institucional.

Como ya se ha indicado más arriba, el texto constitucional estableció un sistema autonómico que tenía efectos sólo en el ámbito territorial interno del Estado. Al mismo tiempo que configuraba un complejo modelo de descentralización política ad intra, mantenía, sin embargo, una estructura unitaria y centralizadora en las relaciones ad extra. Buena culpa de ello la tuvo la expeditiva redacción del artículo 149.1.3 de la CE, que dio pie al mantenimiento de una concepción totalmente decimonónica y simplista de las relaciones internacionales al ignorar la complejidad y variedad de supuestos susceptibles de ser acogidos bajo esa rúbrica.

La posterior evolución de la doctrina, la jurisprudencia constitucional (particularmente a partir de la STC 165/94) y la praxis política han hecho aconsejable la necesidad de recoger, al más alto nivel, la llamada cláusula europea, que se incluiría en el artículo 93 de la CE. Tal cláusula es imprescindible pero insuficiente, en mi opinión. No se trata tan sólo de mejorar el fundamento habilitante de la integración europea en España, fundamento plenamente asumido por todos en el momento actual.

El objetivo que debe perseguirse con la reforma es el de acabar con esa contradicción ya indicada entre el reconocimiento constitucional de una estructura autonómica ad intra y el mantenimiento constitucional de una estructura unitaria ad extra, en este último caso, tanto a escala internacional como, especialmente, a escala de la UE. No es éste el lugar para hablar de los cambios derivados, en los últimos años, del proceso de globalización e internacionalizaciónPage 162 en el que nos hallamos inmersos y de su incidencia sobre los sistemas políticos estatales. En lo que aquí interesa, nos basta con recordar la distinción efectuada por nuestro Tribunal Constitucional entre el concepto de derecho internacional estricto y las actividades transnacionales. Tales actividades, señala el TC, «son aquel conjunto de actividades y contactos que, aun teniendo dimensión internacional, no originan obligaciones inmediatas, no suponen ejercicio de la soberanía, no inciden en la política exterior del Estado, y no generan responsabilidad política de éste frente a otros estados. Por ello, las CA se hallan perfectamente legitimadas para llevar a cabo tales actividades transnacionales».

Por ello, junto a la cláusula europea del artículo 93, debería incluirse una cláusula externa o internacional en el artículo 149.1.3. La Constitución de 1931 nos ofrece, sin ir más lejos, un excelente modelo de inclusión de cláusula externa perfectamente compatible con la unidad del Estado. La inclusión de ambas cláusulas permitiría superar esa contradicción entre lo interno y lo externo (incluido en este último caso lo europeo) vigente en nuestro texto constitucional.

Siguiendo en el ámbito constitucional, no hace falta insistir sobre la necesidad de abordar, de una vez por todas, la tantas veces reclamada como aplazada reforma del Senado. No voy a detenerme en la cuestión del papel de la cámara alta en la participación de las CA en los asuntos europeos, cuestión que, en buena medida, dependerá de la reforma global del Senado. Tan sólo quisiera apuntar dos cuestiones. La primera es la de recordar las interesantes propuestas formuladas en el año 1995 por el Informe de la Ponencia sobre el papel y funciones de los entes territoriales en el futuro de la Unión Europea. Muchos de aquellos materiales pueden resultar útiles en el momento actual. En segundo lugar, la aprobación del TCUE y, más en concreto, del Protocolo anejo dedicado a la aplicación de los principios de subsidiariedad y proporcionalidad, en cuyo apartado 4 se establece un sistema de alerta de la subsidiariedad en el que deben intervenir necesariamente los parlamentos nacionales y, subsidiariamente, los parlamentos regionales, hacen imprescindible tal reforma con la mayor brevedad posible.

Por razones obvias, la reforma del Senado deberá ir encaminada a regular adecuadamente la participación de las CA en las funciones propias de cualquier cámara parlamentaria de carácter territorial: función legislativa, función de control y función presupuestaria. Es en este ámbito donde deberá regularse elPage 163 papel del Senado en lo que hace referencia a la participación de las CA en la UE. La CARCE, por su parte, debe moverse –de hecho ya lo está haciendo– en el ámbito de las decisiones ejecutivas tanto políticas como sobre todo administrativas, es decir, en el día a día de la relación entre CA, Estado y UE. A fin de cerrar adecuadamente esa estructura institucional, resulta imprescindible complementar la labor de ambas instituciones con la existencia de un tercer organismo o institución encargado de dinamizar, diseñar y establecer las grandes líneas maestras por las que debe regirse la relación entre las CA, el Estado y la UE. Dicho de otro modo, resulta imprescindible la existencia de un órgano encargado del indirizzo político que sirva de catalizador de las decisiones y reformas de gran calado constitucional. Me refiero, obviamente, a la Conferencia de Presidentes de las CA.

La práctica llevada a cabo hasta ahora por la CARCE ha demostrado de forma fehaciente el excesivo peso mantenido por el Estado a la hora de dinamizar, configurar y decidir las actuaciones en el seno de la misma. Desde mediados del año 2004, la CARCE ha pasado de ser un organismo en estado de semiagonía a un órgano activo pleno de actividades y proyectos, y todo ello sin que se haya producido ni un solo cambio ni en la estructura ni en la composición de la misma. Ello demuestra de modo fehaciente, como bien señala Roig Molés, el carácter esencialmente vertical y dependiente de la posición del Estado de una conferencia que sobre el papel debería funcionar también, y fundamentalmente, a partir del impulso y posiciones propias de las CA. De ahí la necesidad de establecer mecanismos de carácter horizontal al más alto nivel, mecanismos que pueden configurarse en torno a la Conferencia de Presidentes, sin perjuicio de otras estructuras de segundo nivel. Tenemos a tal respecto en el derecho comparado, además de ejemplos ya clásicos o tradicionales como son el caso de Alemania y Austria, otros ejemplos más recientes y no menos interesantes como el de Suiza. En este último país se creó en 1993 una Conferencia de Presidentes de Gobiernos de los Cantones, la cual ha desempeñado un papel decisivo en la reforma constitucional de 1999, en la elaboración de leyes federales, en materia de financiación territorial o, en lo que aquí interesa específicamente, en el diseño de la política internacional y europea de Suiza.

