Ellas y el mundo. Documentando el tiempo

AutorMontserrat Huguet
Cargo del AutorUniversidad Carlos III de Madrid
Páginas49-79

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Sea cual sea nuestra condición en la vida, algo que nos identifica a todos los seres humanos es la manía temprana de pensar en el tiempo. Pero, pensar en el tiempo suele ser un ejercicio arriesgado. Esta afición injerta en nuestro ánimo sensaciones de vértigo muy desagradables. Con todo, quien más y quien menos le ha dedicado momentos inolvidables a esta extraña tarea que de antemano se sabe no ha de conducirle a ningún sitio. Al igual que pararse a mirar el cielo pausadamente, contemplar el paso del tiempo quizá tenga también un efecto relajante en el ánimo.

Para un historiador es otra cosa. El tiempo es la materia central de su trabajo, sin tiempo que observar, tendría que dedicarse a otros menesteres. Profesionalmente hablando, el historiador se hace preguntas que considera insoslayables, del estilo de si pueden las acciones de los hombres atestiguar el paso del tiempo o si las evidencias y los documentos son instrumentos indispensables para solucionar el problema de que el tiempo se mueva sin dejar que le veamos. El tiempo sin vestigios solo sería un delirio indescifrable ya que, sin materia que atestigüe la experiencia de los hombres esta sería poco

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menos que nada. Documentar pues el tiempo es ponerlo en movimiento con el propósito de que se nos haga visible.

El documento es la sustancia de que se construye el tiempo; se refiere a un objeto que para ser reconocido como historia ha de convertirse en testimonio de la acción. Del conjunto de los sujetos en acción nos preocupará la relación que mantengan entre sí: sus cuitas, normas y jerarquías, el pensamiento respecto de sus propias acciones... Mejor que los sujetos estén muertos y bien muertos para que, estando quietos, no se muevan de nuestro objetivo. No hay nada de morboso en esta consideración, ya que los cadáveres de la historia rejuvenecen en las inquietudes de los vivos. La historia se presta a salvar la distancia entre la acción y la memoria1. Para la Historia (construcción de un relato que tenga visos de verosimilitud), observar y contar son quizá los dos procesos esenciales en relación con su objeto fundamental: documentar el tiempo.

Por otra parte, la historiografía se ha planteado si es posible explorar la historia desde la mera experiencia. La dimensión casi estrictamente cívica y política de los asuntos que interesaban a la historia en el siglo XIX se escapaba obviamente de los objetos de atención de la mayor parte de las mujeres. ¿Estaban por eso al margen de la historia? El sentido común y las investigaciones nos han enseñado que no, que en los textos escritos por ellas, en sus lecturas y, cómo no, en aquellos textos en los que ellas eran la referencia central, las mujeres tenían su lugar en el mundo. Por senderos que a menudo se han borrado, las mujeres andaban bien despiertas mirándolo todo y certificando con sus relatos y controversias qué era importante y qué no. Por eso, más que ninguna otra actividad a la que pudieran dedicarse, la narrativa ha dado a la historia testimonio de los modos de pensar en femenino -si bien esta afirmación no pasaría hoy los filtros más estrictos de la teoría de género. También en la narrativa se guarda la historia de la

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tergiversación acerca del mundo de las mujeres, de los mitos ligados a ellas.

La idea que aquí nos ocupa está pues bastante aireada ya. Trata de recordar que mucho antes de que la historia se escribiese como un género literario o como el resultado de una investigación científica, mucho antes y también a la par, eran los no protagonistas de la historia, los ancianos y las mujeres, quienes se hacían cargo de preservar recuerdos y de narrarlos2.

En la monotonía de los días, las mujeres cribaban el pasado como cribaban la siega, y lo cocinaban esmeradamente para los hijos y los hijos de sus hijos. Los varones de la casa, ocupados en tareas centrales, no solían tener tiempo para asuntos de esta especie. Contar historias no precisaba conocimientos muy sabios, ni siquiera saber leer y escribir. Si acaso, y ya en tiempos recientes, las mujeres a la hora de decir se inspiraban en las viñetas de las revistas femeninas, viñetas con bocadillos que englobaban dos, a los sumo cinco palabras protegidas por signos de exclamación que facilitaban la teatralidad en el sentir y en el contar. Pero casi siempre era suficiente con usar la memoria y tener ganas, muchas ganas de hablar.

