A modo de presentación

AutorFco. Javier Calvo Gallego/María Fernanda Fernández López
Cargo del AutorProfesor Titular y Catedrática de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social Universidad de Sevilla
Páginas13-26

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El alto desempleo y la baja calidad de las ocupaciones que sufren las personas jóvenes no son, desde luego, ni una novedad, ni una singularidad propia y exclusiva del sistema español de relaciones laborales. Las cifras ofrecidas hace escasas fechas por la OIT eran y son ciertamente clarificadoras y, a la vez preocupantes. De acuerdo con esta organización en el año 2012 setenta y cinco millones de jóvenes se encontraban desempleados en todo el mundo –cuatro millones más que en 2007–; seis millones habrían abandonado la búsqueda de un puesto de trabajo y más de doscientos subsistirían trabajando por menos de dos dólares al día, lo que demostraría, en definitiva, como el empleo informal y de baja calidad seguía ganando terreno entre este colectivo1.

Y algo similar cabría decir igualmente en el caso de la Unión Europea: en este ámbito la tasa de desempleo juvenil superaba ya en el último cuatrimestre de 2012 el doble de la calculada para los adultos –23,3% frente al 9,3%–. Además aquellos jóvenes que encontraban ocupación solían, y de hecho suelen tener un empleo menos estable –en 2012 el
42.0% de jóvenes empleados tenían un contrato temporal, lo que suponía cuatro veces más que los adultos–. Y finalmente, este empleo, si existe, es de forma bastante más frecuente a tiempo parcial: baste recordar cómo de acuerdo con los propios datos de la UE un 32.0% de estos jóvenes tenían contratos a tiempo parcial, lo que supone casi el doble de esta misma ratio para los adultos. Si a todo ello unimos la

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progresiva resignación de parte de este colectivo, con el consiguiente incremento de los NEETS –neither in employment nor in education or training, nuestros conocidos ni–ni– tendremos un panorama desolador, no sólo para este colectivo, sino también para la entera sociedad. Y ello no ya sólo desde un punto de vista individual y humano, muchas veces olvidado ante la magnitud y dimensión de estas cifras, sino incluso desde una perspectiva de simple coste económico para la Unión. Baste recordar como de acuerdo con un reciente informe europeo, las pérdidas generadas por el desempleo juvenil en la Unión podrían elevarse a 153 mil millones de euros, lo que, en una estimación conservadora, supondría, siempre según el mencionado estudio, un 1,2 del PIB europeo2.

Seguramente por todo ello, y por la importancia vital que suponen las transiciones, normalmente desarrolladas en esta edad, entre el sistema educativo inicial y la primera ocupación estable, tanto desde un punto de vista micro –son muchos los estudios que han destacado la importancia de esta primera transición en el desarrollo de la carrera profesional posterior–, como macro –por su fuerte impacto en la división y estratificación social, en la creación de nuevas unidades familiares, en el mantenimiento de los sistemas de protección social, etc.–3, esta cuestión, como decimos, se ha ido situando en un lugar preeminente dentro de las discusiones sobre políticas de empleo, no sólo en el ámbito internacional, sino, y sobre todo, en el panorama europeo.

Así, por ejemplo, en el ámbito internacional, la OIT, que hasta la década de los setenta había centrado casi exclusivamente su interés en la protección específica de los derechos de estos trabajadores a través, básicamente, de normas internacionales, comenzó a prestar una mayor atención a las dificultades ligadas a estas transiciones, al desempleo y al subempleo de este colectivo en el marco, sobre todo, de su estrategia sobre el empleo decente. Así, la Declaración del Milenio del año 2000 ya señalaba la necesidad urgente de abordar estas cuestiones, haciendo un llamamiento para “elaborar y aplicar estrategias que proporcionen a los jóvenes de todo el mundo la posibilidad real de encontrar un trabajo decente y productivo”.

