Notas sobre oficialidad lingüística y cultura constitucional

AutorMiguel Revenga Sánchez
CargoCatedrático de derecho constitucional Universidad Carlos III de Madrid
Páginas129-142

Page 129

Notas sobre oficialidad lingüística y cultura constitucional
Sobre el incierto significado de la oficialidad lingüística

Seguramente1 ningún factor es tan poderoso como la lengua a la hora de fundar identidades colectivas o reivindicar estatutos multiculturales. Frente al carácter difuso y objetable de otros factores de cohesión, la lengua se nos aparece como un precioso patrimonio tangible, con relación al cual las demandas de respeto y protección apenas necesitan argumentos. Consideremos, por ejemplo, una de las teorías que más ha hecho en los últimos años por rectificar la proyección rigurosamente individualista del pensamiento liberal; me refiero a la «ciudadanía multicultural» de Will Kymlicka. Las cinco primeras líneas de su obra clave parten de una constatación: la mayoría de los países son culturalmente diversos; y para probarlo, el autor canadiense aduce la existencia de no menos de 600 grupos de lenguas vivas —si hablara de lenguas, habría que multiplicar por diez— y 5.000 grupos étnicos repartidos (aunque en esto el dato resulta impreciso) en los 184 estados independientes del mundo. Según Kymlicka, en materia dePage 130lenguaje no cabe la «omisión bienintencionada» propia del liberalismo. Ésta se basa en la creencia de que basta el reconocimiento generalizado de derechos individuales para reacomodar las diferencias que pudieran derivarse de la preterición histórica de ciertas minorías o grupos étnicos. Pero el indiferentismo de los poderes públicos («del gobierno», en la traducción que manejo) no es viable en materia de lengua, pues cuando se decide qué lengua se utilizará en la enseñanza pública, o en la provisión de los servicios estatales, se opta por apoyar y promocionar a cierta «cultura societal» (sic) en detrimento de otra.2

Otro tanto en cuanto a la trascendencia del lenguaje como factor adscriptivo de diferenciación política, podríamos decir de la obra de Charles Taylor y su defensa de las «políticas del reconocimiento». Para Taylor —no por casualidad otro autor canadiense— la neutralidad del sistema jurídico, entendido como marco que posibilita la plasmación de diferentes concepciones del bien, resulta inservible cuando lo que se pretende es preservar el derecho de ciertos miembros de las generaciones futuras a continuar siendo, desde el punto de vista de la lengua que hablan, lo que fueron sus antecesores. Se trata de un modo de ver las cosas basado en peticiones de principio y, señaladamente, no en la idea de que es inobjetable, desde el punto de vista democrático, limitar los derechos para salvaguardar ciertos bienes (algo en lo que concuerdan «liberales» y «comunitaristas»), sino en la convicción de que hay objetivos singulares de grupos minoritarios, que exigen un acomodo, favorable a ellos, de la lectura de la declaración de derechos, tomada en su conjunto.3

Oficializar una lengua, cualquier lengua es un ingrediente básico de la emotio del Estado constitucional; quizá su ingrediente por antonomasia, pues la lengua es cauce más básico de integración, en el marco del Estado constitucional entendido como Estado de cultura.4 Pero la lenguaPage 131no es, como el himno o la bandera, una creación artificiosa a la que se le reconoce un valor. Las lenguas son formaciones naturales asumidas por los individuos e incorporadas a su ser más íntimo (obsérvense las connotaciones emocionales de la expresión lengua materna) y, por eso, cualquier disposición constitucional relativa a ella es materia especialmente delicada. Al fin y al cabo, Wittgenstein —para muchos el filósofo por excelencia del siglo xx— ya advirtió sobre las virtualidades del lenguaje como conductor de sentimientos y sobre la lengua como «mapa de la realidad del mundo».5

En rigor, podríamos decir que el concepto de lengua oficial es en sí mismo aberrante. Lo es en la medida en que se basa en el reconocimiento de la existencia de una «voz del Estado», separada conceptualmente del habla de los individuos, y a la que se le asigna una validez exclusiva y excluyente. Desde esa perspectiva, la lengua oficial se presenta siempre en relación conflictiva con el sistema de los derechos propios del Estado constitucional, en el que cada persona, en su individualidad irrepetible (de la que es parte intrínseca la lengua en la que se expresa) merece el máximo respeto. Individualizar una lengua oficial carece, por otra parte, de sentido allí donde se da un monolingüismo de facto. Pero el monolingüismo es, como ya hemos dicho, una circunstancia excepcional. Y la existencia de una o varias lenguas hegemónicas, con reconocimiento de estatuto de oficialidad o sin él, acentúa la posibilidad de que los derechos lingüísticos de ciertas minorías se vean cercenados o debilitados. En este sentido, es ejemplar el artículo 17 de la Constitución finlandesa, donde en el seno de las disposiciones relativas a los idiomas nacionales, se incluye un mandato al legislador dirigido a salvaguardar los derechos de las personas que emplean el lenguaje por signos, y de aquellas cuya minusvalía provoca la necesidad de interpretación o traducción.6

