El género como categoría y las categorías de género

AutorAntonio Álvarez del Cuvillo
CargoProfesor Contratado
Páginas79-112

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No es una novedad afirmar1 que la discriminación contra las mujeres ha sido la más extendida en la historia, y lo sigue siendo en la actualidad, sin existir una absoluta certeza de que lo deje de ser en el futuro. Y ello obedece, en gran medida, a los prejuicios asociados al sexo de las personas, que están profundamente arraigados, no solamente en la cultura occidental.

Probablemente la extensión de esos prejuicios, y su arraigo, determinan que, aún hoy en día, sea difícil identificar lo que es discriminación y lo que no es discriminación como paso indispensable para, una vez identificada, adoptar las medidas de prevención adecuadas y, en su caso, aplicar los oportunos mecanismos de tutela antidiscriminatoria.

De ahí la inmensa importancia de conectar con las teorizaciones de las ciencias sociales con la finalidad de elaborar unos conceptos jurídicos lo suficientemente dúctiles para identificar las conductas discriminatorias, evitando el riesgo de que, por no construirlos correctamente, la discriminación se nos acabe escurriendo como la arena de las manos.

Una labor difícil, y aún inacabada. El Profesor Antonio Álvarez del Cuvillo expone el estado actual de la cuestión, siendo, por la especialidad de su formación acadé-

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mica, una persona idónea para esta complicada labor, habiendo demostrado ya su solvencia en el manejo de las categorías discriminatorias en anteriores estudios que ha realizado sobre la temática.

Sin ánimo de hurtar a los/as lectores/as el disfrute del excelente estudio que ha realizado, sí me gustaría destacar algunos puntos de interés. Uno de ellos, como se avanza en el propio título, es la elaboración de la categoría de género en las ciencias sociales, que nos explica el autor con detalle, permitiéndonos conocer donde están las raíces de la discriminación.

El género se eleva, de este modo, a una categoría fundamental para comprender la discriminación contra las mujeres, y la perspectiva de género en el instrumento fundamental de la respuesta jurídica, frente a las demás formas de discriminación, que, como el autor expone con maestría, se construyen básicamente sobre la idea distinta de gestión de la diversidad.

La construcción de género desborda el concepto de sexo. Por ello, aparecen conductas discriminatorias por razón de género contra los hombres. Aquí de nuevo el autor realiza una interesante elaboración dogmática en relación con el castigo de las ovejas negras, y la conexión, al hilo de esa elaboración, de género y discriminación por orientación sexual.

También es destacable el manejo del autor en los conceptos más novedosos de discriminación, y su aplicación a la discriminación por razón de género: discriminaciones múltiples acumulativa e interseccional y –superando algunas opiniones que la excluían de la posibilidad de aplicación en el ámbito de la discriminación de género- discriminación por asociación.

Probablemente algunas conclusiones sean susceptibles de discusión, pero ese es el riesgo, que el autor asume con valentía, de abordar problemas candentes en el estado actual de la cuestión –como la unilateralidad de la ley de violencia de género, las cuotas electorales así mal llamadas cuando es un nuevo concepto de democracia paritaria, o la prohibición del burka-.

Resumiendo, un magnífico estudio cuya lectura aconsejo se realice con detenimiento para poder apreciar toda su profundidad, y, de ese modo, poder sacarle el máximo partido. Me queda únicamente, además de felicitar al autor, extender la felicitación a Teresa Pérez del Río por su programa de investigación sobre estudios de género en el cual el presente se inscribe.

1. El género como categoría
1.1. El género como categoría de las ciencias sociales y la teoría feminista

Todo sistema de dominación tiende a presentarse a sí mismo como una “realidad objetiva” que deriva necesariamente del orden natural de las cosas; estas representaciones autocomplacientes se reproducen a través de la violencia simbólica, mecanismo

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social que somete a los dominados a las categorías cognitivas de los dominadores2.

El sistema de dominación masculina, que establece la subordinación de las mujeres a los hombres es un ejemplo paradigmático de este fenómeno3. Así pues, a lo largo de la historia, la posición de las mujeres en la estructura social se ha asumido mecánicamente como un fenómeno dado, inherente a la naturaleza humana. En este contexto, hasta épocas muy recientes, el discurso intelectual más elaborado justificaba de manera explícita el sometimiento de las mujeres, remitiéndose a unos principios normativos que no se cuestionaban y que supuestamente derivaban del mandato divino o simplemente estaban inscritos de algún modo en la naturaleza de las cosas4.

