Nuevas fórmulas para combatir la contratación temporal: la indemnización por daños y perjuicios

AutorBorja Suárez Corujo
CargoProfesor Titular de Derecho del Trabajo y Seguridad Social (Universidad Autónoma de Madrid)
Páginas209-221

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1. Los perjuicios derivados del recurso “abusivo” de la contratación temporal

Aunque la dramática destrucción de empleo como consecuencia de la gravísima crisis económica ha provocado como efecto colateral una reducción significativa del nivel de temporalidad, este sigue siendo uno de los problemas centrales del mercado laboral en España. Su desmesurado peso –casi uno de cada cuatro empleados tiene un contrato temporal1– produce “perniciosos efectos” en muy diversos planos, desde el individual –peores condiciones de trabajo, mayor vulnerabilidad, riesgo de enquistamiento de la temporalidad– al general –desequilibrio del mercado laboral y lastre para la actividad económica–2.

Pero lo más grave es que todo parece indicar que en el corto y medio plazo, al menos esta temporalidad está llamada a seguir teniendo un peso decisivo en nuestro modelo de relaciones laborales, con todo lo que ello implica en términos de precariedad, como consecuencia de una triple circunstancia.

En primer lugar, a la luz de lo acaecido en crisis económicas anteriores es razonable anticipar que la recuperación de la actividad productiva y su plasmación en creación de empleo habrá de pasar por el incremento de la contratación temporal en cuanto primera opción para empresarios “cautelosos” poco dispuestos a asumir el mayor compromiso que suponen los contratos indefinidos.

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Una segunda circunstancia relevante tiene que ver con el marco normativo en materia de contratación. No sólo porque en verdad no haya variado sustancialmente respecto de la regulación jurídica de mediados de los noventa; sino porque los últimos cambios recientemente introducidos apuestan, ante unas cifras de paro insoportables, por soluciones que han resultado perversas en el pasado. Se cae así en la tentación de la búsqueda de empleos a cualquier precio o –mejor– al precio de un agravamiento de la precariedad. Las dos grandes iniciativas norma-tivas de 2013 –la Ley 11/2013, de 26 de julio, de medidas de apoyo al emprendedor y de estímulo del crecimiento y de la creación de empleo (antes, Real Decreto–ley 4/2013, de 22 de febrero) y el Real Decreto–ley 16/2013, de 20 de diciembre, de medidas para favorecer la contratación estable y mejorar la empleabilidad de los trabajadores constituyen la mejor ilustración de esta orientación equivocada.

Por último, debemos ser conscientes de que la elevada temporalidad, como mal endémico de nuestro mercado de trabajo, responde a muy diversos factores relacionados con el tipo de actividad económica que se desarrolla en España, con el tejido productivo, pero también –y no es una cuestión menor– una (mala) cultura empresarial que recurre de manera intensiva y en muchos casos injustificada a la contratación temporal, y frente a la cual los poderes públicos se limitan a articular respuestas excesivamente leves que apenas consiguen mitigar el problema.

Frente a ello hay que subrayar que el tipo de causa que sustenta el contrato de trabajo es clave para el equilibrio de la relación laboral. Y en este sentido la estabilidad3en el empleo del trabajador, derivado del reconocimiento del derecho al trabajo en el artículo 35.1 CE4, se presenta como un principio rector, vertebrador, del ordenamiento jurídico–laboral propio de un Estado social y democrático de derecho y que como tal constituye un presupuesto básico para el efectivo ejercicio de los derechos laborales durante la vigencia del contrato.

2. El fracaso de la legislación laboral en la corrección de esta patología

En mayor o menor medida, todas las grandes reformas laborales desde 1994 han tratado de reducir el peso de la temporalidad y de combatir la contratación temporal injustificada5. Como es sabido, los resultados son claramente insatis-

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factorios –sólo la crisis con la consiguiente destrucción de empleo han rebajado el número de trabajadores temporales–, un fracaso que quizá pueda explicarse por el modo en el que se orientan las políticas dirigidas a la consecución de esos objetivos.

Como principal orientación, la mayor parte de las actuaciones han puesto un especial énfasis en una vía indirecta de reducción de la temporalidad: el estímulo de la contratación indefinida. Para ello se ha apostado por la rebaja de los costes de los contratos estables a través de dos vías fundamentalmente: una, las bonificaciones/reducciones en las cuotas empresariales a la Seguridad Social, que hoy se encuentran en (relativa) regresión tras constatarse el efecto de “peso muerto” producido por su generalización; y otra, la reducción de la indemnización empresarial por despido injustificado, rebajando su cuantía y eliminando en la práctica los salarios de tramitación.