Oficializar una lengua es también, a menudo, un modo de reafirmar la identidad nacional. Así, por ejemplo, en la República de Irlanda, donde el artículo 8 de la Constitución proclama el irlandés como primer idioma nacional, y «reconoce» el inglés como «segundo idioma oficial». Pero lo másPage 132frecuente es que la oficialidad de una o de varias lenguas sea la respuesta constitucional a conflictos de facto, desatendidos quizá en el pasado, y para los que la oficialidad aparece en la letra de la Constitución cual bálsamo de Fierabrás, que exime de mayores garantías y/o desarrollos.

Porque para quien se aproxima a estas cuestiones básicas del derecho constitucional lingüístico, con mirada que no es la propia de un iniciado en la materia, la primera perplejidad es constatar la falta de un concepto, siquiera aproximado, de lo que la oficialidad de una lengua pueda significar. Seguramente el estatuto de oficialidad de una lengua comporta, entre otras cosas, que es reconocida como lengua vehicular para las relaciones entre los ciudadanos y los poderes públicos. Tal es la perspectiva del Tribunal Constitucional en la stc 82/1986 («es oficial una lengua, independientemente de su realidad y peso como fenómeno social, cuando es reconocida por los poderes públicos como medio normal de comunicación en y entre ellos y en su relación con los sujetos privados, con plena validez y efectos jurídicos»).7 Pero eso se queda en la superficie de las cosas. Lo importante es entender cuál es el alcance del compromiso que los poderes públicos adquieren con una determinada lengua cuando es reconocida como oficial; y en estrecha relación con ese aspecto de la cuestión, cuáles son las consecuencias que comporta la oficialización de una o más lenguas sobre el estatuto jurídico (y la suerte en la práctica) de otras lenguas habladas en el mismo ámbito territorial, pero no reconocidas como oficiales.8

Para dilucidar ese tipo de cuestiones no sirven los conceptos de lengua mayoritaria (o lenguas mayoritarias) frente a lengua minoritaria (o lenguas minoritarias). Entre otras cosas, porque a poco que se profundice en el contenido de la oficialidad y en las implicaciones de ella sobre los derechos lingüísticos de las personas, más difusa se vuelve la dicotomía entre lenguas oficiales y lenguas minoritarias. Y —cabría decir— cuanto más amplio es el campo de estudio, aún circunscrito a un ámbito geográfico, por ejemplo Europa, y a una zona de especialidad, por ejemplo, las disposiciones capila-Page 133res de la Constitución, con mayor claridad se evidencia que la oficialidad no es una categoría unívoca. De hecho, en tal ámbito geográfico, el de la gran Europa de los 45 estados que pertenecen al Consejo de Europa, hay constituciones sin declaraciones lingüísticas, y constituciones (o disposiciones de rango constitucional) que recurren a categorías tan dispares como la de lengua oficial, lengua de Estado, lengua nacional, lengua de la República, lengua principal, lengua propia, lengua equiparada, lengua de relación interétnica, y lengua de población autóctona.9

El repertorio es, como se ve, amplio, y permite conjeturar que el recurso a la oficialidad de la lengua, u otras categorías equiparables, representa hoy, antes que otra cosa, un reconocimiento de la diversidad y el pluralismo lingüísticos, esto es, un factor de integración, y no de exclusión. El afianzamiento global de unas pocas lenguas de comunicación de alcance universal, con el inglés a la cabeza, tiene como contrapartida el compromiso con la diversidad lingüística y las políticas de protección de las lenguas minoritarias, en tanto que realidad amenazada.10 Así lo acredita la sensibilidad europea (Carta Europea de las Lenguas Regionales o Minoritarias, que entró en vigor en marzo de 1998) y (ya en el ámbito de la Unión) la Declaración de 2001 como Año Europeo de las Lenguas. Y así lo expresan de manera tangible los artículos I-3.3, II-81 y II-82 del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, con su compromiso de respeto hacia «las diversidades» culturales, religiosas y lingüísticas, del que suele decirse, con manifiesto optimismo antropológico, que es la genuina clave de una supuesta identidad cultural europea.11

