La Monarquía en las Constituciones de 1812 y 1978

AutorRaúl Canosa Usera
CargoCatedrático de Derecho Constitucional. Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense.
Páginas7-12

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1. Un derecho comparado en el tiempo

El eminente constitucionalista Pablo Lucas Verdú coloca a la Constitución de 1812 en su «museo de antigüedades y curiosidades constitucionales» y señala el valor casi mitológico que tiene en la historia constitucional española y su influencia en otros países europeos y en toda Iberoamérica. Por desgracia, aquella Carta mítica no tuvo ocasión de asentarse, debido a la vuelta del absolutismo que por dos veces (1814 y 1823) la truncó. Su tardía recuperación solo abrió la puerta a la Constitución de 1837.

Si escasa fue su vigencia y además fragmentaria, constante ha sido su influjo y, sobre todo, su proyección en el imaginario político español. A ello contribuyó su inequívoca apuesta por la soberanía nacional que tanto se aproximó al principio demo-crático, y cierto casticismo que, al españolizar el espíritu de su siglo, la hace tan nuestra. Su azaroso proceso de elaboración y la circunstancia, nada baladí, de que en él participarán «españoles de ambos hemisferios» la dota de una aureola heroica e hispanoamericana.

Comparar la Carta de Cádiz con la Constitución de 1978 no es en rigor hacer Derecho comparado, pues este se elabora con normas vigentes; aún así, es cierto también que las constituciones no son frutos acrónicos, sino resultado de hechos históricos que tienen su causa en el pasado. En este sentido, la Constitución de 1978 es heredera de lo que nace en 1812: la historia del constitucionalismo español, y lo es no solo en términos de pura cronología, sino también espiritualmente, ya que la Carta de 1978 puede contemplarse como culminación de los esfuerzos que la de 1812 comenzó.

Si en una hipotética narración ucrónica imaginásemos una historia constitucional española distinta, en la que, en lugar de sucederse constituciones a menudo contradictorias, hubiera sido la Constitución de 1812 la única vigente y hubiera evolucionado para lograr «la felicidad de la Nación» (artículo 13 de la Carta gaditana), acaso habría terminado generando un sistema político parecido al creado por la Constitución de 1978.

Pero nuestra historia no ha sido la esbozada sino otra muy distinta, porque los españoles, en esto

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como los franceses, abusaron de los cambios constitucionales sucumbiendo al encanto de lo revolucionario, mientras que los ingleses cambian la sustancia pero mantienen las formas y el envoltorio institucional para concluir ofreciendo la paradoja de un constitucionalismo sin constitución. La historia española está repleta de constituciones, pero casi nunca estábamos en constitución. Y es una lástima, porque la Carta de Cádiz pudo crear ese sentimiento constitucional que convierte una Ley fundamental en elemento decisivo de integración estatal. En ella los españoles de ambos hemisferios se contemplaron por primera y única vez como nación; desde entonces se reconoció como tal, aunque fragmentada, tras la independencia de los compatriotas ultramarinos.

Es, pues, su carácter anticipatorio el que hace de la Constitución de Cádiz precedente de la Carta de 1978 y esta perdura y perdurará si sabe aprove-char la aureola de aquella. El entusiasmo o al menos el respeto con la que conmemoramos el bicentenario de la «Pepa» es síntoma de que una nación, además de buenas normas vigentes, necesita referencias históricas que coadyuven a la constante integración nacional. Recordar Cádiz completa simbólicamente al actual Estado constitucional que, como cualquiera, necesita de cierto estrabismo: mirar al pasado para poder ser eficaz en el presente y en el porvenir.

2. Legitimación constitucional de la monarquía

El Decreto I de las Cortes, de 24 de septiembre de 1810, proclamó solemnemente la soberanía nacional y arrebató así su titularidad al Monarca. Este hecho marca la irrupción de un sujeto político nuevo en nuestra historia. En efecto, la nación española actuó por primera vez y su emergencia es a partir de entonces definitiva, aunque intermitente.

No era fácil en los albores del siglo XIX ese tránsito de la soberanía regía, sobre la que se asentó el nacimiento del Estado moderno, a la soberanía nacional. Para empezar por la elemental razón de que mientras el monarca es persona física que con naturalidad expresa su voluntad, la nación necesitaba de un mecanismo que la representase. Como en todas partes donde el liberalismo se abrió paso, el Parlamento fue la institución encargada de representarla, y al hacerlo actúa en dos momentos distintos: el constituyente y, como poder constituido, el legislativo. En ambos acaba siendo preeminente frente al rey, en el constituyente, porque su decisión es irresistible y en el legislativo, porque el rey está obligado a ejecutar sus leyes. Con ser delicadas las relaciones del rey con el Parlamento en ambos momentos -el constituyente y el legislativo-, delicadísimo es el instante, puramente revolucionario, de proclamarse las Cortes titulares de la soberanía. Tan difícil resultaba, que varias de nuestras constituciones son otorgadas y no son en realidad constituciones (Estatuto de Bayona o Estatuto Real de 1834) o son pactadas, entre el rey y la nación, como la de 1845 o la de 1876, la más longeva de nuestra historia.

Hasta el siglo XX no se resuelve la...

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