Lo cierto es que a estas alturas debería tenerse claro que este es un planteamiento fracasado. El escaso ‘éxito’ que ha tenido el contrato indefinido de apoyo a los emprendedores de la Ley 3/20126, una modalidad de rescisión libre y a coste cero durante todo el primer año, pone de manifiesto esa querencia –casi irracional– de los empresarios a la contratación temporal y, en consecuencia, la necesidad de recurrir a fórmulas distintas para su corrección.

Tales fórmulas pueden ser variadas y articularse desde ámbitos diversos. Dejando a un lado las respuestas sancionadoras de naturaleza administrativa7, lo que ahora interesa son las medidas que, de conformidad con una segunda línea orientadora, tratan de restringir la contratación temporal y evitar una utilización abusiva de este tipo de modalidades. Sin embargo, de nuevo aquí los resultados son manifiestamente insuficientes8.

Esta insuficiencia en el plano contractual (laboral) responde, ante todo, a la escasa ambición de los límites fijados a la contratación temporal: ¿qué otra cosa puede decirse del contrato de obra o servicio determinado sometido a una duración máxima de cuatro años –tres más uno por convenio colectivo– ex artículo 15.1, a) ET? La misma valoración negativa puede hacerse de la excesiva ‘gravosidad’ de los requisitos exigidos para la aplicación –ahora recuperada tras su inexplicable suspensión– de la prohibición del encadenamiento de contratos temporales durante más de ¡dos años! (artículo 15.5 ET). En fin, el mismo tono

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crítico hay que utilizar para referirse a otras manifestaciones como la tibia respuesta del ordenamiento ante el incumplimiento de la obligación de dar de alta en la Seguridad Social9o a la laxa –y, en cierta medida, ineficaz– previsión sobre el fraude de ley en la contratación temporal (artículo 15.3 ET).

Por ser justos habría que puntualizar que el legislador –impulsado desde gobiernos de orientación ideológica distinta– no ha estado sólo en esta lucha ineficaz contra la temporalidad. En efecto, la interpretación jurisprudencial de estas previsiones normativas también resulta manifiestamente insatisfactoria por la aplicación de un criterio interpretativo ‘originalista’ de nefastas consecuencias –un buen ejemplo sería la admisión pacífica de la vinculación entre temporalidad y descentralización productiva– o un exceso de prudencia en el control la utilización abusiva de los contratos temporales.

Una de las mejores expresiones de este timorato criterio jurisprudencial es el relativo al control de legalidad en los supuestos de encadenamiento de contratos temporales. En este sentido, cabe anotar que pese a la progresiva extensión de ese control judicial en este tipo de supuestos el resultado práctico sigue siendo muy limitado. Así, es cierto que desde hace algún tiempo se admite el examen de legalidad de toda la cadena de contratos, incluso cuando la interrupción entre dos de ellos es superior a veinte días, siempre que se acredite una actuación fraudulenta del empresario y que pueda apreciarse la “unidad esencial del vínculo laboral”10. Pero el Tribunal Supremo se ha mostrado muy celoso a la hora de valorar la concurrencia de este último aspecto, hasta el punto de llegar a considerar que la celebración de más de una veintena de contratos en un periodo de seis años cuando ha habido periodos de inactividad de varios meses que incluyen algunos durante los cuales se percibieron prestaciones por desempleo rompe esa unidad de contratación11. Y lo hace desde el sorprendente convencimiento de que “… lo contrario [la presunción de la existencia de unidad de contrato] implicaría la imposición de una carga injustificada al empleador por utilizar reiteradas veces los servicios del mismo trabajador”.

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No cabe sino hacer una valoración muy crítica de esta actuación tan poco decidida de los Tribunales en esta materia, algo que les hace en parte responsables del ‘desaguisado’ que produce la temporalidad en nuestro mercado de trabajo. Debe tenerse en cuenta, además, que incluso si estuviéramos dispuestos a conceder que esta orientación interpretativa podía (tratar de) explicarse en un marco normativo en el que el despido era más caro y la extinción por causas empresariales más exigente, ahora nos encontramos con un escenario muy distinto: esa coartada ha desaparecido, en la medida en que la “ruptura” laboral de 2012 –la citada Ley 3/2012– introduce cambios sustanciales en la regulación de la extinción de los contratos indefinidos que favorecen la posición empresarial. Así, la traslación del paradigma de flexibilidad a los mecanismos de salida del mercado de trabajo a través de la reducción de los costes del despido –improcedente–, la eliminación de la autorización administrativa en el despido colectivo o la nueva...

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