Movilidad funcional y modificación sustancial de condiciones de trabajo

AutorJoaquín García Murcia
CargoCatedrático de Derecho del Trabajo. Universidad de Oviedo
Páginas79-98

PRESENTACIÓN

Las decisiones sobre movilidad y modificación sustancial de condiciones de trabajo no figuran, en apariencia, entre los aspectos más delicados de la relación de trabajo, que suelen identificarse con la duración del contrato (y, concretamente, con las posibilidades de contratación temporal), con las vicisitudes que pudieran afectar a su vigencia o continuidad (como el cambio de empresario, por señalar una de las de mayor envergadura), y, en general, con los procedimientos y formas de extinción (y sobre todo, claro está, con el despido). Pero no cabe ninguna duda de que, pese a ello, los cambios en la prestación de trabajo constituyen acontecimientos de singular trascendencia no sólo para la conformación del contrato sino también para su misma estabilidad, pues atañen a cuestiones tan decisivas como la clase de tareas que puede o debe realizar el trabajador, el lugar en el que el trabajo se ubica o los términos de realización de la prestación de trabajo (como la jornada, el horario o el régimen salarial).

No es cuestionable tampoco el impacto de esos cambios en la clase de intereses que habitualmente rondan en el contrato de trabajo, ni, por decirlo con mayor precisión, su capacidad de reflejo de las posiciones encontradas que por lo general ocupan los sujetos de la relación laboral. Es fácil de comprender, en efecto, que si la acomodación progresiva de la prestación de trabajo forma parte de las aspiraciones propias de todo empresario, la estabilidad en el empleo, entendida ahora en su sentido más amplio (es decir, como estabilidad no sólo en el contrato sino también en las condiciones de realización del trabajo) figura, por el contrario, entre los bienes más apreciados por el trabajador, no muy proclive seguramente a introducir alteraciones en su ritmo o modo de trabajo, y menos aún en su forma de vida, en su organización familiar o en sus relaciones sociales. El cambio en la clase o las condiciones de trabajo puede ser bueno, desde luego, para la organización productiva, y eventualmente para el trabajador, pero probablemente suponga para éste mayores trastornos e inconvenientes que para la empresa.

Siendo así, las indicaciones o reglas que en este terreno imponga la legislación laboral nunca podrán ser inocuas o anodinas, entre otras razones porque tendrán que tomar partido, por su propia naturaleza, por alguno de aquellos intereses. Cabe decir, por ello, que las normas sobre movilidad y modificación de condiciones de trabajo están inevitablemente llamadas a engrosar la parte más sustanciosa o genuina del Derecho del Trabajo, en la medida en que su principal finalidad y razón de ser no podrá ser otra que la consabida composición de intereses entre los sujetos que contienden en el contrato de trabajo, y que, a la hora de fijar su contenido y alcance, el legislador no tendrá más remedio que conjugar una dosis razonable de tutela a favor del trabajador con la preservación de unos márgenes suficientes para el adecuado despliegue de los poderes empresariales de organización y dirección del trabajo.

Ésta ha sido, a fin de cuentas, la orientación de la legislación española en la materia, especialmente desde que se empezó a tomar plena conciencia del problema. Algo que, por cierto, vino a coincidir en el tiempo con la concepción y preparación del Estatuto de los Trabajadores (ET), ya que la legislación precedente Œy, en especial, la que recorre el periodo comprendido entre la II República y la transición políticaŒ no pasó de unas primeras indicaciones sobre el contenido de la prestación de trabajo y las posibilidades de variación del empresario en circunstancias extraordinarias, sin perjuicio de lo que se fue añadiendo (preferentemente, en materia de organización del trabajo, clasificación profesional y movilidad) por aquel cauce tan peculiar constituido por las reglamentaciones de trabajo y ordenanzas laborales. El Estatuto de los Trabajadores, a su vez, tuvo que reacomodarse con el paso de los años, precisamente por aquella constante necesidad de equilibrio entre las posiciones e intereses de una y otra parte de la relación de trabajo.

LA SITUACIÓN PREVIA AL ESTATUTO DE LOS TRABAJADORES

Por razones que en el fondo tal vez no sean muy difíciles de comprender, lo cierto es que, como se acaba de decir, la legislación laboral de los primeros momentos no pareció muy preocupada ni por la fijación del contenido de la prestación laboral ni, en mayor medida aún, por su posible alteración como consecuencia de causas sobrevenidas o de nuevas necesidades de la organización productiva. Una buena muestra de ello puede encontrarse, si queremos identificar algún punto de partida, en el Código de Trabajo de 1926 (aprobado por RDL de 23 de agosto de ese año), en el que ni siquiera se hizo alusión a los poderes de variación del empresario, insertos, supuestamente, en sus facultades generales de dirección y organización del trabajo (de las que, por cierto, tampoco había un reconocimiento expreso en aquellas normas históricas). En realidad, en esta primeriza normativa laboral la atención hacia el contrato de trabajo parecía quedar limitada a los requisitos de su válida celebración y a sus posibilidades de vigencia en función de los términos acordados por las partes. De ahí que las normas de la época mostraran su mayor interés en todo lo relativo a la posible duración del contrato (abriendo a tal efecto las tres grandes opciones que desde entonces se conocen: sin tiempo fijo, por cierto tiempo o para obra o servicio determinado) y a sus posibles causas de extinción, sin perjuicio de que también se prestara alguna atención, naturalmente, a las condiciones más básicas de toda relación de trabajo, esto es, a la jornada y la retribución.

Con el paso del tiempo, como era de esperar, la legislación laboral fue haciéndose cargo de otros muchos aspectos del trabajo asalariado, y fue introduciéndose, por lo que ahora nos interesa, en la determinación de los derechos, facultades, obligaciones o responsabilidades de las partes, lo que constituía ya una primera puerta de entrada para abordar el contenido y alcance de la prestación de tra-bajo, que, como fácilmente se comprende, es la base de operaciones para las decisiones de movilidad o modificación y, en consecuencia, para la afloración de las correspondientes normas o directrices legales1. La Ley de contrato de trabajo de 1931 Œde 21 de noviembre, para más señasŒ ilustra a la perfección esta nueva tendencia, al exigir Œcomo ya habían hecho algunos proyectos anteriores, dicho sea de paso2Œ la mención en el contrato de «la clase o clases de trabajo» que constituyeran su objeto (art. 20), y al disponer que en condiciones normales, y a falta de otra especificación en «disposiciones, bases, acuerdos o pactos colectivos», se prestará «el trabajo corriente» (art. 76), pero con la precisión de que en caso de «necesidades urgentes de prevenir grandes males inminentes o remediar accidentes sufridos» el trabajador habría de «prestar mayor trabajo u otro del acordado», bien es cierto que «de modo pasajero» (art. 77). Acogiendo asimismo reglas avanzadas con anterioridad en fase de proyecto, la LCT de 1931 empezó a imponer también la elaboración de un reglamento de trabajo en las fábricas o talleres de cierta dimensión (más de 50 trabajadores, en la industria o comercio), en el que se habrían de consignar las «disposiciones precisas» acerca, entre otras muchas cuestiones, de las «exigencias del trabajo» (art. 66), y en el que, por ello mismo, habría que proceder, presumiblemente, a la determinación del contenido de la prestación inicial y a la previsión de sus posibles variaciones.

La mayor densidad de la normativa laboral durante el régimen franquista iba a ser, en todo caso, terreno abonado para una reglamentación más detallada del trabajo y, especialmente, para una mayor precisión de las facultades empresariales en lo que empezó a llamarse «la ordenación de los elementos de la empresa»3. No podía extrañar, por lo tanto, que ya en la primera norma laboral auténticamente representativa de las orientaciones del nuevo régimen Œla Ley de reglamentaciones de trabajo de 16 de octubre de 1942Œ se incluyeran referencias claras y directas a la «organización del trabajo» y a la «clasificación del personal», ni tampoco que en el nuevo texto de la ley de contrato de trabajo Œaprobado por Decreto de 26 de enero de 1944Œse identificara como contenido necesario del «reglamento de régimen interior» (la nueva denominación del reglamento de empresa) todo lo relativo a la «organización y jerarquía en el trabajo», la ordenación de las «plantillas» o la «clasificación de personal» (arts.21 y 22). Por lo demás, la LCT de 1944 reiteraba que en el contrato debía consignarse «la clase o clases de trabajo» contratado (art. 16), y que el trabajador, obligado en principio a realizar la clase y extensión de trabajo marcada por las pautas normativas correspondientes (leyes, reglamentación del trabajo, contrato y, en su defecto, usos y costumbres, según el sistema de fuentes de la época) y a prestar «el trabajo «corriente», de forma pasajera «y por necesidad urgente de prevenir grandes males inminentes o de remediar accidentes sufridos», quedaba también obligado a realizar «mayor trabajo u otro del acordado, a condición de indemnizarle de acuerdo con las disposiciones legales» (art. 64).

