La modernidad de Gramsci: del «estado jurídico» a la «sociedad regulada» (una reflexión sobre la anatomía del derecho)

AutorFrancisco Piñón G.
Páginas279-299

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1. La aportación gramsciana

Gramsci reflexiona los cambios y las estructuras sociales de su tiempo. Pero hace la reflexión dentro de los marcos de la cultura occidental europea, en el interior y a partir de los propios pensadores occidentales. Pretende ofrecer un análisis ya maduro que se mide, con sus propias armas, en el terreno cultural y en el campo de la organización política. Sabe que el occidente europeo no es ni la Rusia zarista, ni el Estado soviético de Lenin. Es otra la sociedad civil. Son otras las trincheras y otras las ideologías. Otros, por consiguiente, los enemigos a vencer. Sitúa, por lo tanto, la lucha en el terreno supraestructural y específicamente en el terreno cultural y en aquél, no escindible, de la organización política y de las estructuras económicas. Y al diagnosticar la derrota del movimiento obrero, en la primera mitad del siglo, sabiendo que no son ajenos a ella la debilidad de los partidos socialistas, trata de revalorar el marxismo, acudiendo al pensamiento auténtico y original de Marx, al mismo tiempo que recibiendo las aportaciones, entre otras cosas, de la filosofía idealista alemana e italiana. Es precisamente aquí en donde hereda, para su filosofía política, el lado activo del conocimiento de la filosofía idealista. Y con los cimientos del materialismo histórico y la experiencia típicamente italiana, ofrece una nueva cara del marxismo, que no es, ciertamente, la mecanicística y economicística de la II Internacional. En ésta el hombre aparecía prácticamente prisionero de esquemas, de leyes histórico-sociales, mientras el socialismo se pre-

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sentaba como un fruto, casi mecánico, de las «contradicciones», del sistema. Poco le quedaba de revolucionario al quehacer del hombre. La tarea era prácticamente administrativa: era, en todo caso, un prepararse técnicamente para cuando el socialismo llegara. El elemento revolucionario se diluía o, de plano, se negaba. Era Bernstein y era Kautsky. Era el Manual de Sociología marxista de Bujarin.

En cambio, para el marxismo de Gramsci, el hombre era creador y gestor de historia. Creador de las condiciones objetivas para la revolución. Ésta no era un regalo de los dioses. No nacía, como por arte de magia, de las entrañas de la estructura económica de la sociedad. Siguiendo los pasos de Lenin, había que hacerla en orden a la construcción de la futura sociedad. Gramsci no trataba de esconder la del hombre. No encerraba en la estructura un «dio acoso». No marginaba la superestructura, no la convertía en mero accidente de la historia. Colocaba, en el vértice, la actividad del hombre. Éste es el punto central de su filosofía política. Éste su pensamiento de ruptura con el mecanismo de la II Internacional. Digámoslo con sus propias palabras, cargadas todavía de ardor juvenil: aquel que «pone siempre como máximo factor de historia, no los hechos económicos, en bruto, sino el hombre, la sociedad de los hombres que se juntan entre sí, que se entienden entre sí, desarrollan a través de estos contactos (civilización) una voluntad social, colectiva y comprenden los hechos económicos y los juzgan y los conforman a su voluntad» (Gramsci, 1958a: 149).

Nada más peligroso para Gramsci, que el «culto fetichista de la objetividad». O sea, ese prurito de marginar el sujeto, al hombre concreto, en su responsabilidad en el cambio histórico, frente a ese mundo intocable, externo, trascendente (por esto se torna en una nueva metafísica) de las leyes de la historia y de la economía. Es la teoría de la pasividad. Es el positivismo con cara de cientificidad. Es el revisionismo positivista del pequeño burgués que soslaya el recurso a la iniciativa humana, a la voluntad creadora y todo lo vacía mecánicamente en las «contradicciones objetivas».

El hombre, por fortuna, es para Gramsci, el hacedor de la historia, no a partir de un medio caprichoso donde se haga lo que se quiera, sino en donde se hace lo que se puede. Pero donde se hace, no donde se deja hacer. Donde el hombre no es un sim-

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ple «resultado» de su ambiente, un mero educando, un «reflejo» nada más de las condiciones sociales. Gramsci opone al «fatalismo» la «voluntad activa y real» y nos alerta en contra de un mecanicismo que, si es usado por los intelectuales como concepción del mundo «se convierte en causa de pasividad y de autosuficiencia imbécil» (Gramsci, 1971a: 16).

Éste es, a nuestro entender el pensamiento esencial de Gramsci. Es su filosofía política. Su militancia hecha política y su política hecha filosofía. Su esfuerzo por historicisar la filosofía de la praxis entendiéndola no como un sistema petrificado de dogmas, ni disolviéndola en un revisionismo decadente, sino desarrollándola a la luz de la cultura europea, sin por esto rene-gar de sus mejores y ya conquistados principios. Ésta es, además, la base de su filosofía jurídica.