A la vista de lo que tales textos dicen, cabría plantear qué hay que entender por lenguas «regionales y minoritarias». Porque si damos crédito a la definición consuetudinaria que suele darse de ellas, y que reproduce, por ejemplo, el Parlamento Europeo en su Propuesta, de 14 de julioPage 134de 2003, sobre creación de una Agencia Europea de la Diversidad Lingüística y el Aprendizaje de Lenguas («lenguas utilizadas tradicionalmente por sectores limitados de la población del Estado en cuestión, excluidos los dialectos de la(s) lengua(s) oficiales, las lenguas de los inmigrantes o las lenguas de reciente creación»), las perplejidades se multiplican: ¿se excluyen recíprocamente los conceptos de lengua oficial y lengua regional o minoritaria? Si se excluyen, ¿representa la oficialidad de las lenguas europeas un nuevo (e importantísimo) factor de surgimiento de lenguas minoritarias? ¿Cómo se traza la divisoria entre lengua minoritaria y dialecto de lengua oficial? ¿Se compadece con el respeto a la diversidad cultural negar en términos absolutos el carácter de lengua minoritaria a la(s) lengua(s) que puedan hablar entre nosotros millones de inmigrantes? ¿Y hay algún requisito de mínimos (semejante al temporal) en cuanto al arraigo de la lengua?

Para hablar de la oficialidad como problema cultural se impone situarse en un contexto, y elegir la perspectiva. Porque no es lo mismo plantear la cuestión desde el convencimiento de que las lenguas, toda lengua y cualquier lengua, ha de ser defendida por los poderes públicos frente a los riesgos de desaparición (o degeneración) que puedan afectarlas, que hacerlo desde el escepticismo (o la hostilidad) con respecto a las interferencias estatales en un fenómeno esencialmente dinámico y espontáneo, como el de la comunicación lingüística.12 Y tampoco es igual pensar en abstracto sobre la oficialidad de la lengua como marca distintiva de la acción estatal, que analizar el asunto desde el plano de los problemas que plantean, en un contexto determinado, las políticas y las prácticas lingüísticas de la oficialidad.

La perspectiva de la Constitución

Lo primero que se presenta dudoso, en un somero análisis de lo que nuestra Constitución dice al respecto, es la propia existencia de un modelo de oficialidad lingüística; un modelo acabado, se entiende, porque reta-Page 135zos de él no faltan, aunque son del todo insuficientes.13 A las disposiciones en materia de lengua les ocurre, me temo, lo mismo que a otros muchos aspectos de una Constitución con más de un cuarto de siglo a sus espaldas: que valen más por lo que representaron cuando fueron aprobadas, que por su capacidad para afrontar satisfactoriamente los problemas que hoy tenemos planteados.

El posicionamiento inicial, el que aparece en el preámbulo, no puede ser más generoso: la Constitución desea proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de sus lenguas. Un deseo que se traslada al artículo 3, con sus tres apartados; uno para connotar lo que se estima que ya existe, esto es, el factum de que el castellano (especie del género «lengua española») es la lengua oficial del Estado. Otro, para trasladar pro futuro a las «respectivas» (sic) comunidades autónomas la responsabilidad de establecer en sus estatutos el régimen de cooficialidad de «las demás lenguas españolas». Y un tercero para recalcar el compromiso del preámbulo, sólo que aquí referido no ya a las lenguas, sino a las «distintas modalidades lingüísticas de España».

Cualquier disposición de una Constitución de consenso, como lo es (felizmente) la española, es una presa fácil para las puyas irónicas de los lingüistas, los amantes de la precisión en el lenguaje y los letraheridos de toda condición. No es fácil convencerlos de que, en materia constitucional, la ambigüedad es muchas veces virtud, y nada suelen saber de las aportaciones del norteamericano Cass Sunstein sobre el uso creativo del silencio, y los beneficios que reportan, en el texto y en la interpretación del derecho constitucional, los «acuerdos teóricos incompletos» (Incomplete Theorized Agreements).14

Por poner un ejemplo: el recientemente laureado Sánchez Ferlosio, en un Escrito en defensa de la denominación como castellano de la lengua oficial, incluye una amplia digresión cuyo objeto es denostar el uso del presente de indicativo en el artículo 3.1 de la Constitución, un tiempo verbal denominado por él, en ese concreto contexto, «presente anagnóstico», por su cualidad de notificar a alguien el contenido de algo. A juicio de Ferlosio, semejante proceder es impropio de cualquier norma jurídica, pues la ley noPage 136puede referirse a nada que esté fuera de ella y sea, en tanto que tal, susceptible de verificación. Ella, la norma, es precisamente la que establece aquello de lo que decimos que «ya es», por lo que el tiempo del lenguaje normativo es, por naturaleza, el caracterizado por el autor de El Jarama como «futuro decretivo».15

Aunque valdría la pena profundizar en las razones del abundante empleo del tiempo verbal presente en los textos constitucionales y especialmente en las Declaraciones de derechos —circunstancia a la que a veces nos referimos invocando el valor performativo o proclamatorio de las disposiciones constitucionales— lo que llama la atención, a propósito del artículo 3, es la yuxtaposición de aquello que se constata y aquello que se estatuye, quizá porque los constituyentes tuvieron la oficialidad del castellano por algo tan enraizado, que consideraron innecesaria la llamada a cualquier refuerzo o desarrollo normativo distinto del que ya le dispensa con toda la fuerza de su rango (y la solemnidad del emplazamiento) el propio texto constitucional.