Con esta regla, ya instaurada como vimos en la legislación republicana, se concedía al empresario un primer poder de «variación» respecto de «la clase y extensión» de la prestación de trabajo. Pero fue una disposición coetánea a la LCT de 1944, sin embargo, la que empezó a ocuparse en sentido estricto, y de forma mucho más explícita, de la posible introducción de cambios en el contenido o el alcance funcional de la prestación de trabajo. En efecto, mediante otro Decreto de 26 de enero de 1944, destinado a establecer un nuevo procedimiento de suspensión o extinción de los contratos de trabajo por crisis de la empresa en sustitución de una primera intervención estatal en el periodo de la II República (el Decreto de 29 de noviembre de 1935), se contempló de manera expresa la posibilidad de que el empresario también decidiera modificaciones, «por cualquier concepto», en «las condiciones en que se desenvuelven las relaciones laborales entre los elementos de la producción, tales como reducciones de plantilla, jornada de trabajo, establecimiento de turnos, o cualquier otra que implique alguna variación en el contrato de trabajo existente», exigiendo para ello, al igual que ya se venía haciendo para los casos de suspensión y extinción, el requisito de autorización previa por parte de la Administración laboral competente. A esas alturas, pues, ya estaba presente en la legislación laboral, de forma clara, una nueva categoría: la modificación de condiciones de trabajo por iniciativa empresarial.

A ella harían referencia, como era de esperar, otras normas posteriores, con una orientación similar: en primer término, el Decreto 3090/1972, de 2 de noviembre, de política de empleo (desarrollado por Orden de 18 de diciembre de 1972), que reiteró la necesidad de autorización de los órganos competentes del Ministerio de Trabajo para «la modificación de las condiciones de trabajo», esto es, para la modificación de «las condiciones en que se desenvuelven las relaciones laborales en la empresa que impliquen variación en los contratos de trabajo» (arts.8 y 9)4; posteriormente, la Ley de Relaciones Laborales de 1976 ŒLey 16/1976, de 8 de abrilŒ, que incluyó una regla similar en su art. 18, en el que también se mantenían las competencias de informe previo que ya habían sido reconocidas por la norma anterior en favor de la Organización sindical y de los jurados de empresa (o, de no existir éstos, de los enlaces sindicales)5. Fue precisamente esta última disposición legal la que incorporó al contenido de la legislación laboral otra de las categorías básicas en el ámbito de la movilidad o variación de condiciones de trabajo: el cambio de lugar de trabajo con cambio de residencia, que podía ser de carácter temporal o transitorio (desplazamiento) o, por el contrario, de carácter duradero o presumiblemente definitivo (traslado). A estos efectos, la LRL supuso también la introducción de algunas pautas y exigencias que abrirían una nueva línea de regulación para el futuro, como la necesidad de concurrencia de «probadas razones técnicas, organizativas o productivas» para entender justificada la correspondiente medida empresarial, el requisito de autorización administrativa en el traslado, la competencia de la autoridad laboral para dirimir los posibles conflictos entre trabajador y empresario, y el llamado «derecho de consorte» (art. 22).

LA ENTRADA EN ESCENA DEL ESTATUTO DE LOS TRABAJADORES

En todo caso, y como ha podido comprobarse, a la altura de 1980 la situación normativa en torno a las facultades de organización y dirección del trabajo y, en particular, en torno a las posibilidades del empresario de introducir cambios en la prestación de trabajo inicialmente contratada, era todavía un tanto precaria, necesitada de un diagnóstico adecuado de la amplitud del problema y, sobre todo, de un mínimo sistema. En buena medida, y cuando menos de modo implícito, la legislación del trabajo parecía reposar o bien en la propia inercia de la relación laboral (en la que seguramente el trabajador llevaba las de perder), o bien en la normativa sectorial, que en aquella época estaba representada sobre todo por las reglamentaciones de trabajo y ordenanzas laborales y que, tras declarar como premisa general que la organización del trabajo pertenecía a las competencias de la dirección de la empresa, solía proporcionar reglas acerca de la clasificación profesional, la movilidad funcional, los cambios de categoría, los ascensos, y los traslados o desplazamientos, normalmente para reconocer ciertas facultades al empresario, aunque también para preservar los derechos del trabajador afectado, e incluso para reconocer al personal algunas posibilidades de iniciativa o propuesta de cambios.

En comparación con sus precedentes, la Ley 8/1980, de 10 de marzo, de aprobación del Estatuto de los Trabajadores representó ante todo una primera reconstrucción y sistematización de los poderes empresariales y, en concreto, de las posibilidades del empresario de proceder a la modificación del contenido o alcance funcional de la prestación de trabajo. Por lo pronto, esa primera versión del ET consagró el poder empresarial de organización y dirección del trabajo (art. 20) y el correlativo deber de obediencia del trabajador (art. 5.c), como una especie de habilitación general para la gestión del personal de la empresa. Pero además reconoció al empresario, en algún caso de manera implícita y en otros de manera expresa, facultades de movilidad funcional dentro de ciertos límites (art. 39, en conexión con el art. 23)6 y facultades de modificación «sustancial» de condiciones de trabajo (art. 41), incluidos traslados y desplazamientos (art. 40), siempre que ello estuviera justificado por razones técnicas, organizativas o de producción, es decir, cuando para el buen desarrollo de la actividad empresarial se hiciera necesario un reajuste o reacoplamiento (en sentido funcional o topográfico) de la plantilla7. A todo ello se añadía, como materias conexas, una referencia esencial al procedimiento de clasificación profesional (art. 16.4) y una regulación básica de los criterios y procedimientos de «ascenso» en el sistema de grupos o categorías profesionales, terreno éste en el que, por cierto, de nuevo se iba a reservar un espacio notable para «las facultades organizativas del empresario» (art. 24).

Ciertamente, no podía decirse que fuese una regulación perfecta, ni siquiera una regulación acabada, por varias razones. Ante todo, por su deficiente ensamblaje, que se hizo a base de piezas sueltas y relativamente inconexas, y que parecía quedar a expensas de una posterior labor de montaje y de perfil, que obviamente tenía que corresponder a los intérpretes o aplicadores de la norma. Pero también por su carácter incompleto o limitado, tanto desde el punto de vista material como desde el punto de vista subjetivo, pues, además de olvidarse del muy probable interés del trabajador en introducir cambios en la prestación de trabajo, cuando menos de forma circunstancial o por motivos ocasionales (como ya había dejado ver la normativa sectorial), tan sólo afrontaba los cambios «sustanciales» o de notable envergadura (como el cambio de categoría por un tiempo prolongado, o el cambio de lugar de trabajo con cambio de residencia), dejando fuera de su radio de acción otras variaciones tal vez no tan «dramáticas» pero de efectos igualmente sensibles para el trabajador (como el cambio de lugar de trabajo sin cambio de residencia pero con mayor tiempo de desplazamiento, o el cambio de ubicación de la empresa o de sus centros de trabajo, por poner algún ejemplo).

Por otro lado, la primera versión del Estatuto de los Trabajadores Œque en esta parcela, dicho sea de paso, vio la luz prácticamente en los mismos términos en que había sido concebida en fase de proyecto8Œ era, acaso inevitablemente, muy tributaria de la regulación precedente, puede que no tanto en su presentación formal, ni siquiera en su contenido real, pero sí en sus principios inspiradores. Para el legislador de 1980 la gestión de personal (al menos, la adopción de medidas laborales en ese terreno) parecía concebirse como una competencia exclusiva de la dirección de la empresa, en la que apenas quedaba espacio para los mecanismos de participación o representación colectiva, y cuyo ejercicio no parecía requerir demasiadas cautelas o previsiones, dando por hecho que los poderes de organización y dirección del trabajo ya comprendían muchas de esas facultades. La inercia respecto de la legislación precedente se dejaba notar, además, en la pervivencia de la intervención administrativa, que seguía jugando un papel esencial en las medidas de traslado o modificación sustancial de condiciones de trabajo; mantenía, incluso, su función arbitral en caso de oposición del trabajador a una orden de desplazamiento. La relación empresario y trabajador (o, a lo sumo, la relación empresario-plantilla), y la labor supervisora de la Administración de Trabajo, parecían agotar, así pues, los puntos de referencia para el legislador de esa época, sin perjuicio de que también contuviera algunas alusiones, más o menos relevantes, aunque casi siempre incidentales, a la representación legal de los trabajadoress9.

