Necesidad o no de la aceptación del beneficiario para que el derecho ingrese en su patrimonio.

AutorJulián López Richart
Cargo del AutorDoctor en Derecho, Universidad de Alicante

Íntimamente relacionada con la cuestión de la naturaleza jurídica de la figura está la de la función que haya de otorgarse a la aceptación del beneficiario en orden a la adquisición del derecho estipulado a su favor y, en particular, la de si es preciso que el beneficiario acepte para que ese derecho ingrese en su patrimonio o si la adquisición se produce de forma automática en el mismo momento de la perfección del contrato. Por ello el presente epígrafe puede considerarse, en cierta medida, como la continuación del debate doctrinal al que hicimos referencia en el Capítulo tercero, cuando nos ocupamos de la naturaleza jurídica de nuestra figura.

El estado de la cuestión en la doctrina y en la jurisprudencia española

Lo cierto es que nuestro Código civil no se hizo eco en 1889 de las construcciones doctrinales que por aquel entonces triunfaban ya en otros países europeos. Aunque sin consagrarlo expresamente el párrafo segundo del artículo 1.257 parece marcado, al igual que su modelo el Code Napoléon, por la influencia de la que hemos denominado «teoría de la oferta». Así viene a confirmarlo el comentario de GARCÍA GOYENA al artículo 977 del Proyecto isabelino, antecedente inmediato del actual artículo 1.257, donde podemos leer que «la aceptación posterior del tercero constituye un verdadero contrato respecto de él, como si hubiera aceptado al tiempo de celebrarse»93, sin precisar si ese contrato era el mismo celebrado entre promitente y estipulante al que aquél se adhería u otro distinto con el estipulante o con el promitente. Con estos antecedentes, no es de extrañar que entre los primeros comentaristas del Código civil se impusiera el criterio de considerar que con la aceptación el tercero se convierte en parte contratante, «si no por consentimiento coetáneo, por el concurso sucesivo de la oferta y de la aceptación posterior»94.

Sólo una cosa está clara y es que la aceptación del beneficiario no puede ser considerada un requisito para la perfección del contrato celebrado a su favor, de otro modo estaríamos ante un contrato plurilateral y no cabría hablar de tercero sino de un tercer contratante95. El propio artículo 1.257 nos ofrece un sólido argumento al decir que el beneficiario ha de hacer saber su aceptación al «obligado», lo que demuestra que el contrato se ha perfeccionado ya antes por el concurso del consentimiento de promitente y estipulante. Pero entre la doctrina civilista española más reciente encontramos un inusual consenso a la hora de admitir no sólo que el contrato a favor de tercero es perfecto antes de la aceptación del beneficiario, sino que se trata de una auténtica excepción al principio de relatividad contractual, rechazando de esta forma que la aceptación del tercero de la que habla el artículo 1.257 lo sea a una oferta a él dirigida96. Sobre este punto no creemos que sea necesario insistir, puesto que ya hemos visto cómo cualquier otra concepción significaría privar de virtualidad a la figura.

Las dudas surgen a la hora de determinar qué función debe atribuirse al requisito de la aceptación del beneficiario al que hace expresa referencia nuestro Código civil. Pese a la evidente autoridad de quienes, en época relativamente reciente y en consonancia con la solución consagrada en los ordenamientos de nuestro entorno, han defendido que la aceptación debe ser considerada como un elemento meramente confirmativo del derecho ya adquirido con la perfección del contrato97, no podemos hablar de un cambio de tendencia, pues todavía es mayoritaria la opinión tradicional, que ve en la aceptación un requisito impuesto por la ley como presupuesto necesario (condicio iuris) para que ingrese en el patrimonio del beneficiario el derecho estipulado a su favor98.

Resulta paradójico observar cómo tanto unos como otros invocan igualmente la letra del referido precepto en apoyo de su tesis. Aquellos que consideran necesaria la aceptación creen que el artículo 1.257 es claro en este sentido y se basan para ello en la afirmación de que el tercero «podrá exigir su cumplimiento, siempre que (es decir, sólo si) hubiese hecho saber su aceptación al obligado»99. Podría pensarse que, siendo la intención del legislador la de consagrar la teoría de la oferta y habiéndose demostrado la imposibilidad de seguir sosteniendo esta concepción, lo más lógico sería tratar superarla apartándose lo menos posible de ella, esto es, conservado el requisito de la aceptación aunque se le de un valor más limitado, pero este argumento sólo serviría desde una determinada concepción del Derecho hoy netamente superada, según la cual la interpretación de la norma debe estar presidida por la búsqueda de la intención del legislador. Por ello y para desvirtuar la concepción precedente, los partidarios de la adquisición automática centran su atención en el hecho de que la aceptación del beneficiario aparezca vinculada a la revocación de la estipulación, llegándose a afirmar de manera categórica que «en realidad, el artículo 1.257 ni trata de ella (de la aceptación), ni mucho menos la convierte en una condicio iuris de la adquisición del derecho por el beneficiario, limitándose el precepto a precisar la eficacia de la puesta en conocimiento de la aceptación, hecha por aquél, en orden a impedir la revocación del beneficio»100. Aunque sea un tanto forzada -la norma estaría pensando exclusivamente en el supuesto de que la estipulación ha sido revocada y lo que vendría a decir es que aun así el beneficiario podría exigir el cumplimiento de la prestación si previamente hubiese hecho saber su aceptación al obligado-, esta interpretación, al igual que la anterior, es correcta desde un punto de vista gramatical, lo que induce a pensar que la literalidad del precepto no resulta determinante para resolver la cuestión.

