Noticia de libros

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Klaus Gerteis, Die deutscben Stadte in der Früben Neuzeit, Wissensschafliche Buchgesellschaft, Darmstadt 1986, 216 pág.

Con no poca frecuencia, las instituciones o, en general, las realidades políticas y jurídicas son objeto de estudio atento y, por ende, mayoritariamente conocidas en los que pudieran considerarse sus momentos estelares. Son fases de esplendor, coyunturales en no pocas ocasiones, cuando no son destellos fugaces y quizá por ello más llamativos. Tampoco es extraña en esos momentos la presencia de una normativa más o menos novedosa -desde nuestra perspectiva actual, avanzada- que se constituye por ello en el eje de atención, sin valorar en muchos casos su real opera-tividad y alcance. Todo ello hace que, de ordinario, el grado de conocimiento no resulte parejo en torno a otras fases históricas desde luego menos trepidantes pero de no menor trascendencia. El interés, ciertamente, decae por lo general ante dilatados períodos aparentemente oscuros, letárgicos.

Precisamente la singular longitud de estas fases y la aparente monotonía y languidez en la sucesión de hechos de por sí irrelevantes es lo que posibilita la gestión y lento desarrollo de cambios estructurales, conformadores, susceptibles de afectar la misma médula de una institución que tiempo después se mueve con nuevos bríos. En la base de cualquier cambio, cuando no convulsión histórica, se encuentra por lo común un extenso y larvado proceso de transformación del sustrato. Su estudio resulta de singular utilidad, pues al ser períodos estirados en la historia se perciben en ellos con mayor nitidez los diferentes elementos y componentes en su más real capacidad conformadora y cabe valorar su peso específico con más exactitud.

Las ciudades, como es bien sabido, conocen en el occidente europeo un momento de singular esplendor durante la época bajomedieval. Se abre tras él un lento período de deterioro y decadencia que, sin embargo, en el caso de Alemania, parece verse súbitamente superado a principios del siglo XIX en el marco de las reformas que se acometen bajo la dirección de Stein y Hardenberg. Como con carácter general se ha significado, es frecuente que el destello de una realidad se conecte con una normativa innovadora y singular; como lo es sin duda, en el caso que nos ocupa, la Stád-teordnung de 19-XI-1808 que tiene, por lo demás, una paternidad claramente reconocible en el barón von Stein -aunque la redacción material corriera a cargo de sus colaboradores, Frey señaladamente-, En la StadteordnungPage 296 se ha visto, bien formado ya en sus rasgos más característicos, el embrión de la autonomía municipal alemana - como mantuvo Gónnenwein en su conocido Tratado de Derecho Municipal, del que hay edición castellana debida al Instituto de Estudios de Administración Local-, aunque ya Heffter en su excelente estudio sobre la autoadministración alemana en el siglo XIX, von Un-ruh o, mucho más recientemente, Stober, sin dejar de reconocer la indudable trascendencia de la reforma, no son tan categóricos y advierten una cierta solución de continuidad entre ese momento y la actual situación. Las reformas que en materia de Administración Local se desarrollan en la época bismarc-kiana, en plena revolución industrial, y que deben a Gneist sus más firmes apoyos doctrinales, no tienen menor significación que las de Stein y, aunque sólo sea por su proximidad geográfica y mayor afinidad de entorno, ofrecen claves quizá más seguras para la comprensión del panorama presente.

Lo cierto es que la Stadteordnung, sus fundamentos ideológicos y sus pretensiones en el plano político y jurídico, han dado lugar -despertando, también el interés de la doctrina española: Mijares, Nieto, Martín Mateo, García Fernández- a una abundantísima literatura en Alemania, que en no pocas ocasiones ha adquirido un tono apologético y acalorado en la defensa de las tesis sobre el cuño, influencias y raíces que cabía advertir en la obra de Stein. Los aparatosos trabajos de Lehmann o Meier, publicados en el primer tercio del presente siglo, son quizá la muestra más significativa de una polémica -nunca cerrada y por ello en buena parte abandonada- que se concentra en torno a un momento, estelar ciertamente, que soporta de esta manera una sobrecarga de estudio y atención conducente a eclipsar procesos precedentes o contemporáneos no tan fácilmente individualizables, pero tal vez más es-clarecedores. La Stadteordnung de Stein sólo entra en vigor en determinadas provincias de Prusia -aunque la generalizará la Revidierte Stadteordnung de 1831, que contiene, por cierto, significativas correcciones-, Estado con importantes residuos feudales que se dejan sentir con fuerza en su aparato burocrático y militar. Paralelamente en el sur de Alemania -en especial Baviera donde destaca la interesante figura del conde de Montgelas-, más abierto a corrientes liberales y en el que florece el primer constitucionalismo germánico, ofrece primeramente modelos centralizados en el plano local, que evolucionan hacia sugestivas formas de cooperación y asociacionismo municipal.