Pero ésos son divertimenti sin mayor trascendencia. Lo que parece más importante es que el artículo 3 «despache» la proyección de la oficialidad sobre lo que de verdad importa, esto es, la vertiente subjetiva de la oficialidad, entendida como fundamento de un sistema concreto de derechos lingüísticos, mediante el recurso a una categoría en cierto modo fallida (todos tienen el deber de conocer la lengua oficial), y cobre de inmediato una deriva territorial que no sienta fundamento, ni da pista alguna, sobre el contenido y el alcance mismo del régimen de la cooficialidad.16

Que el deber constitucional de conocer el castellano es, como la mayor parte de los llamados deberes constitucionales, una declaración sin más sentido que dar cobertura expresa a una hipotética intervención del legislador es algo que aparece implícitamente reconocido en la stc 74/1987 (caso derecho a intérprete en las diligencias policiales). Bien sé que esa resolución, como todas, ha de ser leída en su contexto, pero no deja de ser sig-Page 137nificativo que el fj 3 de la misma dispense al susodicho deber constitucional, el trato de una débil presunción iuris tantum, que se desvanece simplemente mediante la alegación verosímil de desconocimiento.17

Pero, como decimos, el «enjambre normativo» dispuesto en el artículo 3, con sus tres apartados, no elimina la sensación de que todo lo referido a la oficialidad lingüística y las lenguas de España es, desde la perspectiva estrictamente constitucional, terra ignota. No vale decir que hay allí una mera norma atributiva de competencias, la que difiere a los estatutos la regulación de la cooficialidad, pues no parece que ésa pudiera ser la función de una norma de ese carácter y con ese emplazamiento. Más bien parece que, establecido lo evidente, lo que hace el artículo 3.2 es abrir un marco de posibilidades tan amplio e indeterminado como sea preciso para eludir el planteamiento de las cuestiones verdaderamente decisivas. En materia lingüística, la divisa constitucional podría plantearse en estos términos: «Somos monolingües, pero algunas partes podrán ser bilingües». Lo cual significa que la Constitución trasluce una visión promocional y desentendida del bilingüismo: es amplísima en lo que pueda tener de sustento para la actuación autonómica dirigida a la materialización del bilingüismo y, al propio tiempo, es miope en lo relativo a los derechos lingüísticos y decididamente opaca (o más bien ciega) en cuanto al concepto mismo lenguas de España.

Las lenguas de España, cuyo nombre la Constitución no menciona, no tienen más presencia en ella que la del artículo 20.3, para comprometer el acceso a los medios de comunicación dependientes del Estado, y la de la disposición final, para prever la publicación en las mismas del texto constitucional. Entre esta última, y el frontispicio del artículo 3, las oportunidades para mencionarlas son tan abundantes, que el silencio de la Constitución resulta llamativo. Nada en el artículo 14, al establecer las «categorías sospechosas» de discriminación, ni en el resto de la declaración de derechos, algo que, con un precedente tan directo como el del artículo 50 de la Constitución de 1931, resulta especialmente llamativo en el caso del artículo 27, que es además el más prolijo de todo el título I; nada en el título de la Corona, sede idónea para haber hecho de la referencia a las lenguas un importante elemento de la función simbólico-integradora de la jefatura del Estado. Nada en cuanto a la publicación de las leyes, o el uso de las lenguas de España en las Cortes Generales y, sobre todo, en el Senado, como cámara de representación territorial. Nada tampoco en el título del poder judicial, ni en el título viii, más allá de la referencia (típicamente promocio-Page 138nal) al fomento de la enseñanza de la lengua, que pierde, por cierto, en el 148.1.17, el carácter de lengua de España, para pasar a llamarse «lengua de la Comunidad Autónoma».18

Para qué seguir; una Constitución que reconoce el pluralismo lingüístico, y admite la existencia de lenguas y modalidades lingüísticas de España, no debería haberse limitado a plasmar casi retóricamente el derecho a usar (y el deber de conocer) la lengua del Estado, dejando todo lo demás a la imprevisible lógica de desarrollo del Estado compuesto y la diversidad de sus políticas lingüísticas.