Por lo que se refiere a la doctrina sentada por la Sala Primera de nuestro Tribunal Supremo tampoco encontramos en ella una solución contundente al problema que nos ocupa. Es cierto que un primer análisis podría hacernos pensar que la jurisprudencia se ha decantado decididamente por la necesidad de aceptación del beneficiario como requisito para que el derecho estipulado a su favor ingrese en su patrimonio101. Así la sentencia de 10 de diciembre de 1956 afirma que el derecho «no surge perfecto en su persona más que cuando el mismo tercero declare querer aprovecharlo»102, la de 24 de diciembre de 1977 que «sólo mediante su aceptación hecha saber al obligado deviene (el beneficiario) titular de la prestación»103 y, entre las más recientes, la de 23 de octubre de 1995 que «el tercero tiene acción para exigir su cumplimiento a partir de la aceptación comunicada»104. En lo que constituye una práctica habitual de nuestro Tribunal Supremo, la necesidad de aceptación ha sido confirmada incluso en supuestos en los que en absoluto era necesario pronunciarse sobre el particular, habida cuenta de que no se apreció la existencia de un contrato a favor de tercero105. Por lo demás y con el fin de dejar claro que no estamos ante la aceptación de una oferta, la jurisprudencia ha calificado en reiteradas ocasiones esa declaración de voluntad del beneficiario como una condición suspensiva106 o, con mejor técnica jurídica -pues, en cualquier caso se trataría de un requisito impuesto por la ley y no por la voluntad de las partes-, como una condicio iuris de la que se hace depender el ingreso del beneficio en el patrimonio del tercero107.

Pero todas estas afirmaciones, por muy reiteradas que sean, no nos parecen aun definitivas, porque aceptado el principio se deberían admitir también sus consecuencias y aquí es donde parece quebrarse la coherencia de la doctrina jurisprudencial, porque si la aceptación fuese realmente un presupuesto indispensable para que el tercero devenga titular de un derecho de crédito frente al promitente, no podría aquél reclamar judicialmente el cumplimiento de la prestación si no hubiera tenido lugar previamente esa aceptación108. De ahí el contrasentido en que incurre la jurisprudencia al apreciar fundada la pretensión del beneficiario sin necesidad de acreditar la previa aceptación de la estipulación con tal de que ésta no hubiese sido revocada antes de la presentación de la demanda109. Entendemos que exigir la aceptación para que el derecho ingrese en el patrimonio del beneficiario y admitir al mismo tiempo la acción si hasta ese momento no había intervenido la revocación del estipulante implica una contradicción, porque la acción no es sino la sanción de un derecho ya existente y sólo podrá dársele el valor de una aceptación implícita cuando la función de ésta última sea confirmativa de un derecho ya adquirido110.

Así las cosas, parece que la cuestión no está ni mucho menos zanjada, lo que sugiere la necesidad de una revisión de la problemática. Para llevar a cabo esta tarea es preciso conocer tanto el origen de la disputa como los términos en que ésta ha sido resuelta en los ordenamientos de nuestro entorno.

Origen de la controversia. La «teoría de la creación directa del derecho del tercero»

La que considera la aceptación del beneficiario como un presupuesto legal para la adquisición del derecho por parte del tercero o una condicio iuris no es una tesis nueva, ni original de nuestra doctrina, en realidad había sido ya expuesta por VON GIERKE111 en los años que precedieron a la codificación alemana y, vigente el Código italiano de 1865, sería defendida por PACCHIONI112, GIOVENE113 y FOLCO114, que pretendían de este modo reaccionar frente a lo que consideraban un abuso de la «teoría de la creación directa del derecho del tercero».

Vimos al analizar la naturaleza jurídica de la figura cómo la necesidad de dotar al beneficiario de un derecho propio y directo contra el promitente llevó a ver en el contrato a favor de tercero una excepción al principio de relatividad. Pero los defensores de la que se ha convenido en llamar «teoría de la creación directa del derecho del tercero» («théorie de la creation directe du...

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