La modernización de la Administración tributaria local en España

AutorIrene Belmonte Martín
Páginas89-119

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1. La situación previa: del estado al municipio y la delegación supramunicipal

Durante la fase de transición preconstitucional, apenas se plantea el concepto de gestión tributaria37, pues la acción giraba en torno al concepto de recaudación que se llevaba a cabo desde el ámbito de la Administración Central del Estado a través de unos recaudadores. La persona encargada de la recaudación se trasladaba por los municipios para conseguir los ingresos de los impuestos y tasas y, éstos realizaban su actividad en base a los padrones y censos elaborados por el Ministerio de Hacienda (o correspondiente, ya que desde el ámbito municipal sólo se elaboraban los de las tasas locales y el Impuesto de Circulación), resultando en la mayoría de los casos obsoletos38. Los Ayuntamientos no tenían autonomía fiscal en lo que se refiere a la gestión y recaudación de bienes rústicos, urbanos y licencias fiscales39.

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A partir de la Constitución española de 1978, se reconoce la potestad tributaria derivada (art. 133) así como la autonomía y la suficiencia financiera de los municipios (arts. 137 y 142).

Sin embargo, es más que destacable que "las Administraciones locales gozan de una autonomía diferente de las de las Comunidades Autónomas, pues mientras que la de éstas puede considerarse política, la de aquellas sería meramente administrativa, limitada a los objetivos propios del ámbito local" (Beltrán, 1997: 283). En definitiva, "lo que define la autonomía de la Administración Local, a diferencia de la Administración Autonómica, es que el Estado es el garante directo de la misma" (Álvarez Conde et al, 2013: 453). Así, la autonomía constitucional reconocida a los municipios y provincias tiene un contenido de poder político, limitado y circunscrito a la atención de sus respectivos intereses.

En nuestro país, coexisten tres niveles de hacienda pública: la Estatal, la de las Comunidades Autónomas y la Local. Cada una de éstas es titular de un sistema tributario, que complementariamente con otros recursos, tiene como finalidad fundamental la financiación de sus propios gastos públicos. En este contexto marcado por clasificación tripartita del sistema tributario español, los tres sistemas aparecen interrelacionados. En lo que respecta al ámbito local, la falta de potestad legislativa de las Entidades Locales y, el sometimiento del tributo al principio de legalidad, determina que sea la legislación estatal la que regule los aspectos esenciales del sistema tributario local (Aliaga et al. , 2007:189-190). Con todo ello, la constitución admite la plena existencia de la autonomía financiera de ambas haciendas territoriales (Navarro, 2007:96).

Este hecho significó el traslado de las competencias tributarias del Estado a los municipios; primero, en la vía ejecutiva, y posteriormente, al resto de áreas de gestión. Dado que el poder tributario originario pertenece al Estado, será éste quien legisle sobre los tributos locales (art. 133.1 CE), mientras que los Ayuntamientos ostentarán potestad regulatoria a través de las ordenanzas mu-nicipales40.

A pesar del cambio conceptual que suponía la nueva regulación de la Carta Magna, el proceso de recaudación seguía prácticamente inalterable, con la

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salvedad que los recaudadores de hacienda pasaron a depender de los ayunta-mientos41, heredándose el ineficaz modelo.

De esta manera, la recaudación se basaba en un modelo dual. Por un lado, la Administración del Estado o la Diputación, en los casos que existiera Encomienda, recaudaba para los Ayuntamientos los grandes tributos como la Contribución Territorial Rústica, la Contribución Territorial Urbana, las Licencias Fiscales de Profesionales y Artistas y de Actividades Comerciales o Industriales. Y por otro, los Ayuntamientos recaudaban el resto de deudas municipales, bien directamente (plusvalías, multas, etc.) o a través de los recaudadores privados en el caso de los padrones anuales (circulación de Vehículos y Tasas) así como la recaudación ejecutiva.