En este contexto, la teoría feminista, desde sus inicios, ha insistido en afirmar que la posición en la estructura social que se ha asignado a las mujeres es contingente y que, por tanto, no se desprende automáticamente de las diferencias anatómicas o fisiológicas ni deriva de esencias metafísicas o de la “naturaleza de las cosas”5; en este contexto, las racionalizaciones que justifican la desigualdad de las mujeres deben contemplarse simplemente como construcciones ideológicas segregadas por una sociedad en la que las relaciones de poder son desiguales. Este cuestionamiento del carácter necesario de la posición social de las mujeres llega a una cierta madurez en la obra de Simone de Beauvoir y podría sintetizarse en la conocida frase: “no se nace mujer, se llega a serlo”6.

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Desde otra perspectiva, una de las funciones de la ciencia social ha sido precisamente poner en cuestión las representaciones interesadas que hacen las sociedades de sí mismas, para complementarlas -y en su caso, sustituirlas- a través del conocimiento científico producido de modo sistemático. En este sentido ha sido muy importante el papel de la Antropología Social y Cultural que, a través del estudio de sociedades alejadas del contexto de los investigadores, ha puesto de manifiesto el carácter “artificial” y contingente de numerosas pautas culturales y comportamientos que anteriormente se habían considerado como rasgos universales del ser humano. A lo largo del siglo XX, algunos trabajos antropológicos comenzaron a mostrar que el contenido de los estereotipos, expectativas y roles sociales asignados a hombres y mujeres, presentaba una variación notable de unas sociedades a otras. Ciertamente, la dominación masculina es una pauta enormemente extendida y acaso ubicua, pero este dominio de los varones se ha manifestado de modo muy distinto en contextos culturales diferentes.

En este sentido, resultaron particularmente influyentes las publicaciones de la antropóloga Margaret Mead, que partían del trabajo de campo con tres tribus distintas de Nueva Guinea a principios de los años 307. Entre los Arapesh, tanto hombres como mujeres eran educados para ser pacíficos, cooperativos, afectuosos, “maternales” y dispuestos a atender a las necesidades de los demás; ciertamente, existía una división sexual del trabajo, pero en ella había diferencias significativas respecto a los patrones de la sociedad norteamericana: tareas como el cuidado de los niños se consideraban comunes a hombres y mujeres, mientras que tareas como el acarreo de cargas se consideraban femeninas (lo que se justificaba curiosamente en diferencias anatómicas); la dominación masculina no se ejercía de manera agresiva ni guardaba especial relación con la exaltación de la “virilidad” que está presente en muchas sociedades, entre ellas las “occidentales”, sino que se sustentaba básicamente en la constitución de matrimonios con fuertes desequilibrios de edad. Entre los Mundugumor, se esperaba que las personas de ambos sexos fueran agresivas, celosas y competitivas, también en el terreno sexual; aunque también existía un dominio masculino y una división sexual del trabajo, estos elementos no se justificaban en la atribución a las mujeres de un carácter sumiso, pasivo o maternal. Por último, entre los Tchambuli (Chambri), bajo los esquemas de una sociedad formalmente patriarcal, las mujeres ejercían una notable influencia, mostraban un carácter impersonal y dominante, gestionaban los asuntos económicos y ejercían la iniciativa en las relaciones sexuales, mientras que los varones se comportaban de modo más irresponsable y caprichoso, dependiendo de la aprobación continua de las mujeres. La conclusión de todo ello fue en aquel momento absolutamente revolucionaria: los rasgos de personalidad que las sociedades de matriz europea atribuían a hombres y mujeres no estaban indisolublemente asociados al sexo8.

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En todo caso, hasta los años 70, ni la teoría feminista, ni las ciencias sociales, utilizaron el término “género” para indicar esta disociación entre las diferencias biológicas y los roles sociales. La palabra “género” significa, con carácter general, “clase” o “tipo” y, partiendo de este sentido presenta algunos usos más específicos en distintas disciplinas (Biología, Literatura, Arte, etc.). Uno de estos usos específicos es el de la Lingüística. En algunas...

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