LA REFORMA LABORAL DE 1994: HACIA UNA REGULACIÓN MÁS MADURA

En parte por aquellos residuos de otra época, en parte por la entrada de nuevos aires en la ordenación legal del trabajo asalariado, lo cierto es que la regulación aportada por la Ley 8/1980 en materia de movilidad y modificación de condiciones de trabajo sería objeto de una revisión muy intensa con ocasión de la reforma laboral llevada a cabo por la Ley 11/1994, de 19 de mayo, que afectó prácticamente a todos aquellos pasajes legales, con la única excepción de la cláusula general de reconocimiento del poder empresarial de organización y dirección del trabajo (art. 20 ET). Conociendo los objetivos y propósitos de esa profunda reforma laboral10, no podía extrañar en absoluto que también pusiera en su punto de mira los preceptos legales dedicados a la gestión de los recursos humanos en la empresa. Una mayor atención a los problemas, dificultades o vicisitudes de las organizaciones productivas conducía inexorablemente, como es fácil de comprender, a la revisión del espacio de juego de la iniciativa empresarial, así como del alcance real y de los márgenes de actuación de las facultades de organización y dirección del trabajo propias del empresario. También tenía que conducir, evidentemente, a un replanteamiento de la intervención administrativa y, en sentido opuesto, a una profunda reconsideración del papel de las representaciones colectivas. De todo ello vino a dar buena cuenta, por lo tanto, aquella importante reforma de la legislación laboral11.

La reforma de 1994, sintomáticamente, afectó en primer lugar a las reglas que acotaban las posibilidades de movilidad funcional dentro de la empresa y las consecuencias de una decisión en ese terreno; unas y otras fueron objeto, realmente, de una reformulación desde sus mismas premisas. Desde el punto de vista formal ello implicó bastantes innovaciones sobre la situación normativa anterior, y supuso, no sólo el añadido de nuevos pasajes legales, sino también algunos cambios significativos en la ubicación de las reglas correspondientes, que trataron de conjuntarse y sistematizarse a lo largo de dos artículos: el art. 22, que varió radicalmente de contenido para ocuparse de la determinación cualitativa de la prestación de trabajo y, particularmente, del sistema de clasificación profesional (absorbiendo así el pasaje inicialmente registrado en el art. 16.4 ET); el art. 39, que mantuvo su composición inicial pero engrosada con las reglas sobre cambio de categoría anteriormente comprendidas en el art. 23 (que, de esa forma, quedó «expulsado» de este cuadro normativo, por lo que fue destinado a la regulación del derecho a la formación y promoción profesional, que a su vez había sido desplazado de su lugar original), e incluso el art. 24, que dejaba de tener como punto de referencia, a efectos de ascenso, en la mera categoría profesional, para ubicarlo, más globalmente, en «el sistema de clasificación profesional». No hay duda de que con esta reorganización se logró una ordenación más razonable de la materia, aunque el objetivo quedó frustrado en parte por el «destierro» hacia un capítulo distinto de una regla esencial para toda esta problemática: nada menos que la regla sobre determinación del «contenido de la prestación laboral objeto del contrato de trabajo», que de momento quedó adscrita (ironías del destino) a un art. 16 ET totalmente remozado, bien es cierto que por poco tiempo, puesto que un año más tarde (mediante la refundición llevada a cabo por el Real Decreto Legislativo 1/1995, de 24 de marzo) esta regla extrañada volvió a formar parte de su sitio natural (art. 22 ET, al que se añadió el actual número 5). En todo caso, no era una mala regla desde el punto de vista de su orientación, entre otras razones porque consagraba como primer mecanismo de fijación del contenido de la prestación de trabajo el «acuerdo entre el trabajador y el empresario», que es sin duda el punto de partida en este tipo de operaciones.

Atendiendo a su contenido, la reforma de la movilidad funcional en 1994 supuso, en síntesis, la inclusión en el Estatuto de los Trabajadores de unas pautas básicas no sólo para la adopción de medidas de movilidad o modificación, sino también para la fijación inicial o sucesiva del contenido de la prestación de trabajo. A fin de cuentas, la reforma trajo consigo la creación de una especie de sustrato normativo para la determinación del contenido funcional del contrato de trabajo y para la eventual introducción de cambios en el mismo, operaciones que desde ese momento habrían de tener su punto de partida (como decía el citado art. 16 ET, luego el art. 22.5 ET) en el acuerdo entre las partes, sin perjuicio de que éstas pudieran optar, y optaran habitualmente, por la «equiparación» del trabajador a la categoría, grupo profesional o nivel retributivo previstos en el correspondiente sistema de clasificación profesional. Por ello, la existencia de un sistema de clasificación profesional (que correspondía establecer al convenio colectivo o, en su defecto, al acuerdo de empresa, según el art. 22 ET) se iba a convertir en un elemento decisivo, y por ello mismo resultaba conveniente que la propia ley proporcionara unos indicadores mínimos para su construcción. Desde ese punto de vista, el art. 22 ET, además de consagrar la regla de igualdad y no discriminación por razón de sexo en esta materia, pretendió relanzar los criterios de clasificación que habían empezado a ponerse en circulación en el año 1980, superando incluso las previsiones iniciales. Dos buenas muestras pueden aportarse en ese sentido: por un lado, la preferencia del grupo profesional en la identificación legal de los ejes del sistema, sin perjuicio de que dentro de cada grupo se admitieran distinciones por categorías, funciones o especialidades profesionales (o «niveles retributivos», como decía el art. 16 ET); por otro, la emergencia de un nuevo concepto, el de «categoría equivalente», que iba a permitir una asimilación entre categorías de diferente denominación o ubicación a efectos de movilidad o intercambiabilidad de funciones. Por otra parte, el art. 16 (luego trasvasado al propio art. 22 ET, como hemos dicho) aportó otro ingrediente que a fin de cuentas actuaba en esa misma dirección: la posibilidad de celebrar pactos de «polivalencia funcional», comprometiendo al trabajador a realizar funciones propias de dos o más categorías, grupos o niveles.

El art. 39 ET, por su lado, amplió su contenido mediante la recepción de las reglas sobre trabajos de superior o inferior categoría (movilidad «vertical») procedentes del anterior art. 23, manteniendo el derecho de reclasificación ya reconocido anteriormente en similares circunstancias. Pero, aparte de esta primera ampliación, y de algunos retoques menores o más limitados, el precepto experimentó otras modificaciones de cierta envergadura. No sólo consagró el grupo profesional como unidad básica de movilidad funcional (con el consabido límite de la titulación académica o profesional), sino que potenció indirectamente su uso al disponer que «a falta de definición de grupos profesionales», dicha movilidad «podrá efectuarse entre «categorías profesionales equivalentes», utilizando así el nuevo concepto lanzado desde el art. 22 ET y ampliando, obviamente, las opciones del empresario en la gestión de personal. El art. 39 ET, en todo caso, también supuso la introducción de nuevas condiciones y nuevos límites en el ejercicio de estas facultades empresariales: la exigencia con carácter general de «razones técnicas u organizativas» para el ejercicio del poder de «variación» (más allá del grupo profesional o del más difuso recinto de las categorías equivalentes); la imposición de un tope general para las mismas (y no sólo para las de sentido «descendente»), cifrado en el «tiempo imprescindible»; la preservación de los derechos de dignidad y formación profesional del trabajador afectado (con la prohibición expresa de despido por ineptitud o falta de adaptación), y la ampliación de las competencias de información de los representantes de los trabajadores. Con la nueva redacción del art. 39 ET se hacía la salvedad, finalmente, de que mediante pacto entre las partes o convenio colectivo, o, en última instancia, a través del procedimiento de modificación sustancial de condiciones de trabajo, podrían llevarse a cabo otros cambios distintos de los que directamente permitía ese precepto.

La reforma introducida por la Ley 11/1994 también afectó, como era de esperar, a los arts.40 y 41 ET, esto es, a la regulación de la modificación sustancial de condiciones de trabajo, incluida la movilidad geográfica. La nueva configuración de estos dos preceptos siguió una orientación muy similar a la de los citados con anterioridad, y en términos generales puede decirse que estaba dirigida a facilitar la toma de medidas por parte del empresario ante una coyuntura difícil, o simplemente ante un cambio de circunstancias (de la economía, del mercado, de la competencia, etc.), sin descuidar los derechos e intereses legítimos de los trabajadores. Para alcanzar el primero de esos objetivos se procedió en primer término a una discreta reformulación de las causas que podían dar lugar a alguna de esas medidas (añadiendo expresamente la «razón económica») y a una pequeña ampliación del elenco de condiciones susceptibles de modificación (al que se incorporó el cambio de «funciones»), y para atender el segundo se ampliaron las opciones del trabajador afectado frente a la iniciativa o medida empresarial, reconociendo de modo expreso su derecho a impugnarla ante la jurisdicción social, lo cual supuso, a su vez, la apertura de una nueva modalidad procesal especial (regulada inicialmente en el art. 137 bis LPL y, tras la refundición de la legislación laboral procesal, en el art. 138 LPL)12. Pero la verdadera trascendencia de esta nueva redacción de los arts.40 y 41 ET residía sin duda alguna en la recepción de una distinción que provenía en última instancia del Derecho social comunitario y que venía teniendo su principal campo de juego en el despido «económico»: la distinción entre medidas individuales y medidas colectivas.

