A modo de introducción

AutorLeopoldo Gonzalo y González
Cargo del AutorCatedrático de Hacienda Pública y Sistema Fiscal (UNED) Profesor Ordinario de Derecho Financiero y Tributario (UPCO-ICADE)
Páginas31-44

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El impuesto propiamente dicho, como es bien sabido, constituye una detracción coactiva y sin contraprestación (al menos directa y singular) de valores económicos (hoy día, una cantidad de dinero normalmente; aunque en el pasado haya habido impuestos en especie), cuyos términos han sido fijados de forma unilateral por quien ostenta la respectiva potestad tributaria (el Estado u otra entidad política subestatal que la tenga reconocida) con arreglo a la ley. La causa del impuesto es precisamente la necesidad de financiar un conjunto de bienes y servicios públicos que, por traducirse en unos puros beneficios sociales o colectivos —unas puras externalidades indivisibles—, no pueden financiarse mediante la técnica del precio, de la tasa o de la contribución especial. Ejemplos tra dicionales de esta clase de bienes son la defensa nacional o la adminis tración de justicia, entre otros. Por eso no puede decirse estrictamente que el impuesto carezca de contraprestación a favor de quien lo paga; al menos no en términos absolutos, pues el contribuyente que, en efecto, no percibe nada inmediatamente a cambio cuando paga el impuesto, está per cibiendo de forma más o menos explícita, a lo largo del tiempo, una «cuota ideal» e indeterminable de los beneficios sociales que generan los bienes y servicios públicos que se dispensan colectivamente, libres de carga directa.

El artículo 2.2.c) de la LGT define a los impuestos del modo siguiente: «Impuestos son los tributos exigidos sin contraprestación cuyo hecho imponible está constituido por negocios, actos o hechos que ponen de manifiesto la capacidad económica del contribuyente». Bien puede decirse que en esta definición se encuentra recogida implícita mente toda la estructura de nuestro actual sistema impositivo, según luego veremos.

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De momento procede destacar que, así como la tasa y la contribución especial descansan en el principio del beneficio, el impuesto lo hace en el principio llamado de la capacidad de pago. Ciertamente, y según acaba de exponerse, la carga fiscal derivada de la producción de bienes colectivos no puede repartirse atendiendo al beneficio obtenido por cada sujeto, pues, como queda dicho, tal beneficio es por su naturaleza indivisible; de mane-ra que no existe otro medio para el reparto de dicha carga que distribuirla en función de las capacidades contributivas de los diversos agentes económicos no excluibles del disfrute de aquellos bienes. Lo que ocurre es que la medición o cuantificación de la capacidad de pago no resulta cosa fácil y, sin que aquí podamos entrar en el fondo de la cuestión, entraña siempre una dosis nada despreciable de arbitrariedad.

Comúnmente se considera que la capacidad económica o de pago no es una magnitud unidimensional, sino, cuando menos, tridimensional. Si queremos medir un cuerpo o espacio físico, lo haremos atendiendo a las veces que contenga el metro lineal, cuadrado o cúbico, según el caso; y en todos ellos utilizaremos el metro como patrón universal de medida. Algo parecido ocurre con la capacidad contributiva. Existe, en efecto, una unidad básica: la unidad monetaria correspondiente (euro, dólar, libra, etc.). Pero no hay una única dimensión o manifestación de aquella capacidad. Con carácter general, los diferentes sistemas fiscales parten también de la consideración de tres formas de exteriorización de la capacidad económica, a saber: la percepción de renta, la posesión de un patrimonio y la realización de actos de gasto o consumo. Cualquier categoría imponible es reductible a una de estas tres fundamentales. Mas, con frecuencia, ninguna de ellas, por si sola, suele agotar la expresión integral de la situación económica de un sujeto. Así, el solo dato de su renta puede únicamente darnos una idea parcial de la realidad que tratamos de conocer, y ser necesario el dato com plementario de su patrimonio. Las operaciones de gasto completan en el mismo sentido la información deseada, aun cuando en este terreno son más numerosos los supuestos de revelación más virtual que real de la capacidad de pago. Una persona que adquiere una vivienda y que, por carecer de recursos económicos, se ve obligada a la contratación de un préstamo hipotecario, viene, no obstante, obligada a pagar un impuesto sobre las transmisiones onerosas en calidad de sujeto pasivo-contribuyente; se considera, pues, que su gasto en una vivienda necesaria constituye una manifestación de su capacidad de pago, cuando resulta evidente que la contratación del préstamo demues-

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tra todo lo contrario. No obstante, renta, patrimonio y gasto constituyen los tres índices o materias imponibles sobre los que están construidos los modernos sistemas fiscales.

Hablamos de sistemas fiscales y lo hacemos con propiedad, pues no se trata de meras colecciones de impuestos. Ha podido decirse que no hay sistemas fiscales lógicos, sino sistemas fiscales históricos, queriendo significar con ello que los sistemas impositivos actuales son antes el resultado de un cierto acarreo histórico, producto de un empirismo inevitable, que consecuencia de un esfuerzo reflexivo previo basado en unos principios científicos. Lo cierto es que negar carácter lógico a unas estructuras fiscales por considerar que su formación ha sido predominantemente efecto de causas históricas, es tanto como negar contenido lógico a los propios procesos históricos. Y esto es quizá demasiado. En realidad los sistemas impositivos contemporáneos son tanto el resultado de factores históricos que han ido ahormándolos al paso del desarrollo social y económico, como consecuencia del progreso de la ciencia financiera que ha ido construyendo toda una teoría del buen sistema impositivo. Precisamente las reformas tributarias llevadas a cabo por los países industrializados durante la segunda mitad del siglo XX, han sido llevadas a cabo no solo bajo el imperativo de mejorar los resultados recaudatorios, sino también con la encomiable...

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