Quizá sea ineludible recordar que existen estudios científicos que justifican la tesis de que las funciones del lenguaje están mejor desarrolladas en el cerebro de las mujeres que en el de los hombres3. Razonamientos neurológicos aparte, se nos ha dicho siempre que las niñas son charlatanas, que parlotean incesantemente desde la más tierna infancia y que no callan ni debajo del agua (Conozco a muchas chicas que no abren la

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boca y que, pese a ello, son perfectamente normales). Contar cosas no requería de tanto esfuerzo como hacerlas y por ello se consideraba la verbalización de las experiencias propias y ajenas con el desprecio con que se juzga lo secundario. Se hablaba, al mismo tiempo que se llevaban a cabo las tareas de la crianza y el cuidado de la familia, estas de forma mecánica. Era agradable romper el silencio de la labor con monólogos cautos, o desfogarse con exagerados relatos de familia o vecindario. Poner verde a la vecina o victimizarse eran técnicas usuales en los mentideros de mujeres. En reunión, todas juntas, las mujeres monologaban, apenas si discutían razonadamente sobre asuntos ajenos a sus experiencias privadas. Lo propio era relatar, hubiese o no oídos atentos al relato. Sin luz artificial en las casas, a refugio de las calles oscuras, las largas noches se hacían menos penosas al calor de una buena historia. Los padres se sumaban a los cuentos en el momento final de la jornada en que ellas, agotadas de tanta charla, podían pasarles el testigo de la narración.

Todo iba bien hasta que las mujeres empezaron a hacerse preguntas insólitas, por ejemplo, si su experiencia y la memo-ria de la que eran guardianes tenían alguna relación entre sí. O si alguien se ocupaba de poner a resguardo en la memoria las pequeñas cosas que a ellas les preocupaban y de las que no solo eran voz sino también parte. Percibían que, además de agentes solventes de la memoria que alimentaban con su verbo fácil, podían ser además sujetos de un tiempo documentado por otros. Proponer este giro de buenas a primeras no fue fácil en absoluto. En el final del Antiguo Régimen, que es el momento del que estamos hablando, este juego de espejos era aún desconcertante. Los cristales de espejo social -aún tosco y sin pulir- devolvían a las mujeres sus figuras distorsionadas. La visibilidad contemporánea de las mujeres se encuadraba en un proceso lento con momentos de oscuridad. A veces a las mujeres se les procuraba la suerte de ser observadas y ellas veían satisfechas cómo su imagen se distanciaba de los clichés tradicionales, los recreados por

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la publicística4y por los libros, llenos de arquetipos y de lugares comunes. Así, en la España Isabelina algunos rotativos hacían referencia a mujeres delicadas que asumían su lugar en el mundo y lo colmaban de imágenes decorativas. Véanse el Album de Señoritas (1852) o El Angel del Hogar (1866). En este tipo de publicaciones no se apreciaba ningún atisbo de subversión, si acaso la aceptación de la condición satisfecha y, en ella, un irrefrenable gusto por pasarlo bien en el marco del decoro. Las damas con suficientes recursos y las criadas a su servicio, que cogían a escondidas los números antiguos de estas publicaciones, encontraban en la prensa femenina un innegable regato de ocio y de satisfacción.

Sin embargo, una cosa era congraciarse con la imagen de una misma al observarse y otra bien distinta mantenerse relajada y satisfecha al recibir la atención observadora y el juicio de los demás. La forma habitual de verse a sí misma era captar la imagen de una en los gestos de aprobación o reprobación de los demás: "(...) la sensación de popularidad recuperada y el encanto de la devoción de Chelles habían casi borrado los feos recuerdos de fracaso y restaurado aquella imagen de ella misma en otras mentes, que era su única manera de verse a sí misma"5. Pero, hasta momentos avanzados de la contemporaneidad la observación sobre las mujeres apenas si acarreaba crítica alguna, si acaso algún juicio moralizante. La ausencia de voluntad en sus actos les hurtaba responsabilidad sobre sus consecuencias. Los juicios racionales sobre los actos femeninos eran inadecuados porque se hacían sobre la condición natural de las mujeres -taimada y torpe- que no puede ser sino guiada con rectitud en la medida en que se planta una estaca junto a la vara que crece torcida para que se enderece. Este tipo de reprimendas no molestaba a las mujeres, que se sentían halagadas y satis-

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fechas por el mero hecho de ser miradas con atención. Pero ahora, al saberse además juzgadas en su condición de sujeto de una acción privada o pública, las mujeres comenzaron a padecer ansiedades derivadas de la intranquilidad que deviene de no saber si se cumplen o no las expectativas que se suscitan. Mientras que los varones habían sido educados para soportar la presión de que se esperase siempre algo de ellos, las mujeres, de quienes nada se esperaba nunca, estaban acostumbradas a que sus acciones extemporáneas se incluyesen en la nómina de los éxitos. Cualquier cosa en ellas era un logro, un logro loado. Sin embargo, la carrera por la incorporación y la igualdad exigía el sometimiento a una evaluación y a la calificación de los resultados de las experiencias. Las mujeres pues estaban forzando al observador a abrir el ojo, no ya sobre su figura, sino sobre sus acciones. Por ello mismo se irritaban cuando, al serles llamada la atención por sus faltas, se apoderaba de ellas la certeza de que a partir de entonces la inseguridad frente a los retos habría de ser un...

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