..y la perspectiva autonómica

La parquedad del constituyente a la hora de extraer consecuencias del sintagma lenguas de España, puede entenderse como expresión del deseo de no sobrecargar la agenda política de la hora constitucional. Pero eso no deja de ser una conjetura o una falacia post hoc. Porque en 1978 España era ya un país multilingüe y notablemente complejo desde el punto de vista sociolingüístico;19 en rigor ya entonces, como ocurre hoy, en el «mapa» del castellano predominaban, con mucho, las regiones con algún grado de diglosia, más o menos intenso: desde aquellas con presencia significativa de ciertas variedades lingüísticas diferentes del castellano, hasta aquellasPage 139—que suelen conocerse como de diglosia ortográfica— caracterizadas por la separación tajante entre la lengua que se habla y la lengua que se escribe, como es el caso, señaladamente, de Andalucía o de Canarias.20

Los estatutos de autonomía nada dicen de este último fenómeno (aunque en el de Aragón, tras la reforma de 1996, se expresa el compromiso de los poderes públicos hacia la protección de las «lenguas y modalidades lingüísticas propias»).21 Y en los estatutos de las nacionalidades y regiones bilingües (País Vasco, Cataluña, Galicia, Valencia, Islas Baleares y Navarra) la visión promocional de la cooficialidad de la lengua propia tampoco deja mucho espacio para los derechos lingüísticos. Aunque tal tendencia admite variantes: la presencia del derecho a no ser discriminado por razón de lengua es una constante, sin más excepción que la del Estatuto de Cataluña, donde la Generalidad garantiza, en cambio (artículo 3.3), «el uso normal y oficial de los dos idiomas», y se compromete a crear «las condiciones que permitan alcanzar su plena igualdad en lo que se refiere a los derechos y deberes de los ciudadanos de Cataluña». Allí aparece además otro compromiso de respeto y protección y enseñanza con respecto al «habla aranesa». Otros estatutos (Valencia, Aragón y, de manera especial, Navarra) dan relieve al problema del arraigo geográfico de una u otra lengua, contemplando la «zonificación» como una especie de guía maestra de la política lingüística y un sustitutivo de las garantías jurídicas subjetivas.

Mención aparte merece el caso de Asturias. El Estatuto no reconoce allí cooficialidad al bable, pero se compromete a darle protección y a pro- mover su uso «respetando en todo caso las variantes locales y la voluntariedad en su aprendizaje», un compromiso que ha sido objeto de desarrollo mediante la Ley 1/1998, del Principado, de uso y promoción del bable/asturiano, cuya aplicación se hace extensiva, en igualdad de condiciones, al gallego-asturiano.22

Si nos atenemos, pues, a la letra de los estatutos, tenemos dos comuni-Page 140dades trilingües (Cataluña y Asturias) y seis bilingües (País Vasco, Galicia, Valencia, Islas Baleares, Aragón y Navarra). Pero, desde el punto de vista puramente cultural, tal relación no abarca el conjunto de lenguas y modalidades lingüísticas de España. Hay lenguas con arraigo y que carecen, pese a lo que dice el preámbulo y el artículo 3.3 de la Constitución, de cualquier tipo de reconocimiento legal, «general» o «autonómico». Así ocurre, por ejemplo, con el castúo en Extremadura, el panocho en Murcia, o la lengua leonesa, ésta hablada en extensas zonas de las provincias de León y Zamora, y que (paradójicamente) sí tiene reconocido en Portugal estatuto de cooficialidad (en su variante mirandés) en el concejo de Miranda do Douro.23

El panorama lingüístico español es así bastante más complejo de lo que puede aparentar en una visión superficial. Tras más de dos décadas de actividad de los poderes autonómicos dirigida a «promocionar», «normalizar» o «equiparar» las lenguas propias, se estima que un porcentaje de la población española de cerca del 40% vive en un entorno efectivamente bilingüe. Las leyes autonómicas en materia lingüística, con correcciones muy puntuales por parte del Tribunal Constitucional, han dado pasos muy razonables para impedir que la presencia de una lengua propia y oficial, además del castellano, se convierta en una fuente inagotable de conflictos o agravios comparativos.

La sensación de que la cooficialidad de dos o más lenguas no representa obstáculo alguno para la convivencia, me parece que está bastante difundida, y aún acentuada por el fenómeno de la inmigración. Quienes tienden a no reconocerlo así, suelen ser quienes conciben el habla como la mera exteriorización y profesión de fe en un determinado credo político, o bien quienes ignoran paladinamente lo que el estatuto de oficialidad implica para una lengua. En tales condiciones, la verdadera anomalía radica en pretextar la existencia del castellano como lengua común, para continuar empeñados en relegar las demás lenguas de España al limitado ámbito de su correspondiente terruño. No se ajusta a la normalidad que la publicación (parcial) del boe en todas las lenguas españolas sea cosa muy reciente, ni que todavía haya páginas web de ciertos organismos e instituciones oficiales que practican el desdén hacia la riqueza de nuestra pluralidad lingüística.