En efecto, con la nueva presentación formal de esos preceptos tanto las posibilidades de actuación por parte del empresario como el procedimiento que a tal efecto había de seguirse quedaban estrechamente condicionados (salvo en algún tipo de medida, como el desplazamiento temporal) por el alcance real de la medida, esto es, por su grado de afectación (en términos numéricos o porcentuales, principalmente) al conjunto de la plantilla, de tal manera que las medidas de afectación individual (o, a lo sumo, «plural») no requerían más que la concurrencia de la causa y la notificación al interesado (así como a sus representantes legales), mientras que las medidas de afectación generalizada («colectiva», para ser más técnicos) necesitaban la apertura de un periodo de consultas que en el fondo se había concebido como periodo para la negociación de la correspondiente iniciativa empresarial, aunque salvaguardando en último extremo la facultad del empresario de llevar adelante su propuesta en caso de falta de acuerdo (con alguna excepción, referida al cambio de condiciones previstas en convenio colectivo). Este nuevo esquema había de suponer también, como efectivamente ocurrió, un incremento espectacular del papel de las representaciones colectivas de los trabajadores (las encargadas de negociar la medida, en definitiva), y una reducción proporcional de la intervención administrativa, para la que tan sólo se reservó la posibilidad de retrasar el traslado colectivo cuando sus consecuencias económicas o sociales «así lo justifiquen»13. También supuso la apertura de la «acción colectiva», a través de la modalidad procesal de conflicto colectivo, para la impugnación de las medidas de movilidad o modificación de alcance colectivo.

Con posterioridad a la Ley 11/1994 se han ido incorporando algunos otros retoques en este sistema normativo, aunque de menor calado, o, cuando menos, con un alcance personal o funcional mucho más reducido. El primero de ellos se llevó a cabo con la Ley 42/1994, de 30 de diciembre (art. 42), que introdujo un pequeño retoque en el art. 40.2 ET de carácter meramente formal, aunque sumamente aclaratorio, pues se dejó constancia de que el plazo de noventa días que figuraba (y sigue figurando) en el mismo no va referido a la duración del periodo de consultas sino al periodo computable para deslindar el traslado colectivo del individual. El segundo ha venido de la mano de la Ley Orgánica 1/2004, de de diciembre, de medidas de protección integral contra la violencia de género, que ha añadido un número 3 bis al art. 40 ET para conceder a la trabajadora víctima de dicho tipo de violencia el «derecho preferente» a ocupar otro puesto de trabajo, del mismo grupo profesional o categoría equivalente, si la empresa registrara vacante en cualesquiera otro de sus centros de trabajo, con una duración inicial de seis meses y con la reserva mientras tanto del puesto de trabajo anterior14. Por lo demás, otras disposiciones legales han influido de forma más o menos directa sobre este conglomerado normativo. Dejando a un lado ahora otras incidencias más bien colaterales15, así ocurrió en su momento con la Ley 31/1995, de 8 de noviembre, sobre prevención de riesgos laborales, cuyo art. 26 contempla varios supuestos de movilidad o modificación con fines de protección de la trabajadora en situación de embarazo o de parto reciente16, y así ha ocurrido más tarde con la Ley 22/2003, de 9 de julio, Concursal, que pese a no introducir cambios directos en este sistema legal, vino de hecho a precisar el alcance de alguno de sus preceptos17, al establecer para los casos de sometimiento de la empresa a una declaración formal de concurso una regulación paralela que aunque se asemeje en el fondo al esquema estatutario, hace valer mediante significativos matices la singularidad de dicha situación18.

TRAYECTORIA NORMATIVA Y LÍNEAS DE TENDENCIA, ¿FLEXICURITY AVANT LA LETTRE?

Como hemos podido apreciar, la regulación estatutaria de la movilidad (funcional y geográfica) y de modificación de condiciones de trabajo ha sufrido variaciones importantes con el paso del tiempo. Una primera característica de esa evolución Œuna característica formal, pero con evidentes consecuencias de fondoŒ es su progresiva extensión y complejidad, pues de una primera fase en la que la regulación era muy escasa e incluso un tanto precaria, limitada prácticamente a reconocer la facultad empresarial de variación y a preservar unos derechos mínimos del trabajador (sobre todo, derechos de contenido económico), se ha pasado con el transcurso del tiempo a una regulación muy sofisticada y notablemente ambiciosa, guiada en apariencia por el ánimo de prever todas las circunstancias que pueden conducir al cambio de condiciones, todos los pasos que a tal efecto debe seguir la dirección de la empresa, y todas las consecuencias que de ello pudieran resultar. Curiosamente, en la llamada época de la «desregulación», la normativa laboral Œal menos en este terreno de la movilidad y la modificación de condiciones de trabajoŒ ha ido haciéndose más minuciosa y reglamentista; no sólo no ha desaparecido la intervención legal en esta materia, sino que se ha incrementado de manera notabilísima, con un aumento espectacular de las piezas e ingredientes del correspondiente engranaje normativo. La misma aprobación del Estatuto de los Trabajadores puso en marcha esta tendencia, luego reforzada con las sucesivas reformas.

De cualquier modo, la intervención legal de los últimos tiempos, aunque más acusada desde el punto de vista de su extensión y alcance material, ha ido cambiando progresivamente su orientación respecto de sus primeras manifestaciones. Uno de los rasgos más significativos de toda esta evolución normativa es sin duda alguna la progresiva sustitución de la tradicional intervención administrativa, que arranca de los años cuarenta como tuvimos ocasión de ver, por mayores espacios para la participación de los trabajadores a través de sus representaciones profesionales. Ya con la entrada en escena de la Ley 8/1980 pudieron apreciarse signos evidentes de este cambio de orientación, que cobró fuerza sobre todo a partir de la reforma laboral de 1994, que llevó a cabo una transformación prácticamente absoluta del estado de cuentas anterior. Con la Ley 11/1994, en efecto, la autoridad laboral quedó enteramente desplazada de este terreno, con la única posibilidad, excepcional, de posponer los efectos de un traslado colectivo de gran impacto social o económica en el ámbito territorial correspondiente, todo ello sin perjuicio del inevitable mantenimiento de algunas competencias de «conocimiento» o «notificación» (por ejemplo, a propósito de la apertura de los periodos de consultas), y sin perjuicio, claro está, de sus facultades de control en alguno de estos trámites, de sus funciones generales de vigilancia en el cumplimiento de las normas, y, llegado el caso, de sus competencias de propuesta o imposición de sanciones19.

El papel principal corresponde ahora, en definitiva, a la representación de los trabajadores, obviamente al lado del empresario. El realce de los mecanismos participativos, en todo caso, no es más que una consecuencia de la dimensión colectiva que el legislador ha conferido expresamente a muchas de las decisiones que el empresario puede tomar en este terreno (algo que, por cierto, a su vez va muy unido a la creciente trascendencia de la dimensión de la empresa para la legislación laboral, todo ello por influencia, tal vez, de las directrices y orientaciones del Derecho social comunitario y, en concreto, de la Directiva sobre despidos colectivos)20. En efecto, si en los cambios de trascendencia meramente individual (movilidad funcional, traslado individual, cambio de condiciones pactadas individualmente, etc.) basta con un simple notificación a los representantes de los trabajadores (y al propio trabajador, naturalmente), en las modificaciones de carácter colectivo el empresario ha de proceder a la apertura de un periodo de consultas con dicha representación en el que no solamente deben exponerse las causas y las consecuencias de la iniciativa empresarial sino que ha de actuarse con ánimo negociador, en la medida en que durante el mismo rige el deber de «negociar de buena fe, con vistas a la consecución de un acuerdo». Se trata, pues, de un trámite de consulta un tanto peculiar, muy reforzado desde la perspectiva de la representación de los trabajadores, sin perjuicio de que el acuerdo no sea preceptivo (salvo en un caso muy particular, por estar en juego las condiciones pactadas en convenio colectivo), y de que a falta de acuerdo el empresario puede tomar, subsidiariamente, la decisión pertinente.