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Pero sin duda, el documento más importante de la década pasada fue la Resolución relativa al empleo de los jóvenes adoptada el 15 de junio de 2005 en la 93.ª Reunión de la Conferencia General. En ella, y tras señalar como “no existen soluciones únicas para hacer frente al desafío del empleo de los jóvenes” –algo, sobre lo que veremos, parece existir un cierto consenso doctrinal e institucional– se instaba a “adoptar un enfoque integrado y coherente que combine intervenciones macro y microeconómicas y que esté orientado tanto a la oferta y la demanda de mano de obra como al volumen y la calidad del empleo”. De este modo, y para la OIT “el empleo de los jóvenes debería tenerse en cuenta en las políticas sociales, de empleo y económicas mediante una combinación de políticas bien equilibradas…” incluidas “políticas comerciales, industriales, de formación y salariales nacionales, favorables, con una participación adecuada de los interlocutores sociales para hacer frente a dicho desafío”. Y ello ya que, como en general recuerda, no sólo la OIT, sino también otras instituciones internacionales especialmente preocupadas por esta materia como la OCDE4, “las perspectivas de empleo para los jóvenes se encuentran inevitablemente relacionadas con la situación general del empleo y los jóvenes pueden ser especial-mente vulnerables a las fluctuaciones de la economía”. Por todo ello, la OIT instaba ya en 2005 a “adoptar medidas destinadas a superar las desventajas que promuevan al mismo tiempo la igualdad, la inclusión social y una sociedad equitativa” ya que “es fundamental adoptar políticas y programas encaminados a evitar que los ciclos desfavorables se perpetúen de una generación a otra a fin de lograr la inclusión social y un trabajo decente para los jóvenes”.

Por su parte, unas líneas similares incorpora la Resolución de 2012 sobre “La crisis del empleo juvenil: un llamado a la acción», cuyas conclusiones complementaban las adoptadas por la Conferencia de 20055. En esta nueva Resolución y en sus conclusiones, tras recordar la necesidad de “tomar en consideración la diversidad de las situaciones nacionales para elaborar un conjunto de políticas multidimensional, coherente y adaptado a cada contexto”, se señalaban diversos principios rectores de estas políticas que abordaban desde la inclusión del pleno empleo como objetivo esencial de las políticas ma-

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croeconómicas –asegurando la coherencia efectiva entre las políticas económicas, de empleo, de educación y formación, y de protección social– hasta la promoción de la participación de los interlocutores sociales con políticas que alienten a un número mayor de empleadores a invertir y a generar nuevas oportunidades de empleo para los jóvenes y que, además, garanticen sus derechos teniendo en cuenta la dimensión de género. Para ello se instaba a corregir los desajustes entre los puestos de trabajo disponibles y las competencias de los jóvenes; a alentar la iniciativa empresarial juvenil con el fin de impulsar el crecimiento de empresas sostenibles, entre ellas las cooperativas y las empresas sociales; a crear alianzas de colaboración innovadoras con múltiples actores, aprovechando las amplias posibilidades para el intercambio de experiencias y llevando a cabo un seguimiento, una evaluación y una presentación de informes eficaces de las políticas y los programas. Finalmente el documento incorporaba un nuevo “camino a seguir” en el que, como resultado lógico de esta perspectiva compleja, se destacaban no sólo las políticas públicas macroeconómicas de crecimiento generadoras de empleo, o las sectoriales e industriales, sino también la necesidad de “asignar la máxima prioridad al empleo juvenil en los marcos nacionales e inter-nacionales”, elaborando, “con la participación de los interlocutores sociales, planes de acción nacionales integrados, con plazos definidos y con objetivos medibles para el empleo decente”. Y todo ello mediante la promoción de un entorno de políticas y reglamentaciones que faciliten la transición al empleo formal y a puestos de trabajo decentes, unida a políticas anticíclicas y medidas para incidir en la demanda, programas públicos de empleo, mecanismos de garantía del empleo, infraestructuras intensivas en empleo, subsidios salariales y de formación, así como otras intervenciones específicas en materia de empleo juvenil, en el marco de programas que “deberían garantizar la igualdad de trato a los trabajadores jóvenes”.

En cualquier caso, aún más importante a los efectos que aquí interesan es, seguramente, la labor desarrollada por las instituciones en el ámbito de la Unión Europea. De hecho, la especial gravedad del impacto que sobre este colectivo han tenido las sucesivas crisis, singularmente intensas en determinados países de la Unión, ha provocado una destacada, aunque seguramente tardía intervención, analizada monográficamente por el Pr. Morales Ortega en el segundo capítulo de esta obra.

Por ello, nos limitaremos aquí a recordar como en el marco que proporcionaban, de un lado, la más amplia Estrategia de la UE para la

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Juventud (2010–2018)6, y del otro, la genérica Estrategia Europa 2020 –destinada, nuevamente, a lograr un crecimiento inteligente, sostenible e integrador7, y en cuyo seno se desarrolla la iniciativa emblemática Juventud en movimiento8–, la Comisión ya elaboró a finales de 2011 una Iniciativa de Oportunidades para la Juventud9que conectaba igualmente con la preocupación y las medidas señaladas en este ámbito por el Estudio Prospectivo...

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