En su muy citado discurso ante las Cortes, de 18 de septiembre de 1931,Page 141sobre las lenguas hispánicas y a propósito de la oficialidad del castellano, Unamuno, después de hacer abundantes chascarrillos en euskera, y tras citar, en su correspondiente lengua, poemas de Curros Enríquez, Joan Maragall, y Vicente Wenceslao Querol, solicitaba a las regiones «que nos conquisten; que nos conquistemos los unos a los otros». Y concluía: «yo sé lo que de esta conquista mutua puede salir; puede y debe salir la España para todos».24

Bibliografía

Albertí, E. «El régimen de doble oficialidad y los derechos y deberes lingüísticos», en Autores diversos, Estudios Jurídicos sobre la Ley de política lingüística, Madrid: Marcial Pons-Institut d’Estudis Autonòmics, 1999, p. 7 y s.

Arteta, A. «In principio erat verbum (Sobre la política lingüística vasca)», en Sauca, J. M. (coord.), Lengua, política, derechos, Madrid: Universidad Carlos III-boe, 2000, p. 115 y s.

Boix-Fuster, E. «Las lenguas en los órganos centrales del Estado español (Un balance de los 25 años de la Constitución española)», Revista de Llengua i Dret, 41 (2004), p. 195 y s.

Espín, E. «La cuestión lingüística en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional», en Moreno Catena, V., Constitución y Derecho Público. Estudios en homenaje a Santiago Varela, Valencia: Tirant lo Blanch, 1995. Etxebarria, M. «Panorama general y evolución lingüística de las lenguas de España», en Sauca, J. M. (coord.), Lenguas, política, derechos, Madrid: Universidad Carlos III-boe, 2000, p. 29 y s.

Häberle, P. El Estado constitucional, México: unam, 2001. Kymlicka, W. Ciudadanía multicultural, Barcelona: Paidós, 1996. Lodares, J. R. El Paraíso políglota, Madrid: Taurus, 2000.

López Guerra, L. «Reflexiones desde la Constitución: política lingüística y derechos individuales», en Sauca, J. M. (coord.), Lengua, política, derechos, Madrid: Universidad Carlos III-boe, 2000, p. 397 y s.

Lucas, J. de. «Identidad y Constitución europea: ¿Es la identidad cultural europea la clave del proyecto europeo?». ‹www.uv.es/CEFD/8/Delucas.pdf›

Marcos Marín, F. «Política lingüística y lenguas iberoeuropeas». ‹www. ucm.es/info/circulo/no18/marcos.htm›

24. Véase el Diario de Sesiones de 18 de septiembre de 1931, disponible en el sitio web: ‹http://www.segundarepublica.com›.

Page 142

Moreno Fernández, F. Principios de sociolingüística y sociología del lenguaje, Barcelona: Ariel, 1998.

Rubio Llorente, F. «Los deberes constitucionales», Revista Española deDerecho Constitucional, 62 (2001), p. 11 y s. Ruiz-Rico, G. «Cultura, minorías lingüísticas y educación» [de próxima publicación].

Ruiz Vieytez, E. «Lenguas oficiales y lenguas minoritarias: cuestiones sobre su estatuto jurídico a través del derecho comparado», en II Simposi Internacional Mercator: «Europa 2004: Un nou marc per a totes les llengües?». ‹www.ciemen.org/mercator/pdf/wp17-def-cast.pdf›

Sánchez Ferlosio, R. «El castellano y la Constitución», en El alma y la vergüenza, Barcelona: Destino, 2000, p. 187 y s.

Siguán, M. España plurilingüe, Madrid, Alianza, 1992. Solozabal, J. J. «El régimen constitucional del bilingüismo. La cooficialidad lingüística como garantía institucional», Revista Española de Derecho Constitucional, 55 (1999), p. 63 y s.

Sunstein, C. Legal Reasoning and Political Conflict, Nueva York: Oxford University Press, 1996. Taylor, Ch. El multiculturalismo y la política del reconocimiento, México: Fondo de Cultura Económica, 1993. Taylor, Ch. y Habermas, J. Multiculturalismo. Lotte peri l Riconoscimento, Milán: Feltrinelli, 1998.

Vernet i Llobet, J. «Cultura, Derecho lingüístico y Derecho Constitucional», en Balaguer Callejón, F. (coord.), Derecho Constitucional y Cultura. Homenaje a Peter Häberle, Madrid: Tecnos, 2004, p. 217 y s. Vernet i Llobet, J. (coord.) Dret lingüístic, Tarragona: Cossetània, 2003.

abstract / resum

Observations on official language status and constitutional culture

----------------------------------------

[1] Una primera versión de este trabajo fue presentada en el Congreso «El Estado Autonómico. Integración, solidaridad, diversidad», celebrado en Bilbao, del 24 al 26 de noviembre de 2004. Agradezco de manera muy especial al profesor Miguel Ángel García Herrera y a los colegas de Bilbao, la invitación para participar en dicho Congreso, y la sugerencia para intervenir en la Mesa dedicada a la diversidad histórico-cultural en el Estado Autonómico.