Pero no es ésta la única dirección apreciable en las reformas emprendidas en materia de movilidad y modificación de condiciones de trabajo. Es evidente que con tales reformas se han ensanchado también los márgenes de decisión o actuación empresarial, por varios procedimientos y en distintas parcelas. En materia de movilidad funcional la extensión se produjo en un primer momento mediante la preferencia concedida, en el ámbito de la clasificación profesional, a la noción de «grupo profesional», que en sí misma supone ya una notable ampliación del contenido propio de la prestación de trabajo en comparación con los moldes tradicionales, pero se ha ido intensificando después mediante la introducción de conceptos complementarios o alternativos, como el de «categorías equivalentes» y el de «polivalencia funcional», que dilatan enormemente las posibilidades de asignación y cambio de funciones. En materia de modificación sustancial de condiciones de trabajo la extensión ha venido de la mano de la ampliación formal del elenco de causas justificativas, que ahora aparecen bajo la elástica fórmula de «razones económicas, técnicas, organizativas o de producción», y, sobre todo, de la recuperación para el empresa, sin interferencias administrativas, de la facultad íntegra de proceder a los cambios, ya sea de forma directa (cambios individuales o «plurales»), ya sea tras la constatación de falta de acuerdo con los representantes de los trabajadores (cambio colectivo). El interés de la empresa, si bien se mira, ha conseguido una presencia destacada en el trasfondo de toda esta regulación.

La ampliación ha propiciado incluso la posibilidad de proponer e introducir cambios en condiciones de origen colectivo, incluidas las que derivan de un convenio colectivo de eficacia general, aunque en este caso se requiera, por su trascendencia, acuerdo entre la dirección de la empresa y la representación de los trabajadores. La incorporación o generalización de esta técnica Œel llamado «acuerdo de empresa»Œconstituye, por cierto, otro de los rasgos con nombre propio en esta trayectoria normativa. Lejos ya de las pautas ordenancistas marcadas por la legislación preestatutaria y plasmadas en las reglamentaciones de trabajo y ordenanzas laborales, y a notable distancia también de lo que por sus propias características entraña una regulación tan sólida y «codificada» como la del convenio colectivo, la legislación de los últimos tiempos ha hecho descansar sobre el acuerdo de empresa la determinación de muchos aspectos ligados a la toma de decisiones empresariales en el terreno de la asignación de funciones o la introducción de cambios en las condiciones de trabajo. El acuerdo de empresa es, concretamente, el instrumento ideado por el legislador para el establecimiento del sistema de clasificación profesional (art. 22 ET), para la fijación de los criterios y procedimientos de ascenso (art. 24 ET) y, en general, para la adopción de medidas de traslado o modificación de condiciones de trabajo de alcance colectivo (arts.40 y 41 ET). Agilidad, proximidad y mayor grado de participación de los sectores más directamente concernidos parecen haber sido las apuestas del legislador a la hora de promover e incentivar este tipo de instrumentos.

La búsqueda de un mayor grado de flexibilidad ha sido, a fin de cuentas, una de las grandes constantes o líneas de acción de las reformas experimentadas en los años noventa por el Estatuto de los Trabajadores, e incluso de este mismo texto legal respecto de las normas precedentes. La flexibilidad, sin embargo, no es capaz de explicar por completo el tenor y el contenido de las reglas estatutarias dedicada a la movilidad y la modificación de condiciones de trabajo, que también han tratado de preservar un grado aceptable de protección de los intereses implicados, que fundamentalmente son los intereses de los trabajadores. El terreno, por decirlo de otro modo, no ha sido abandonado a la mera decisión o iniciativa empresarial, ni siquiera al juego de la autonomía colectiva; la propia ley ha impuesto una serie de exigencias, de fondo y de procedimiento, que tienen como elemento común la tutela del trabajador, ya sea en sí mismo considerado (salvaguarda de derechos básicos, plazos de preaviso, compensaciones económicas, instrumentos de reacción, etc.), ya sea como parte de un núcleo familiar (permisos especiales, derecho de «consorte», etc.), ya sea, en fin, como representante de la plantilla (prioridad de permanencia). Visto el proceso con cierta perspectiva, podría decirse que el ordenamiento español ha avanzado hacia la modernización (o liberalización) de sus reglas, pero sin abandonar del todo su tradicional tendencia protectora: se ha reforzado el criterio empresarial, pero ni se han descuidado los intereses del trabajador ni, por supuesto, se ha procedido a una total retirada de la ley21.

EL VERDADERO PAPEL DE LA LEY: SOPORTE EMPRESARIAL PARA CASOS DE DISCREPANCIA

Si bien se mira, la función que principalmente viene a cumplir la ley en esta materia es la de remediar la falta de acuerdo entre las partes, como de manera más o menos velada ha venido a reconocer el propio legislador. Lo mismo que su fijación inicial, la alteración del contenido de la prestación de trabajo, del lugar de realización del trabajo o, en fin, de las condiciones en que el mismo se desarrolla, puede ser pactada por las partes del contrato de trabajo. Es decir, lo mismo que el «acuerdo entre el trabajador y el empresario» es apto, como dice el art. 22.5 ET expresamente, para establecer «el contenido de la prestación objeto del contrato de trabajo», y lo mismo que es apto también, aunque la ley no lo diga de forma tan clara, para determinar el lugar y las condiciones de trabajo, el acuerdo debe verse como cauce apropiado para la progresiva introducción de variaciones respecto de los términos iniciales en el propio contrato de trabajo, respetando siempre, como es de rigor, los mínimos legales; esto es, «sin que en ningún caso puedan establecerse en perjuicio del trabajador condiciones menos favorables o contrarias a las disposiciones legales y convenios colectivos», según la cláusula general del art. 3.1.c) ET22. Estos pactos modificativos no serían, a la postre, más que una manifestación de las posibilidades de novación del «objeto o condiciones principales» del contrato reconocidas con carácter general en el art. 1203 del Código Civil.

Este cauce de modificación de condiciones de empleo o de trabajo está abierto desde luego por la propia legislación laboral. No otra cosa quiere decir el art. 39.5 ET al precisar que «el cambio de funciones distintas de las pactadas no incluido en los supuestos previstos en este artículo requerirá el acuerdo de las partes». Es verdad que tal precepto se limita a la movilidad funcional, y es cierto también que reconoce esa posibilidad de manera indirecta o residual, pero no cabe ninguna duda de que está habilitando a las partes Œsi es que hiciera falta una habilitación de ese tipoŒ para introducir cambios en la prestación de trabajo, y tampoco es dudoso que si se aceptan cambios pactados en las funciones o en el puesto de trabajo asignado inicialmente al trabajador también se deben entender aceptables los cambios que afectan al lugar de trabajo o a otras condiciones laborales, aunque los arts.40 y 41 ET no se pronuncien de forma explícita sobre ello23. En el fondo, los cambios que preocupan al legislador no son los resultantes de un acuerdo entre las partes, sino los que se quieran introducir de forma unilateral y, especialmente, los que tengan su origen en la iniciativa empresarial, que presumiblemente chocarán con la resistencia del trabajador afectado, entre otras razones porque implican una alteración no sólo del trabajo inicialmente ajustado, sino también, previsiblemente, de su régimen de vida.

¿Qué hacer con ese tipo de cambios, es decir, con los cambios promovidos unilateralmente por el empresario? Dos son, obviamente, las opciones posibles ante esta cuestión: o bien prohibir todo cambio de carácter unilateral, o bien permitirlos por interés de la empresa, con las cautelas, en su caso, que se estimen necesarias. La respuesta del legislador español, como era de esperar, coincide con esa segunda opción, entre otras cosas porque lo contrario será claramente irrazonable, e incluso contraproducente. La ley española, concretamente, ha habilitado al empresario para introducir cambios unilaterales en la prestación y las condiciones de trabajo siempre que concurran determinadas circunstancias y siempre que se respeten determinados requisitos, de fondo y de forma, con los que se trata de atender adecuadamente los intereses legítimos implicados, que son fundamentalmente intereses de dimensión individual (los del trabajador directamente afectado), pero que también pueden alcanzar dimensión colectiva. Se trata, por lo tanto, de una regulación que, por hipótesis, sólo entra en juego cuando no existe conformidad o acuerdo de las partes, aunque en última instancia la propuesta o iniciativa, como en todo asunto bilateral, provenga del lado empresarial. Justamente para estos casos se reconocen al empresario aquellos «poderes de variación», compensados por una especie de estatuto protector del trabajador afectado (y, en su caso, por las posibilidades de intervención que se abren a los representantes de la plantilla).