Es de esperar, por todo ello, que la realización, hasta ahora, de la primera y única reunión de la Conferencia de Presidentes Autonómicos con el presidente del Gobierno, no sea un acontecimiento aislado y tenga continuidad, además de contenido real, en el futuro.

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A fin de acabar este breve repaso, conviene hacer referencia, siquiera brevemente, al último, pero no por ello menos importante, ámbito de actuación de las relaciones entre las CA y la UE. Me estoy refiriendo, obviamente, a las posibles reformas de los textos estatutarios. A expensas de lo que puedan dar de sí tales reformas, sí cabe señalar una serie de consideraciones de carácter general. En primer lugar, resulta evidente la insatisfacción generalizada de las CA sobre el diseño y la praxis actuales del sistema autonómico. Una buena prueba de ello la constituyen los sucesivos anuncios, en algunos casos propuestas ya concretas, de reforma planteadas por numerosas comunidades. Una de las causas fundamentales de esa insatisfacción la constituye, precisamente, el tratamiento de la participación de las CA en los asuntos europeos.

En segundo lugar, todos los textos de propuesta hasta ahora conocidos inciden de forma unánime, aunque con matices e intensidades diversas, en la necesidad de garantizar ese derecho a la participación en el proceso de integración europeo.

En tercer lugar, no tiene por qué ser necesariamente negativo que tales propuestas establezcan fórmulas, perfiles o intensidades distintas. Bien al contrario, es sin lugar a dudas el texto estatuario el locus más adecuado para establecer los aspectos específicos que diferencien a las diversas CA entre sí. No es éste el lugar para incidir sobre el debate en torno al concepto del hecho diferencial, en el que se sustentan las relaciones de carácter bilateral. Es cierto que bajo el mismo subyacen realidades muy diversas. Sin embargo, más allá de los matices –en cierto caso importantes– en torno a su contenido, lo que importa reseñar aquí son dos aspectos. En primer lugar, que el hecho diferencial supone un hecho constitucional objetivo reconocido y recogido por la Constitución y los estatutos de autonomía. En segundo lugar, que ese hecho se concreta en una serie de competencias específicas conectadas con las lenguas propias, los derechos históricos, el derecho civil, etc. La asimetría, por lo tanto, no alude a situaciones de hecho o a relaciones políticas, sino a la diversidad en la posición jurídica de las diversas comunidades autónomas.

Cuanto acabo de señalar no significa que los estatutos de autonomía deban recoger en sus textos, única y exclusivamente, los aspectos bilaterales que afecten de modo específico a esa comunidad, ni que las otras instituciones o textos de carácter general que ya han quedado citados deban obviar las relaciones bilaterales. Los estatutos deben recoger o articular también los aspectos de carác-Page 165ter general o multilateral reguladores de la participación de las CA en los asuntos europeos y, por su parte, los organismos o instituciones de carácter general deberán tener en cuenta, también, los hechos diferenciales y arbitrar consecuentemente las medidas oportunas. No es menos cierto, sin embargo, que los estatutos de autonomía son, como ya he dicho, el lugar más apropiado para establecer estos aspectos diferenciadores que afectan de forma concreta a una comunidad autónoma y no tienen por qué afectar a otras.

De ello se deriva la necesidad de no caer en una doble tentación. De una parte, y dada la dificultad para plasmar normativa e institucionalmente la diferencia, la tentación de considerar la homogeneidad como una solución prácticamente inevitable. De la otra, la tentación de establecer una heterogeneidad, o para ser más exactos, una bilateralidad al margen del diseño global. Frente a esa doble tentación, se impone la necesidad de buscar fórmulas de equilibrio respetuosas con los hechos diferenciales y, al mismo tiempo, acordes con los principios generales configuradores de nuestro sistema autonómico.

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[1] En junio de 2005, cuando se estaba redactando esta ponencia, se ha conocido que la UE va a admitir el uso en las instituciones comunitarias de las lenguas cooficiales españolas. Las mismas no tendrán reconocimiento oficial pero podrán ser utilizadas por los ciudadanos para dirigirse a la Unión y por los representantes autonómicos para hablar en las reuniones.

[2] La toma en consideración del nivel regional hubiera podido ser más enjundiosa dando un mayor protagonismo a los parlamentos regionales con competencias legislativas en el ámbito del control político ex ante de la aplicación del principio (no haciéndolo depender de la voluntad al respecto de los parlamentos nacionales); regulando de forma más generosa la participación directa, o indirecta a través del CdR, de esos entes regionales en el procedimiento de control jurisdiccional del principio de subsidiariedad, y ampliando los temas de consulta obligatoria al CdR. Yendo todavía a extremos más ambiciosos, cabría lamentarse por el hecho de que se haya perdido una oportunidad constituyente para reconocer y garantizar, de forma inequívoca, la efectiva extensión del principio de subsidiariedad hasta el escalón de los entes subestatales con competencias legislativas.

[3] A pesar de su negativa inicial, la comunidad autónoma vasca terminó por suscribir el Acuerdo el 30 de noviembre de 1995.

[4] BOCG, de 21.12.95, Sección Senado, Serie 1, n.º 360.

[5] Para un análisis con profundidad, puede verse E. Roig Molés (2005), p. 602-623.

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