[2] Will Kymlicka, Ciudadanía multicultural, Barcelona, Paidós, 1996, p. 13.

[3] Charles Taylor, El multiculturalismo y la política del reconocimiento, México, Fondo de Cultura Económica, 1993; y véase también del mismo autor, en diálogo con Habermas, Multiculturalismo. Lotte per il Riconoscimento, Milán, Feltrinelli, 1998.

[4] Remito, como se adivina, a las aportaciones de Peter Häberle sobre la relación entre cultura y derecho constitucional, uno de los tópicos centrales de su extensa obra, tal y como puede comprobarse mediante un simple vistazo al índice de su libro El Estado Constitucional, México, unam, 2001. No hace mucho ha aparecido el libro homenaje que, bajo el título genérico de (precisamente) Derecho Constitucional y Cultura (Madrid, Tecnos, 2004), ofrecieron al maestro de Bayreuth un conjunto de sus discípulos y seguidores en España e Iberoamérica. Sobre el «triángulo» cultura, Constitución y ordenamiento lingüístico, puede verse, en dicho libro-homenaje, el trabajo de Jaume Vernet i Llobet, «Cultura, Derecho Lingüístico y Derecho Constitucional», p. 217 y s.

[5] La referencia «canónica» es el Tractatus logico-philosophicus, bajo el epígrafe 4.001 («Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo»). La caracterización de Wittgenstein como el filósofo del siglo xx es quizá una exageración propia de escritores; en concreto, la realiza Carlos Fuentes en su libro En esto creo, Barcelona, Seix Barral, 2002, en el capítulo consagrado al autor del Tractatus.

[6] Para una visón panorámica, puede consultarse el volumen, coordinado por Jaume Vernet, Dret Lingüístic, Barcelona, Cossetània, 2003, en especial, el capítulo 2 («Els diferents models juridicolingüístics a Europa»).

[7] Un buen resumen de la jurisprudencia constitucional en materia lingüística puede encontrarse en Eduardo Espín, «La cuestión lingüística en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional», en Victor Moreno (coord.), Constitución y Derecho Público. Estudios en homenaje a Santiago Varela; Valencia, Tirant lo Blanch, 1995, p. 79 y s.; y más recientemente, en el trabajo (de próxima publicación) de Gerardo Ruiz-Rico, «Cultura, minorías lingüísticas y educación», consultado por gentileza del autor.

[8] Véase, en general, el trabajo de Enoch Albertí, «El régimen de doble oficialidad y los derechos y deberes lingüísticos», en aavv, Estudios Jurídicos sobre la Ley de Política Lingüística; Madrid, Marcial Pons-Institut d’Estudis Autonòmics, 1999, p. 7 y s.

[9] Así se infiere del excelente trabajo comparatista de Eduardo Ruiz Vieytez, «Lenguas oficiales y lenguas minoritarias: cuestiones sobre su estatuto jurídico a través del derecho comparado», que fue la contribución del autor al «II Simposi Internacional Mercator: Europa 2004; un nou marc per a totes les llengües?», celebrado en Tarragona, el 27 y 28 de febrero de 2004 (disponible en la red).

[10] Suele repetirse —e ignoro si hay en ello un punto de exageración— que el ritmo de desaparición de las aproximadamente 6.000 lenguas que aún se hablan en el mundo es de una cada dos semanas. En torno a ese dato tan espectacular, construye su trilogía un novelista italiano de considerable éxito, Diego Marani, integrada por las novelas Memoria callada, El último vostiaco (ambas ya traducidas al castellano) y L’interprete.

[11] Remito al sugerente trabajo de Javier de Lucas, «Identidad y Constitución europea: ¿Es la identidad cultural europea la clave del proyecto europeo?» (disponible en la red), donde se realiza una encendida defensa de la identidad como pluralidad.

[12] Una aproximación a los problemas lingüísticos desde esta última perspectiva puede verse en Aurelio Arteta, «In principio erat verbum (Sobre la política lingüística vasca)», en José María Sauca (coord.), Lenguas, política, derechos, Madrid, Universidad Carlos iii/boe, 2000, p. 115 y s. Véase también, más recientemente, la posición de Felix Ovejero, expuesta en un artículo periodístico de elocuente título: «De lenguas, sendas, mercados y derechos», El País, 28 de febrero de 2005.

