More equal than others. Igualdad y diferencia en la teoría de género

AutorRocío Orsi Portalo
Cargo del AutorUniversidad Carlos III de Madrid
Páginas223-242

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La igualdad: entre la teoría y la praxis

La igualdad ha sido, ya en los primeros pasos que en el pensamiento y en la política dio la tradición occidental, un tema de suma importancia. Lo ha sido desde el punto de vista teórico y lo ha sido, en igual medida, desde el punto de vista práctico: la conservación de la substancia, es decir, la permanencia de los seres en el ser, fue asunto fundador y alimento continuo de la metafísica occidental tanto como, en los albores del pensamiento y de la práctica política, lo fueron las igualdades políticas: la igualdad jurídica o la igualdad ante la ley (isonomía) y la igualdad asamblearia, es decir, la igualdad en el uso de la palabra (isegoría). La igualdad, a diferencia de muchas otras cuestiones que han interesado a las ciencias del espíritu, ha recabado no menos el interés de filósofos y teóricos que el de los hombres de acción1.

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Con las diferencias (o la igualdad) entre hombres y mujeres ocurre algo solo hasta cierto punto paragonable. Durante un larguísimo período de nuestra historia, la diferencia entre hombres y mujeres -librada con la inferioridad de las últimas, y por tanto con su sometimiento- no era objeto de interés teórico porque entraba en la bolsa de lo dado. Salvo, todo hay que decirlo, algunas curiosas excepciones, como las que comenzarían a aparecer a raíz de que Cristina de Pisán desatara aquella famosa querelle des femmes a la que María Jesús Fuente dedica jugosos comentarios en este mismo volumen. Además, ese supuesto previo y ese desinterés teórico de una cosmovisión tan duradera como penetrante tenían, como no puede ser de otra manera, consecuencias prácticas igualmente obstinadas. Por otra parte, el moderno cuestionamiento del supuesto ha tenido, también, consecuencias prácticas tan acusadas como el largo inmovilismo teórico, social y cultural previo. De ese modo, la eclosión de los discursos y las prácticas feministas ha dado un vuelco teórico y práctico a las instituciones vigentes: la cual ha supuesto, por un lado, la inauguración de un conjunto de estudios al que solo podemos referirnos en plural (los feminismos y los estudios de género) y, por otro, la transformación de la realidad y el imaginario a lo largo y ancho de todo el mundo occidental. La(s) diferencia(s) entre hombres y mujeres ha pasado de ser un mero factum a constituir una verdadera quaestio preñada de multitud de frutos tanto teóricos como prácticos.

Curiosamente, en lo que atañe a las diferencias entre hombres y mujeres, o a su igualdad, los aspectos prácticos y teóricos del asunto forman un tupido entramado2. De hecho los feminismos, como fruto que son de las ideas emancipatorias de la Ilustración, caen en una forma de falacia naturalista:

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son discursos relativos al ser de las mujeres (a su "yo" y a sus "circunstancias" en cuyos descubrimientos deberían fundarse reformas sociales, es decir, nociones relativas al deber ser de la sociedad toda -lo cual, dicho sea de paso, alteraría seguramente tanto el "yo" como las "circunstancias" de las mujeres-. En este caso no se puede decir entonces aquello de que "lo que vale para la teoría no vale para la práctica", precisamente porque la teoría (los estudios sobre los orígenes y el significado de las diferencias de género) está llamada a transformar la realidad de las mujeres -y de los hombres-. Del mismo modo que los activismos feministas han necesitado servirse de nuevos enfoques teóricos rigurosamente fundamentados.

Y lo cierto es que el objeto mismo de los feminismos, con el paso del tiempo y las transformaciones socioculturales acaecidas, ha cambiado de tal manera que el que era objeto obvio de los primeros enfoques resulta hoy prácticamente irreconocible: ese objeto, la mujer, cuyo conocimiento abordan las primeras teorías feministas y cuya emancipación defienden las primeras militantes feministas, ya no es un supuesto dado sino, como mucho, un concepto que se ha revelado construido históricamente y cargado de normatividad. Si no definitivamente deconstruido. Y en cuanto a la igualdad de género... en buena parte del mundo lograda formal y jurídicamente, la igualdad entre los géneros sigue siendo una aspiración para muchas feministas pero también un imposible y, sobre todo, algo indeseable para otras muchas. Y, sobre todo, la discusión ha llegado hoy, más que nunca, a las entrañas mismas del concepto de igualdad: ni sabemos lo que quiere decir "ser iguales" ni está claro que, en caso de que lleguemos a saberlo, no descubramos en la igualdad un logro destinado a autocancelarse.