Uno de los reproches que desde el sur se le hacen a Prusia es el de ser un país colonial, sin Edad Media (Nadler), lo que desde luego complica la comprensión de la reforma autonomista de Stein, con lo que ganan ya interés de antemano estudios como los que se desarrollan en el libro de Klaus Gerteis, profesor en la Universidad de Treveris, con el mérito singular de la síntesis clarificadora de la historia urbana entre los años 1500 y 1800; período de crisis -no tan profunda, según el autor, como tradicional-mente se ha venido afirmando-, pero también de lentas transformaciones que acabarán por alterar sustancialmente la faz y significación de las ciudades con respecto a la época medieval. La obra ofrece una panorámica completa de la realidad urbana en estas tres centurias abarcando aspectos relativos el desarrollo económico, demográfico y ordenación del espacio y dedica una atención preferente al marco político y jurídico.

Ese entorno se halla inicialmente caracterizado por la presencia de un dua-Page 297lismo en lo que a centros de poder su-pramunicipales se refiere: por un lado el Reich, por otro los señoríos territoriales (Landesherrschaften) bajo el dominio de los príncipes y nobles; los dos con ¡la capacidad suficiente -apoyada en ele- mentos espirituales, la idea de imperio !y la defensa de la cristiandad, el primero y en la cercanía material del poder los segundos- para mantenerse en tensa coexistencia, pero sin la punta de fuerza necesaria para imponerse, alguno de ellos, de forma hegemónica. Esta situación generará a su vez una marcada dualidad en la posición y régimen jurídico de las ciudades en función del poder al que se vinculan: al imperio -Reichsta'd-te, «Liberae Imperii Civitates»- o a los príncipes -Territorialstadten. El largo período estudiado por Ger- teis muesta en general un lento pero bien perceptible proceso de deterioro de la autonomía urbana; de los diferentes planos en que se desenvuelve cabría destacar, fundamentalmente, tres.

En primer lugar, hay que considerar una realidad que, por prosaica que pue- da parecer y no case desde luego con visiones románticas de la vida municipal, no deja de ser bien constatable entonces y ahora: la inviabilidad de la autonomía sin la necesaria cobertura financiera. Las deudas contraídas con ocasión de la guerra de los treinta años se saldaron en muchos casos con la total sumisión al poder de los príncipes cuando la paz de Westfalia pone de manifiesto la incapacidad del imperio para someter a estos últimos de forma real y efectiva.

Por otro lado, se toman en consideración las concepciones doctrinales que sustentan destacados juristas del momento que, en sintonía con J. Bodin y apoyándose en el sólido armazón técnico del derecho romano, jugarán en favor de los poderes superiores y en contra de los considerados particularismos urbanos. Es así como se gesta la doctrina -desarrollada en la ingente obra de JJ. Moser- del «gemeinen Bester», del bien común, entendido como bien general -tan próxima a expresiones de nuestros vigentes textos legales- cuya satisfacción al príncipe incumbe y que justificará su determinante intervención en el ámbito ciudadano. El Código prusiano (Allgemeine Landrecht) de 1794 confirmara estos planteamientos al catalogar a las ciudades como instituciones estatales que bajo la forma de corporación tienden a la satisfacción de fines estatales.

Esta afirmación del príncipe en la era absolutista irá acompañada del desarrollo de una burocracia profesional que destacará determinados elementos en las ciudades, interviniendo prioritariamente en su administración financiera, fuente de ingresos nada desdeñable para unos Estados cuya consolidación en las coordenadas absolutistas de la época reclama inmensos gastos para la formación y mantenimiento de su espina dorsal: un aparato burocrático independiente de los estamentos y un ejército permanente.

Este proceso de erosión de la autonomía municipal afectará por igual a las Reichstádte -de 105 que tenían esta condición, tan sólo Ausburgo, Bremen, Frankfurt, Hamburgo, Lübeck y Nu-remberg conservarán un estatuto de real autonomía a principios del siglo XIX- y a las Territorialstadte que, según Ger-teis, se verán así equiparadas en lo que pudieran calificarse sus perfiles externos. Pero, además, en la organización y distribución interna de poder de las primeras -singularizadas en este punto por modelo representativo de corte un democrático- se operará una trascendente evolución.