[13] En el mismo sentido se pronuncia Luis López Guerra en su trabajo «Reflexiones desde la Constitución: política lingüística y derechos individuales», en José María Sauca (coord.), Lenguas, política, derechos, cit., p. 397 y s.

[14] Cass Sunstein, Legal Reasoning and Political Conflict, Nueva York, Oxford University Press, 1996, un libro escrito, casi en su totalidad, desarrollando variaciones sobre tal argumento.

[15] Rafael Sánchez Ferlosio, «El castellano y la Constitución», incluido en su libro recopilatorio de ensayos, El alma y la vergüenza, Barcelona, Destino, 2000, p. 187 y s.

[16] En general, sobre la categoría del deber constitucional, véase Francisco Rubio Llorente, «Los deberes constitucionales», Revista Española de Derecho Constitucional, 62 (2001), p. 11 y s. Tampoco falta en la doctrina quien «lee» el artículo 3 de la Constitución, por lo que se refiere al deber de conocer el castellano, como una «garantía institucional» que habilitaría un intervencionismo de los poderes públicos dirigido a salvaguardar el carácter oficial de éste; en este sentido, Juan José Solozabal, «El régimen constitucional del bilingüismo. La cooficialidad lingüística como garantía institucional», Revista Española de Derecho Constitucional, 55 (1999), p. 63 y s.

[17] Sobre el particular remito a la ya citada obra colectiva, coordinada por Jaume Vernet, Dret lingüístic, capítulo 6, bajo el epígrafe «Els deures lingüístics».

[18] Sobre el asunto, con una aproximación decididamente crítica, puede verse el trabajo de Emili Boix-Fuster, «Las lenguas en los órganos centrales del Estado español (Un balance de los 25 años de la Constitución española)», en Revista de Llengua i Dret, 41 (2004), p. 195 y s.

[19] La caracterización de España como un país plurilingüe es puesta en entredicho por quienes ponen de relieve la presencia entre nosotros de aquello que falta precisamente en los países (genuinamente) plurilingües: una lengua común conocida por todos y preponderante, incluso en las zonas en las que coexiste con otras. Dos obras de referencia sobre esta polémica pueden ser las de Miguel Siguán, España plurilingüe, Madrid, Alianza, 1992, y (en contra de tal caracterización), Juan Ramón Lodares, El Paraíso políglota, Madrid; Taurus, 2000. Con motivo de la ampliación de la ue, y el proceso pseudoconstituyente en el que estamos inmersos, la polémica parece haber reverdecido; puede seguirse en los artículos de Juan Ramón Lodares «Español SA», El País, 19 de julio de 2004, y «El precio de las gramáticas», El País, 7 de diciembre de 2004; con las airadas réplicas de Albert Branchadell, «El valor del reconocimiento», El País, 20 de diciembre de 2004, y de Llorenç Comajoan y Joan Solà, «El precio de las comunidades», El País, 21 de enero de 2005. Datos actualizados (a 2000) sobre la implantación efectiva del catalán en Cataluña e Islas Baleares, valenciano en Valencia, gallego en Galicia y euskera en el País Vasco y Navarra, pueden verse en el trabajo de Maitena Etxebarria, «Panorama general y evolución sociolingüística de las lenguas de España», en José María Sauca (coord.), Lenguas, política, derechos, cit., p. 29 y s.

[20] Sobre el concepto de diglosia, véase el libro de Francisco Moreno Fernández, Principios de sociolingüística y sociología del lenguaje, Barcelona, Ariel, 1998. Y de forma más concreta, referida a la situación en España, Francisco Marcos Marín, «Política lingüística y lenguas iberoeuropeas» (disponible en la red).

[21] Cfr. Jaume Vernet (coord.), Dret lingüístic, cit., capítulo 4, bajo el epígrafe «Les modalitats lingüístiques».

[22] Jaume Vernet (coord.), Dret lingüístic, cit., p. 113-114, donde a propósito de la Ley asturiana de 1998, se destaca el «giro» jurisprudencial verificado por el tc en las stc 48/2000 y 49/2000, para admitir la presentación de candidaturas electorales en una lengua dotada de un estatuto de «semioficialidad» como el bable. La stc 27/1996 se había pronunciado en sentido contrario ante un supuesto sustancialmente idéntico a los resueltos por las citadas stc de 2000.

[23] Véase la Ley portuguesa 7/1999, de 29 de enero, sobre Reconhecimento oficial de direitos linguísticos da comunidade mirandesa, cuyos artículos 2, 3 y 4 expresan, respectivamente, el compromiso del Estado portugués con la promoción de la lengua mirandesa, el derecho a aprender y educarse en mirandés, y la facultad de las instituciones del municipio de Miranda do Douro de usarlo en sus documentos oficiales.

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR