De nuevo sobre El fenómeno estoico en la sociedad antigua

AutorCarlos García Gual
Páginas174-182

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He vuelto a releer este libro sobre la historia y la ideología del estoicismo antiguo con la misma admiración de la primera vez, hace ya 35 años.1Sigo pensando que el estudio crítico de Gonzalo Puente Ojea cubre muy bien lo que ha sido un notable vacío en el enfoque y la interpretación de la larga tradición de la filosofía estoica. Una tradición que se caracterizó, en su dilatada impronta histórica de unos cinco siglos, por los cambios de doctrina y las renovadas perspectivas, un rumbo que se suele explicar en los estudios usuales por la variada personalidad de los representantes más destacados de esta escuela de pensamiento, desatendiendo los respectivos contextos y las manipulaciones ideológicas de cada época. Gonzalo Puente Ojea nos lo advierte bien desde su planteamiento inicial, y lo apunta con claridad en una nota donde enjuicia uno de los más conocidos estudios, un extenso trabajo de conjunto, libro fundamental y ya clásico, sobre la escuela y los representantes de la Stoa:

Quizás el defecto del excelente trabajo filológico de Max Pohlenz, en su monumental obra Die Stoa. Geschichte einer geistigen Bewegung (Götingen, 1959; traducción italiana de V.E. Alfieri, Florencia, 1967), radica en no haber subrayado adecuadamente las metamorfosis de la función ideológica del estoicismo. Este defecto es, por lo demás, inherente a todos los trabajos sobre este movimiento filosófico, salvo contados atisbos de algunos estudiosos del mundo helenístico y romano [op. cit., p. 34, n. 42].

Me parece que esa advertencia sigue siendo válida para la generalidad de los estudios posteriores sobre la Stoa. El libro de Gonzalo Puente ha tenido, en mi opinión, mucho menos eco del que merecía, al menos en el mundo académico y el europeo. Algo, por lo demás, que si bien no deja de ser injusto, no es raro. Los filólogos y estudiosos del mundo antiguo de más allá de nuestras fronteras no leen el español ni citan ensayos o libros escritos en nuestra lengua, por un arraigado y cómodo prejuicio. Añadamos que muchos estudiosos atienden más al análisis minucioso de los textos y figuras de los grandes pensadores de la filosofía, situados cómodamente dentro de un enfoque tradicional, que a plantearse nuevas perspectivas intelectuales sobre las claves críticas con nuevas ideas en la evolución de una escuela como la estoica. Por otra parte, es probable que el enfoque marxista del estudio tampoco haya favorecido su difusión.

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De todos modos vale la pena comenzar recordando que el principio básico del que parte el análisis marxista de este libro resulta de una indiscutible claridad, incluso para cualquier lector no marxista:2«Dentro de su unidad temática esencial, las ideologías estoicas, como toda construcción intelectual, son apenas comprensibles -en su motivación profunda y en su operación práctica- si se las aísla de la compleja urdimbre de la situación histórica en que surgen. Atendiendo a esa incardinación histórica concreta, el pensamiento estoico aparece cumpliendo sucesivamente funciones sociales y políticas diversas, de modo que es lícito hablar de ideologías en el seno de ese gran movimiento intelectual» (op. cit., p. 34).

De manera que despreocuparse de las influencias históricas del contexto en las significativas desviaciones e innovaciones de la doctrina estoica argumentando simple-mente que tales cambios se deben sólo a la personalidad de uno u otro pensador concreto es quedarse en la superficie de los hechos y contentarse con una explicación miope y de escaso calado. Porque, como es sabido, las variaciones en ese robusto credo filosófico, que parecía construido desde un comienzo como un sistema intelectual y dogmático muy bien trabado, resultan, en efecto, sorprendentes.

Y aún parecen más intrigantes cuando se compara esa evolución ideológica del estoicismo con la tradición de su escuela rival: el epicureísmo, que se mantuvo inmutable en sus principios y su exposición sistemática fiel hasta el final a las enseñanzas de su único y genial maestro. Lo que podría explicarse, al menos en parte, destacando cómo el estoicismo intentó pronto una implicación social que rehuía de modo expreso la secta filosófica fundada por Epicuro, con su invitación reiterada a una vida tranquila, apartada del trepidante trajín de la política, en busca de una felicidad serena e individual lejos del mundanal ruido.3En cambio, los filósofos fundadores de la Stoa se pusieron a predicar su doctrina de salvación en la plaza pública, en los soportales del ágora, en medio del ajetreo ciudadano ante el Pórtico Pintado (la famosa Stoa Poikíle), mientras que los epicúreos se refugiaban, callados, discretos y cautelosos, en el ámbito privado de su jardín, protegido por sus muros, en un barrio marginal de Atenas. Y, desde luego, Zenón de Citio, el astuto meteco fenicio, logró gracias a sus enseñanzas una respetable posición hasta el punto de ser honrado a su muerte con un espléndido decreto honorífico y con la construcción de «un sepulcro en el Cerámico a costas del erario público». No deja de ser un hecho un tanto paradójico el que la ciudad de Atenas, tantas veces recelosa e injusta con los filósofos, que trató tan mal a Anaxágoras, Sócrates y Aristóteles, decretara entonces grandes honores fúnebres a Zenón de Citio, premiando así, tan ejemplarmente, «sus lecciones de virtud y sabiduría moral» (según Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos ilustres, VII, 10).

A diferencia de la ética epicúrea, tan individualista, y tan poco aprovechable políticamente, la doctrina de Zenón aporta, de entrada, un ambiguo optimismo y una especie de esperanza colectiva (o de resignación, algo también útil a la comunidad). Afirma, en

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efecto, que el mundo está bien hecho, en su conjunto, y que el todo tiene un sentido (pese a las aparentes desdichas particulares), como sabe el verdadero sabio. En esa mirada al todo absuelve a la realidad social de sus injusticias accidentales. Como dice Puente: «La visión del mundo, por su propia naturaleza y por la orientación final que imprime a la conducta humana, conduce a la aceptación de la realidad en todos sus niveles, incluido el orden social y político. La virtuosa ética estoica postula una vocación humanizadora y de espiritualización de las relaciones comunitarias, y un ideal de justicia; pero la vivencia del destino (heimarméne) y la creencia en un logos ordenador (prónoia) imponen, a la postre, una voluntad incesantemente renovada de conformidad con las eventualidades cotidianas en cuanto signos de la arcana disposición natural».4Esa creencia estoica en un Lógos divino, providencial y cósmico, racional y armónico, puede inspirar una oportuna confianza y un ambiguo consuelo a quien se siente perdido en un mundo donde la antigua fe en la comunidad y los ideales cívicos se ha diluido. De ahí la gratitud que la ciudad quiere manifestar hacia Zenón y los suyos. (Epicuro afirma, por el contrario, que el universo es azaroso y que la vida humana, amenazada por los temores, la insensatez y la violencia, carece de otro sentido en este mundo de átomos que el que el individuo pueda darle buscando para sí mismo placer y serenidad, y evitando con una sabiduría -prudente y marcadamente egoísta- la necedad colectiva y el sufrimiento propio.)

La definición del ser humano como zôon koinonikón, como bien señalaba Puente Ojea, es muy característica de la actitud estoica ante la sociedad. Históricamente la polis ha quedado atrás; ya no puede ser considerada como la forma perfecta de la sociedad humana, como afirmaba Aristóteles al comienzo de su Política. Ahora es el amplio mundo entero -o, al menos, el mundo civilizado-, la tierra oikouméne, el marco donde se despliega la sociabilidad, koinonía humana, basada en el logos común, que hace a todos los seres humanos seres fraternos en cuanto partícipes e hijos de esa Razón Universal, el Lógos. Koinonía significa «comunidad» y «comunicación», y ya Aristóteles decía que era la función principal del logos, que es, a la vez, palabra y razón. La superación de las viejas barreras políticas supone un...

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