Otra cosa es que, como parece inevitable, a resultas de esa intervención legal quede reacondicionado el espacio del que, a falta de regulación, podía en hipótesis disponer la autonomía privada. En efecto, una vez que la ley entra en escena e impone unas determinadas condiciones (de fondo y forma) para la admisibilidad de los cambios unilaterales en el contrato de trabajo, tendrán muchas dificultades de aceptación (no sólo en el plano personal, sino también en el plano jurídico) aquellos acuerdos que establezcan condiciones peores desde la perspectiva del trabajador. En ese nuevo escenario, tales acuerdos podrán ser vistos, no sin razón, como un subterfugio para facilitar la adopción de una medida que de otra manera tendría que sujetarse a unos requisitos más estrictos. En el fondo se estará vulnerando la regla general del art. 3.1.c) ET, que, como vimos, rechaza el pacto individual que establezca condiciones en perjuicio del trabajador o menos favorables que las establecidas en las disposiciones legales o los convenios colectivos.

Debe tenerse en cuenta, por otro lado, que el sentido de la ley es en buena medida unidireccional, en la medida en que tan sólo aborda la hipótesis de cambio propuesto o introducido por decisión del empresario. En términos globales puede decirse, efectivamente, que los preceptos legales de referencia (arts. 39, 40 y 41, concretamente) son opacos al posible interés del trabajador en la modificación de sus funciones o de sus condiciones de trabajo; podrá proponerlas desde luego al empresario, pero, a diferencia de éste, no cuenta, salvo contadas excepciones, y por vías colaterales, con ningún soporte legal para hacer realidad sus aspiraciones. Se denota aquí, como en tantas otras ocasiones, la diferencia de posición de las partes en la relación de trabajo y la subordinación del trabajador al poder de dirección empresarial; se pone de relieve en estas normas, por decirlo con más precisión, que el punto crucial en este terreno no es otro que el interés de la empresa, y que la organización del trabajo y lo que ello supone desde el punto de vista de la gestión de la mano de obra es asunto eminentemente empresarial24. Las excepciones a esta regla, que sirven seguramente para confirmarla, se encuentran en aquellas normas que cuidan especialmente de la salud, la dignidad u otros derechos básicos del trabajador25, aparte de lo que a este respecto pudieran decir los convenios colectivos.

Algo más complicado de acotar es, precisamente, el papel de la negociación colectiva en todo este contexto. Es claro que puede actuar como fuente complementaria de la ley, y de hecho en más de una ocasión la ley remite a la negociación colectiva para completar o precisar sus enunciados (sistema de clasificación profesional, procedimiento de ascensos, compensación por gastos en caso de traslado, etc.). Es verdad también que la negociación colectiva puede prever cambios de funciones más allá de los contornos acotados por el art. 39 ET (según se desprende del número 5 de ese mismo precepto legal), y que podría prever modificaciones por razones distintas de las legales, como el traslado (total o parcial) de las instalaciones empresariales o la «permuta» de puestos de trabajo entre trabajadores (con el consiguiente trueque del lugar de trabajo). Pero es más dudoso que pueda establecer mecanismos totalmente alternativos de la ley para proceder al traslado o la modificación de condiciones de trabajo, ya que los términos legales en muchas ocasiones parecen tener carácter imperativo, al menos en cuanto se dirijan a la tutela del trabajador.

LIMITACIONES, FALLAS, ALGUNOS DEFECTOS DE EXPRESIÓN... EN RESUMEN, UN TEXTO LEGAL MEJORABLE

Como hemos tenido oportunidad de ver, la regulación legal de la movilidad funcional y geográfica y de la modificación sustancial de condiciones de trabajo ha ido experimentando con el paso de los años reajustes y acomodaciones que seguramente han contribuido a la mejora así de su contenido como de su misma articulación o plasmación formal. Pero sigue siendo una normativa difícil y compleja, mucho más, resulte o no paradójico, desde que la reforma legal de 1994 introdujera aquellos nuevos criterios de regulación. Y sigue siendo, sobre todo, una normativa con un radio de acción limitado, no sólo porque se detenga, prácticamente, en las medidas de movilidad o modificación adoptadas o propuestas por el empresario, sino también porque no ha sido capaz de abordar, ni siquiera desde esa estrecha perspectiva, todas las hipótesis de cambio que cabría identificar en relación con la prestación de trabajo o las condiciones en que el mismo se ejecuta. Las normas sobre movilidad o modificación de condiciones de trabajo contemplan, en definitiva, determinados cambios de interés empresarial, pero dejan fuera de su ámbito de aplicación otras posibles variaciones de la prestación de trabajo.

Quedan fuera, desde luego, muchos supuestos de cambio que han tenido tradicionalmente acogida dentro de la negociación colectiva y que, al menos de modo implícito, siguen remitidos a esta particular fuente de regulación, como el traslado por sanción, la permuta entre trabajadores o el cambio de ubicación que afecta no ya al trabajador, sino a las propias instalaciones empresariales. Pero quedan fuera también, con alguna pequeña excepción, algunas posibilidades o previsiones de cambio de más reciente afloración en la ley, como la readaptación de las condiciones de trabajo por razones de seguridad y salud en el trabajo, la reordenación de condiciones de trabajo por razones de protección frente a la violencia de género, o las decisiones sobre traslado al extranjero como consecuencia de una prestación de servicios trasnacional. Puede decirse, pues, que la regulación de este tipo de vicisitudes de la prestación de trabajo está notablemente fragmentada, en parte por aquella tácita distribución de materias entre la ley y el convenio colectivo, y en parte por la progresiva apertura legal a hipótesis de cambio distintas del mero interés de la empresa.

Las normas legales sobre movilidad o modificación de condiciones de trabajo presentan, por otra parte, abundantes problemas interpretativos, que lejos de haber desaparecido con las sucesivas reformas laborales parecen haberse incrementado. El más antiguo de esos problemas deriva de la mezcla en unos mismos textos legales (sobre todo en los arts.22 y 39 ET) de dos criterios de clasificación profesional, el grupo y la categoría profesional, que no sólo son diversos sino que pueden llegar a ser incluso divergentes o contradictorios. Otro problema importante tiene su origen en la falta de definición del «cambio de residencia», que siempre ha sido controvertido pero que lo es cada vez más a la vista de los progresos en los medios de transporte y desplazamiento, y a la vista de los nuevos modos de vida; no siempre es fácil de determinar, dicho de otro modo, si el cambio de residencia es necesario o no para el buen cumplimiento de la prestación tras un cambio de centro o lugar de trabajo. Una cuestión interpretativa de cierta trascendencia sigue suscitando, en fin, la rotulación del art. 41 ET, que aplica formalmente la cualidad de «sustancial» a la modificación pero que seguramente exige también esa misma característica para la condición afectada26.

Cabe preguntarse, asimismo, si los cambios de lugar de trabajo y, en general, las modificaciones en las condiciones de trabajo que no tengan recepción legal expresa forman parte o no del poder ordinario de organización del trabajo y, por lo tanto, si pueden ser decididos o no con plena libertad por parte del empresario. En el fondo ello es consecuencia de una falta de definición del terreno de juego. Es evidente que, de momento al menos, las preocupaciones de nuestro legislador laboral no llegan a todos los cambios posibles, sino únicamente a los cambios de cierta envergadura, o de especial repercusión en los intereses del trabajador. Pero en lugar de una declaración estricta en ese sentido tan sólo se aprecia en la ley una línea borrosa de separación entre el poder de dirección y organización del trabajo y el poder de variación, que a su vez está enunciado de forma asistemática y en dosis muy variadas, desde la que permite cambios ordinarios (dentro del grupo profesional, por ejemplo), a la que exige causa mayor y procedimiento riguroso (traslado colectivo, por ejemplo), pasando por las que, exigiendo causa, no imponen requisitos formales tan estrictos (como la movilidad «vertical» o el desplazamiento).

La regulación estatutaria está falta, por lo demás, de un planteamiento más acabado acerca del papel de los cambios en la prestación de trabajo dentro de la programación general de la actividad empresarial, de la gestión de personal y, llegado el caso, de la reestructuración de la empresa27. Falta, en especial, una concepción más precisa acerca de la virtualidad de los cambios como instrumento preventivo o reparador en el contexto de crisis profundas de la empresa que lleven a plantearse la posibilidad de cierre parcial o reducción sustancial de la plantilla. Es cierto que la alusión a las razones económicas, técnicas, organizativas o de producción introduce en sí misma alguna percepción del problema, que resulta más clara aún en la alusión que muchos de aquellos preceptos hacen, a la hora de precisar la justificación de los cambios, a la mejora de la situación de la empresa y de su posición competitiva en el mercado. Es cierto también que, bien mirado, y aunque sea de modo tácito, el cambio de lugar o de condiciones de trabajo se inscribe en un sistema legal que va subiendo de tono hasta llegar a las medidas más incisivas, que no son otras que el despido. Pero se trata de conclusiones razonables y medianamente fundadas a partir de unas referencias legales que de modo explícito no se hacen cargo del problema; se trata, dicho de otro modo, de una especie de racionalización de las piezas diversas que dentro de nuestra legislación se ocupan de la gestión y acomodación de la mano de obra en la empresa.