La organización de estas ciudades se centraba de ordinario en el Rat o Con-Page 298sejo, que era la representación directa de la comunidad municipal y, al mismo tiempo, la autoridad superior en el plano administrativo. Estas dos funciones se irán progresivamente diferenciando y para las segundas, meramente ejecutivas, será muy frecuente la formación de un Rat reducido -a modo de comisión permanente-, con miembros vitalicios, que tenderá a ser monopolizado por el patriciado urbano y a desligarse de responsabilidades frente al Rat general, cada vez más raramente convocado. En la tutela preferente de sus propios intereses de clase, ese patriciado no tendrá inconveniente alguno en pactar con el príncipe, que accederá por esta vía a fortalecer su posición sobre las ciudades.

José Esteve Pardo

José M. Baño León, Las Comunidades autónomas en la Comunidad Europea, Valencia, Generalidad Valenciana, 1987. 118 pág.

El presente libro es una nueva muestra del interés que su autor siente por los temas que se suscitan en torno al Título Vin de la Constitución. Nueva muestra, porque ya había dado pruebas de ello en su excelente tesis doctoral -de, parece, inminente publicación- así como en sendos artículos aparecidos en el núm. 54 de la REDA.

La obra se inscribe en la línea de reflexión que surge a partir del desplazamiento sucesivo -centrífugo y centrípeto- de que ha sido objeto el poder en España, a cuenta de la creación de las Comunidades autónomas y de la posterior entrada en la Comunidad Europea, fenómeno que ya apuntó en su día García de Enterría y que tiene como vértices la Comunidad Europea, el Estado y las Comunidades autónomas.

El libro es el fruto maduro que exhibe el aprovechamiento que su autor ha extraído de su estancia de dos años en la República Federal de Alemana, becado por la Fundación March; allí existe un problema similar con los Lander, como en Italia lo es con las Regiones. No obstante, las soluciones alcanzadas en uno y otro caso denotan el adelanto alemán sobre Italia -como indica

Muñoz Machado- y hacen más interesante el trabajo, que puede ser visto como el de un observador de las cuestiones que en el Estado de las autonomías se suscitan, contempladas desde la experiencia de otro país miembro de la Comunidad Europea.

El simple repaso del índice o incluso de la rotulación de los cinco capítulos en que se estructura este libro, hace ver lo completo del trabajo realizado, resultando -a mi juicio- lo más interesante la sistematización del modelo alemán en cada una de las distintas situaciones que se plantean (participación de las Comunidades autónomas en los órganos comunitarios; la indirecta en las decisiones y la aplicación del Derecho comunitario por las Comunidades autónomas), modelo que es objeto de valoración y confrontación con la realidad española, especialmente en lo que atañe a la participación «ascendente» y «descendente» -por seguir la terminología acuñada por Muñoz Machado- de las Comunidades autónomas en los asuntos comunitarios (capítulos tercero y cuarto). En el primer caso, el autor se decanta por la fórmula del convenio para institucionalizar la colaboración entre las Comunidades auto-Page 299nomas y el Estado, no sin destacar que la heterogeneidad competencial y la configuración del Senado son serios obstáculos.

El autor, sin embargo, parece realzar el capítulo quinto, dedicado al espinoso tema del cumplimiento del Derecho comunitario por las Comunidades autónomas, en realidad, a la garantía estatal de tal cumplimiento, pues señala (página 98) que se ha estudiado más el aspecto represivo que los supuestos en que puede producirse la violación. En realidad, las razones que esgrime -desconfianza europea y nacional hacia la participación de los entes regionales y falta de casuística en la materia- parecen razonables. Coherente con este punto de vista -aunque también por el convencimiento de que las medidas coactivas o preventivas son de difícil realización y escasa utilidad-, propone la profundización en la cooperación entre el Estado y las Comunidades autónomas como medio idóneo para conseguir la uniformización legislativa y reglamentaria, aspiración europeísta a la que debe llegarse con la colaboración entre el Estado y las Comunidades autónomas.

En fin, se trata de una publicación breve -en la forma, que no en el contenido- e interesante, cuya temática, aún no habiendo sido abordada frontalmente por el poder político, está latente desde el ingreso de España en la Comunidad Europea, todo lo cual hace que sea recomendable su lectura.

Ignacio Sevilla Merino

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