Esta problemática derivaba en importantes consecuencias para los contribuyentes de los municipios puesto que, por una parte, la prestación de los servicios locales no satisfacía sus necesidades y demandas, y por otra, se añadía el tener que soportar una injusta distribución de la carga fiscal, al encontrarse con una administración municipal incapaz de detectar el fraude tributario, con enormes dificultades para materializar los medios que hacen efectivo el pago de impuestos, carente de los recursos técnicos necesarios para transmitir a la ciudadanía la información para el cumplimiento de sus obligaciones y, dotada con personal poco profesionalizado y motivado para el desarrollo de esas funciones (Domínguez-Berrueta y Pérez, 1994: 1117).

En el año 1985, se alumbró la Ley de Bases del Régimen Local (LBRL) en la que, además de reafirmar la autonomía financiera y tributaria de los municipios, posibilitaba la delegación de competencias a otras Entidades Locales de ámbito superior (art. 106).

En esta normativa, las Diputaciones tendrían entre sus competencias las tareas de cooperación, asesoramiento y apoyo en temas económico municipales. En lo que respecta a la gestión tributaria, recaudatoria e inspectora, la mejora de los sistemas tributarios, el diseño de las políticas fiscales y la elaboración de informes económicos-financieros.

El art. 103.1 de la CE ordena a las Administraciones Públicas a cumplir con objetividad los intereses generales y actuar de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al derecho. Pero los problemas que planteaba esta diversificación de competencias de gestión tributaria consistían básicamente en los siguientes (Lago, 1994: 1568):

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Primero, la infradotación de las Administraciones Locales. La distribución de competencias en gestión tributaria no ha correspondido con una paralela asignación de medios personales y materiales entre los nuevos entes encargados de las atribuciones. De tal forma que no se favorece, precisamente con la debida eficacia, la asunción de las pesadas competencias gestoras en materia tributaria. En definitiva, "la falta de personal cualificado y especialmente preparado, implica que ni siquiera se puedan tratar los problemas existentes" (Rodríguez Castaño, 2009: 863).

Segundo, el incremento de la presión fiscal indirecta. Este principio está en íntima relación con el imperativo de la creación de Administraciones tributarias locales ex novo coexistiendo por parte del Estado la misma estructura organizativa. Esto produce un encarecimiento notable de la gestión tributaria, lo que puede ocasionar, un fuerte incremento de la presión fiscal indirecta para el/ la contribuyente, que además debe atender a sus requerimientos y obligaciones formales derivadas de sus relaciones con varias Administraciones.

Tercero, el fraccionamiento de la información tributaria relevante. Resulta recurrente desde antaño, la denuncia a la excesiva tendencia de los departamentos administrativos a trabajar de forma hermética así como la falta de comunicación entre los distintos órganos tributarios (Fuentes Quintana, 1989). Esta situación puede empeorar sensiblemente si los distintos órganos de gestión dependientes de distintas Administraciones públicas se convierten en compartimentos estancos en los que no circula fluidamente la información que unos tienen y otros necesitan.

Sin embargo, las indudables ventajas que la autonomía financiera de los Entes Locales reporta, no puede quedar oscurecida por los inconvenientes que genera (Mira-Perceval, 2000). De esta forma, como la situación de ineficiencia administrativa no pasaba inadvertida y para hacer compatibles los beneficios y mitigar los inconvenientes de la descentralización, tanto desde la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP) como desde la Dirección General de Coordinación con las Haciendas Territoriales, se promovió concentrar la gestión de tributos en el ámbito provincial. Con ello, se pretendía minimizar los inconvenientes de la autonomía municipal pero manteniendo o incluso reforzando, las ventajas.

El principio de autonomía de las Entidades Locales, referido a los ingresos locales, ha sido entendido como la capacidad de éstas para decidir el volumen y la estructura de sus ingresos financieros fundamentado en el reconocimiento legislativo de potestades normativas locales sobre determinadas figuras impositivas que permiten a los municipios (y también provincias) el establecimiento de los tipos de gravamen que han de aplicarse dentro del territorio de la demarcación. De esta forma, se responsabiliza a las Corporaciones Locales de la cifra de ingresos presupuestarios que obtendrán por medio de sus tributos, de manera que la suficiencia de sus medios para cubrir sus gastos no es sólo responsa-

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bilidad del Estado y de las Comunidades Autónomas, sino que se comparte con todas las esferas de gobierno interesadas (Cayón, 2002: 734).

Tanto es así que, a partir de ese importante año para el régimen local, 1985, todas las...

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