Un retorno, pues, al auténtico socialismo, a aquél del que ya habían hablado los socialistas italianos, conscientes de los peligros que ofrecía el neoidealismo y también sabedores de que no podían oponerle las armas que les proporcionaba el positivismo. Pensamiento crítico que, por otra parte, no era sino esencialmente una teoría de la organización política teniendo en cuenta las condiciones específicas de la Europa occidental y de Italia en particular. De ahí su insistencia en la situación nacional, su recurso a la cultura, a la «subjetividad», a la «conciencia», a esa praxis que, como sujeto, en términos colectivos, lucha en contra de los elementos estructurales. Pero también, y al mismo tiempo, un huir de las abstracciones jurídicas y de las especulaciones políticas.

Gramsci, en su filosofía política, no cae, obviamente, en un subjetivismo trascendental a lo Husserl, que sería una pura reducción fenomenológica, un ego cogito cogitatum, un puro estado de conciencia, o por otra parte, en una filosofía de la Action de Blondel que, encerrándose en un sujeto solitario, hacen al fin de cuentas, de un intelectualismo o un teologismo, el fundamento y la explicación total de lo real. Gramsci no olvida la materialidad de lo existente, la solución que se ventila en términos colectivos y que exige soluciones también colectivas que rompen los esquemas de lo puramente individual. Caería en un juridicismo o en un positivismo sociológico.

Gramsci no puede, además, ser interpretado y encerrado, siguiendo los pasos de Bernstein, a un querer voluntarístico, que

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pretende reducir el problema filosófico-moral del socialismo al problema de la personalidad y libertad humanas, puestas en ángulos tradicionales y expresadas en una filosofía benthaniana. Olvida Bernstein que la socialidad, punto descubierto por Marx, está unida al mundo del trabajo. Gramsci no cree que el socialismo sea nada más que la conclusión del «principio social general» del liberalismo. Y esto por el simple motivo que Gramsci trata de que las clases subalternas no pidan prestada una cultura ajena. El no tener una cultura propia, una ideología propia, ha propiciado, según Gramsci, una buena parte del fracaso del movimiento obrero y la no consecución de una auténtica hegemonía. De ahí la necesidad del intelectual orgánico de la clase obrera. De ahí el análisis de los intelectuales italianos, ya desde el siglo IX. De ahí su plan de investigación, en sus Cuadernos de la Cárcel, del 19 de marzo de 1927: «una investigación sobre la formación del espíritu público en Italia en el siglo pasado», o sea, «sobre los intelectuales italianos, sus orígenes, sus diversos grupos, según las corrientes culturales, sus diferentes maneras de pensar, etc.». De ahí, finalmente, la reformulación de todo su plan de Los Cuadernos bajo el siguiente rubro: «Note sparse e appunti per una storia degli intellettuali italiani» (Gramsci, 1975a: XXV).

Gramsci no hace sino rescatar, para las clases subalternas, esa mentalidad de dominio, de señor, de considerarse sujeto y no objeto, ínsita en ese lado activo (idealismo) del conocimiento. Que la clase en ascenso tenga la conciencia de que es el señor del señor. No se quede en la fase meramente objetivista y economicista, ni en el análisis hegeliano de Marco Aurelio y Epicteto. Pero, de la misma manera, su crítica es tajante y clara a los análisis e interpretaciones de una filosofía liberal que se quedaba en los interminables «formalismos» y en las democracias abstractas.

2. La herencia intelectual: el análisis de la totalidad

La filosofía de Gramsci no es sistemática, al estilo de un Aristóteles, de un Kant o de un Hegel, pero supone a todos ellos, al mismo tiempo que hereda la concepción «unitaria» de la tradición del pensamiento greco-latino. Su filosofía política

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es, eminentemente, una filosofía de la totalidad: no está fragmentada en parcelas, sino que se integra como un todo en lo filosófico-histórico, siguiendo los pasos de Hegel y Croce. Intenta construir un futuro con los materiales ideológico-culturales del presente, pero teniendo a la vista un pasado histórico, tal y como Croce lo mostraba en su historicismo. Su intención es re-nacer o re-crear una cultura integral en orden a una nueva sociedad y que dicha cultura tenga los caracteres de masa de la reforma y del renacimiento italiano. Su pensamiento es un pensamiento en movimiento, en confrontación con la cultura de su tiempo, en conflicto permanente con los fundamentalismos de todos los signos, dentro de las herencias de la latinidad y romanidad que le dan su peculiar fisonomía pragmática a su fenomenología política. Por tal motivo, el pensamiento gramsciano no es especulativo, ni abstracto. Detrás de sí lleva consigo a Maquiavelo y a Galileo, a Hegel y a Marx, que le harán asumir críticamente el pensamiento histórico-político...

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