Ante esa ruina del objeto, ¿cuáles pueden ser las metas teóricas y prácticas de un conjunto de movimientos que, por otra parte, gozan de una lozanía académica y social más que

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envidiable3Y sobre todo, ¿cuáles son los rasgos que mancomunan -que igualan- a todos estos movimientos? ¿Qué tienen en común de tal manera que nos permite englobarlos bajo un mismo rótulo -aunque necesariamente declinado en plural? En definitiva, si la igualdad ha sido el horizonte teórico y práctico de los feminismos a lo largo de la historia, y si como meta la igualdad ha sido en buena medida lograda pero también, y en no menor medida, cuestionada, ¿cómo se explica que los feminismos gocen de una salud tan recia tanto en las instituciones como en la investigación? ¿Hay algo equívoco, sospechoso, en esos síntomas de buena salud, en esas mejillas sonrosadas que ofrecen tanto los estudios de género y como la militancia feminista?

La igualdad y los asuntos sociales

El feminismo tradicional, es decir, liberal y de corte ilustrado, que fue también el primer feminismo que se ha dado históricamente, tiene una matriz fuertemente igualitarista y vindicativa. Una vez que en los países democráticos de Occidente han sido alcanzados ciertos logros políticos y sociales, como la plena igualdad formal, los objetivos de las luchas (teóricas, simbólicas, prácticas) de los movimientos feministas se encuentran más difusos pero no son, por ello, menos apremiantes: se pone de manifiesto en el hecho de que poco más de tres años después de la adquisición del derecho al voto por parte de las mujeres (en 1945), y lograda entonces ya la igualdad política deseada, surgiera en Francia el libro que originó lo que hoy conocemos como la segunda ola del feminismo: El segundo

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sexo, de Simone de Beauvoir4. De hecho, y a pesar de que la igualdad jurídica es ya una realidad en los países occidentales, el feminismo sigue teniendo sentido porque perseveran algunas desigualdades sociales y culturales que afectan a las mujeres y que las mantienen en una posición de inferioridad respecto a los hombres. Siguiendo a Carme Castells5, si entendemos el feminismo como "un pensamiento y una práctica plural que engloba percepciones diferentes, distintas elaboraciones intelectuales y diversas propuestas de actuación derivadas en todos los casos de un mismo hecho: el papel subordinado de las mu-jeres en la sociedad", entonces el feminismo no ha perdido su razón de ser en los países occidentales donde, por el contrario, las reivindicaciones sufragistas ya no tendrían sentido.

Sin embargo, el reconocimiento de que existen todavía mecanismos sociales que perpetúan diferencias de género que a su vez eternizan la subordinación femenina (como el famoso "techo de cristal", o como la pervivencia de estereotipos de género que afectan la vida familiar) constituye un problema que, desde el punto de vista teórico (al menos filosófico), no es especialmente interesante: que las mujeres alcancen, como diríamos hoy, una ciudadanía plena es desde luego una cuestión de la máxima importancia desde el punto de vista práctico y, por tanto, será objeto de interés para la elaboración de políticas públicas, fundamentalmente. De ese modo, la consecución efectiva de una igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, como entre personas de distinta raza o entre ricos y pobres, es una meta socialmente muy respetable y, en la medida en que ha de ser abordada por disciplinas académicas, será una de las más importantes aportaciones de las ciencias sociales -y por supuesto, del llamado "feminismo de la explicación",

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que trata de establecer las causas culturales y conceptuales que explican la subordinación histórica de las mujeres-6. De hecho, estas políticas públicas no tienen por qué limitarse a la esfera de lo que tradicionalmente se conoce como lo público, sino que en general tratan de trascender esos espacios (y esas definiciones tradicionales de los espacios, quizá ya un tanto desvaídas) e introducirse en lo más íntimo de los hogares. Pero desde el punto de vista de la reflexión teórica quizás sea poco más lo que podamos decir al respecto: en este sentido, el de las mujeres es, aunque aspira a dejar de serlo, uno de los muchos "asuntos sociales" que hay que tratar en aras de alcanzar la igualdad efectiva de todos los ciudadanos o en aras de "democratizar la democracia"7. El feminismo fue, como sostiene Amelia Valcárcel, un hijo no deseado de la Ilustración8; pero una vez que hemos aceptado la necesidad

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de radicalizar o universalizar los principios emancipatorios de la Ilustración -una vez legitimado ese bastardo que fue el feminismo en tiempos de Olympe de Gouges, de Mary Wollstonecraft o incluso de Lucretia Mott y Elizabeth Cady Stanton-, la efectiva implantación de medidas sociales correctoras de la desigualdad es un asunto que concierne a los agentes políticos y sociales responsables de promover y mantener el bienestar y la justicia. El llamado empoderamiento de las mujeres es una meta imprescindible para realmente democratizar la democracia, una meta cuyo logro...

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