LA REGULACIÓN ESTATUTARIA EN EL CONTEXTO DEL DERECHO COMPARADO

Como en tantas otras materias, la regulación estatutaria de la movilidad y la modificación de condiciones de trabajo es bastante singular en el panorama comparado. Ayuda a ello, desde luego, la peculiar formación y evolución de nuestra legislación laboral, acostumbrada a girar alrededor de una norma básica y especializada sobre la relación de trabajo, que no la hay en todos los países de nuestro entorno, y a un notable grado de intervención legal, que con frecuencia llega a terrenos en otros sitios reservados a la negociación colectiva. Vista desde una perspectiva más moderna, la singularidad se ve favorecida, asimismo, por la ausencia de directrices de armonización sobre estas materias dentro del Derecho social comunitario (más allá de aquella incidental influencia de las normas sobre despidos colectivos), con lo que ello supone de consolidación de las divergencias nacionales que se han se han ido generando o arrastrando a lo largo del tiempo. En cualquier caso, ninguna de esas razones quita sentido a un primer y preliminar contraste entre la legislación española y la legislación de los países que habitualmente nos sirven como punto de referencia, en la que, por debajo de opciones normativas aparentemente muy dispares, podemos advertir, como era de esperar, preocupaciones cercanas, como suele ocurrir, por cierto, a la hora de afrontar los problemas del trabajo asalariado y, en particular, al trabajo que se realiza dentro de una empresa.

Con toda seguridad, el mayor paralelismo con nuestra legislación se registra en la legislación portuguesa, hoy en día compendiada, prácticamente, en el Código de Trabajo aprobado por Ley 99/2003, de 27 de agosto. En efecto, los preceptos dedicados por este cuerpo legal a la movilidad y la modificación de condiciones de trabajo (arts. 313 a 317, básicamente) muestran una notable similitud con la regulación española tanto en su estructura como en su contenido, similitud que cabe apreciar, sobre todo, en la identificación de los objetivos principales de la norma (que se resumen en la «juridificación» de los cambios derivados de la decisión unilateral del empresario), en la descripción de las causas o circunstancias habilitantes del poder empresarial, en la distinción entre medidas de carácter temporal y medidas más estables, y en la práctica desaparición de las facultades de intervención tradicionalmente reconocidas a la autoridad laboral (cuyo papel también queda muy limitado en la actual legislación portuguesa). También son similares las líneas de tendencia de una y otra legislación, pues el ordenamiento portugués, como ya lo hiciera el español, ha avanzado en sus últimas manifestaciones hacia una mayor flexibilidad o liberalización de sus reglas, aunque sin abandonar el terreno a la autonomía privada y sin desmarcarse por completo de su propósito tutelar; se ha reforzado el criterio empresarial, pero no se han descuidado los intereses del trabajador.

Más lejanas parecen estar las normas de los restantes países que conforman nuestro entorno territorial más inmediato. Una distancia formal muy notable cabe advertir, por lo pronto, en el ordenamiento francés, en el que la modificación de condiciones de trabajo aparece de forma explícita tan sólo en el contexto del despido por causas económicas, y precisamente como una especie de antesala del mismo, a través de la denuncia modificativa (art. 321.1.2 Code du Travail). Es verdad que, a partir de las cláusulas generales del ordenamiento jurídico (como la novación contractual), la jurisprudencia ha ido construyendo una doctrina de honda raigambre sobre las modificaciones posibles (sustanciales o no sustanciales), sobre los cauces aptos para llevarlas a cabo (el acuerdo o la decisión unilateral del empresario, según los casos) y, más recientemente, sobre los efectos vinculantes del contrato con vistas a la introducción de cambios que pudieran afectar a las condiciones pactadas. Pero, en todo caso, da toda la impresión de que se trata de una regulación mucho más incompleta e incidental que la española, y también menos perfilada, al menos en este plano más general de la norma de naturaleza estatal.

Una valoración semejante podría hacerse a propósito de los ordenamientos italiano y alemán. El primero de ellos contiene, ciertamente, un importante y denso precepto (reformado con ocasión de su Estatuto de los Trabajadores de 1970, dicho sea de paso) sobre la movilidad funcional y los cambios de lugar de trabajo (art. 2103 Codice civile), en el que se utilizan además categorías muy próximas a las nuestras, pero no cabe duda de que se trata de nuevo de una legislación muy esquemática, respecto de la que es absolutamente imprescindible el complemento jurisprudencial y hasta doctrinal, sin perjuicio de las normas sectoriales (entre ellas, las relativas al empleo público, por cierto). El segundo, por su parte, está más ayuno aún de previsiones legales expresas en la materia, pues tan sólo descansa en las cláusulas generales sobre el objeto del contrato de trabajo (art. 611 BGB) o la facultad de desistimiento unilateral (art. 626 BGB), de la que la doctrina extrae, también en este caso, la figura de la denuncia modificativa o novatoria. Se abre un amplio margen, por lo tanto, para la regulación convencional, el acuerdo entre las partes y, en último término, el poder de organización y dirección del trabajo, todo ello sometido, naturalmente, a la eventual revisión jurisdiccional a la luz de principios más generales (como el de «justificación social»).

RESUMEN

El presente estudio parte de la consideración de la situación previa al Estatuto de los Trabajadores (Código del Trabajo 1926, LCT 1931, normas del régimen franquista, LRL) para a continuación referirse a la significación de la entrada en escena de éste en la materia objeto de estudio. El trabajo dedica atención cualificada a la reforma laboral de 1994, a la que considera como tránsito hacia una regulación más madura. Reflexionando sobre la trayectoria normativa y las líneas de tendencia en la materia (sustitución de la tradicional intervención administrativa por el protagonismo de los trabajadores y sus representantes; ampliación del ámbito de decisión empresarial, posibilidad de introducir cambios en condiciones de trabajo de fuente colectiva) se señala como constante en el proceso de reformas del Estatuto la búsqueda de una mayor flexibilidad, compatible con la tradicional tendencia protectora del Derecho del Trabajo. Para el autor, el verdadero papel de la ley en esta materia es el de servir de soporte de las decisiones empresariales en los casos en que falte acuerdo entre las partes. En la regulación legal no faltan, por cierto, limitaciones que hacen del Estatuto un texto legal mejorable. El estudio concluye con unas indicaciones sobre la regulación estatutaria en el contexto del Derecho comparado.

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1 Vid. J.CRUZ VILLALÓN, Las modificaciones de la prestación de trabajo, MTSS, Madrid, 1983, pp. 34 ss.

2 Esta básica despreocupación por todo lo relativo a la movilidad o la modificación de condiciones de trabajo se deja notar también en los sucesivos proyectos de ley de contrato de trabajo preparados en nuestro país desde los inicios del siglo XX (desde el proyecto Dávila de 1906, concretamente), que, con todo, progresivamente fueron mostrando alguna inquietud por el devenir del contenido del contrato, al exigir que figurara en el mismo «la determinación tan precisa como sea posible en cada caso del servicio contratado» o al consagrar la subordinación del trabajador a la «la autoridad del patrono» y, más concretamente, su obligación de trabajar en los casos de urgencia y circunstancias anormales de la obra por un tiempo mayor que el fijado para la jornada ordinaria. Los textos pueden consultarse en A. MARTÍN VALVERDE y otros, La legislación social en la historia de España. De la revolución liberal a 1936, Congreso de los Diputados, Madrid, 1987.

3 Expresión que pertenece, como ya se habrá reparado, al Fuero del Trabajo de 1938, cuya Declaración III encomendaba al Estado, con carácter general, la fijación de las bases «para la ordenación del trabajo».

4 Tal vez fuera ésta una de las primeras ocasiones en que la facultad de «variación» del contenido del contrato (o variación «en las condiciones de la relación jurídico-laboral», como aclaraba el precepto de referencia) consiguiese tener recepción legal expresa, y también una de las primeras en las que el propio legislador trata de dar significado a esa figura, al precisar que no existe tal variación «cuando el empresario actúe dentro de las facultades inherentes a la Organización del Trabajo que le reconocen las disposiciones legales», sin perjuicio de lo que al respecto establezcan las Ordenanzas de Trabajo o los Convenios Colectivos Sindicales» (art. 9 Decreto 3090/1972).

5 El precepto fue parcialmente modificado por el art. 45 del RDL 17/1977, 4 marzo, pero tan sólo en lo relativo a suspensión y extinción de las relaciones de trabajo, sin alusión a las decisiones de modificación de condiciones de trabajo.

6 Una de las grandes novedades de esta nueva regulación fue la introducción de un concepto más moderno, el de «grupo profesional», como eje del sistema de clasificación profesional y como ámbito natural de la movilidad funcional, con el fin de superar las «estrecheces» del las tradicionales categorías profesionales.

7 En este punto, el ET fue desarrollado y completado por el RD 696/1980, 14 abril, que vino a sustituir al Decreto 3090/1972 en la ordenación de sobre expedientes de regulación de empleo, y que se ocupó de la modificación sustancial de condiciones de trabajo, incluido el traslado, en sus artículos 1 a 3.

8 Sin perjuicio de los habituales cambios de numeración, en el Proyecto presentado ante el Congreso de los Diputados tan sólo se registran dos diferencias de relieve en comparación con el texto finalmente aprobado por las Cortes Generales: la inclusión de la referencia legal al procedimiento de clasificación profesional en el precepto dedicado a los cambios de categoría (y no en el de «ingreso al trabajo»), y la ausencia de una mención a los contratos de trabajo en centros móviles o itinerantes dentro del precepto dedicado a traslados y desplazamientos. El reajuste o la incorporación de estas previsiones, con vistas al texto final, tuvo lugar a lo largo de los trabajos de la correspondiente Comisión parlamentaria, de tal manera que dicho texto estaba ya perfilado cuando se emitió el Dictamen del Pleno y el proyecto pasó al Senado.

9 Es difícil encontrar en este terreno influencias de lo que hoy en día llamaríamos «diálogo social», pese a que el Estatuto de los Trabajadores, globalmente considerado, fuera en buena medida una ley concertada (recientemente, F. VALDÉS DAL-RÉ, Pequeña historia de una gran Ley: en el XXV aniversario del Estatuto de los Trabajadores, RL, núm.6, 2005). En efecto, ni en los Pactos de la Moncloa de 1977, ni en los Acuerdos interconfederales de 1979 (ABI) y 1980 (AMI) figuran referencias a este tipo de medidas laborales, tal vez porque sus mayores preocupaciones caminaban por otros derroteros.

10 Vid. M. ALONSO OLEA, «La reforma laboral de 1993-1994. Origen e idea general de su carácter», AAVV, Reforma de la legislación laboral. Estudios dedicados al Prof.Manuel Alonso García, Marcial Pons, Madrid, 1995, pp. 13 ss., y J. MATÍA PRIM, «Sentido y alcance de la reforma de la legislación laboral», AAVV (dir.Valdés Dalré, La reforma del mercado laboral, Lex Nova, Valladolid, 1994, pp. 15 ss.

11 Para una aproximación general sobre el impacto de la reforma en materia de movilidad y modificación, A. MONTOYA MELGAR, «La nueva configuración del poder de dirección del empresario», AAVV, Reforma de la legislación laboral. Estudios dedicados al Prof.Manuel Alonso García, Marcial Pons, Madrid, 1995, pp. 189 ss. Análisis más específicos pueden encontrarse en las colaboraciones de T. SALA FRANCO, J. GARCÍA MURCIA y J. CRUZ VILLA-LÓN dentro de La reforma del Estatuto de los Trabajadores (dir. VALDÉS DAL RÉ y CASAS BAAMONDE), La Ley, Madrid, 1994.

12 Antes de esa refundición, operada por el Real Decreto Legislativo 2/1995, 7 abril, el art. 137 bis LPL sufrió una pequeña incidencia con la Ley 42/1994, 30 diciembre, que le añadió un número 7 para fijar los efectos de una eventual declaración de nulidad de la medida empresarial.

13 Aspecto desarrollado por los artículos 22 a 26 del RD 43/1996, 19 enero, que sustituyó al RD 696/1980 en la reglamentación de los «procedimientos de regulación de empleo».

14 Este pasaje ha sido introducido por la disposición adicional séptima de dicha LO, pero tiene su raíz en el art. 21 de esa misma disposición legal, en el que se reconoce un conjunto más amplio de derechos de movilidad y modificación de condiciones de trabajo: el derecho a «la reducción o reordenación del tiempo de trabajo», el derecho a «la movilidad geográfica» y el derecho «al cambio de centro de trabajo». Si el primero de ello está más próximo al art. 41 ET, estos dos últimos conectan sobre todo con el art. 40 ET, aunque desbordan claramente su habitual radio de acción: el derecho a la movilidad geográfica porque parece incluir no sólo el cambio dentro de la empresa sino el cambio de domicilio para buscar nuevo empleo (como se desprende de la disposición adicional decimosexta de la propia LO 1/2004), y el de cambio de centro de trabajo porque no parece requerir en sentido estricto cambio de domicilio sino únicamente la necesidad o conveniencia (a juicio de las instancias competentes) de que la trabajadora abandone «el puesto de trabajo en la localidad donde venía prestando sus servicios» para trabajar en otro centro de trabajo, aunque ello normalmente aconseje también el cambio de lugar de residencia.

15 Podrían citarse aún algunas otras incidencias, más bien colaterales, en los preceptos estatutarios dedicados a movilidad geográfica y modificación de condiciones de trabajo. Cabe citar en tal sentido el RD 1659/1998, de 24 de julio, sobre derechos de información del trabajador respecto de los elementos esenciales del contrato de trabajo (a cuyo art. 4 alude a la modificación de las condiciones de la relación laboral), y la Ley 45/1999, 29 noviembre, de trasposición de la Directiva 96/71/CE, sobre desplazamiento de trabajadores en el marco de una prestación de servicios trasnacional.

16 Sobre todo, tras su reforma por Ley 39/1999, 5 noviembre, de conciliación de la vida laboral y familiar, y la entrada en vigor del RD 1251/2001, 16 noviembre, de protección de las contingencias de maternidad y riesgo durante el embarazo.

17 La afectación al art. 41 ET es clara, pues el art. 64 LCo habla expresamente de las medidas de modificación sustancial de las condiciones de trabajo. Más discutible podría ser la afectación al art. 40 ET, aunque la consideración del traslado como modalidad de modificación sustancial conduciría a una respuesta afirmativa.

18 Vid. por ejemplo, I. GARCÍA-PERROTE ESCARTÍN, «Los efectos de la declaración del concurso sobre los contratos de trabajo y los convenios colectivos», AL, núm.10 (2004).

19 Por ejemplo, el art. 7.6 LISOS califica como infracción laboral grave «la modificación de las condiciones sustanciales de trabajo impuesta unilateralmente por el empresario, según lo establecido en el artículo 41 del Estatuto de los Trabajadores».

20 Vid. S.DEL REY GUANTER, La dimensión de la empresa en la reforma de la legislación laboral de 1994, Tirant lo Blanch, Valencia, 1995.

21 Vid. A. MONTOYA MELGAR, «Nuevas dimensiones jurídicas de la organización del trabajo en la empresa», RMTAS, núm.23 (2000), pp. 17 ss.

22 Vid. J. CRUZ VILLALÓN, Las modificaciones de la prestación de trabajo, MTSS, Madrid, 1983, pp. 336 ss

23 La virtualidad del acuerdo individual en estas otras parcelas se deriva de la cláusula general de habilitación de la «voluntad de las partes, manifestada en el contrato de trabajo» como fuente de regulación de la relación laboral (art. 3.1.c) ET), pero también de algunos pasajes legales más concretos, como el art. 40 ET, en el que se da por hecho que el contrato celebrado específicamente para prestar servicios en centros móviles o itinerantes (tendidos eléctricos, obras hidráulicas, infraestructuras para el tráfico rodado, etc.) entraña en sí mismo un acuerdo para cambiar el lugar o la ubicación geográfica del trabajo.

24 Vid. J. RIVERO LAMAS, «Modificación de las condiciones de trabajo», AAVV (dir. Borrajo Dacruz), Comentarios a las leyes laborales. El Estatuto de los Trabajadores, Tomo VIII, Edersa, Madrid, 1988, pp.133 ss.

25 Como el art. 26 de la Ley de prevención de riesgos laborales, o el art. 21 de la más reciente Ley de medidas de protección integral contra la violencia de género.

26 Ni siquiera en los textos legales hay uniformidad en este sentido, pues si el art. 41 ET (junto al art. 138 LPL) habla de «modificación sustancial» de condiciones de trabajo, el art. 7.6 LISOS, al contemplar la posible infracción de esas reglas, habla de modificación de «condiciones sustanciales».

27 Una reflexión sobre ello, aunque anterior a las profundas reformas de 1994, en M. RODRÍGUEZ-PIÑERO y BRAVO-FERRER, La movilidad del trabajador dentro de la empresa», DL, núm.9 (1983), pp. 8 ss.

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