Modelos de cosmopolitismo para Europa

AutorIsabel Turégano Mansilla
Páginas57-71

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I Introducción

Transcurridos sesenta años desde los Tratados de Roma sigue abierto el debate sobre el modelo al que aspiramos en la construcción de un espacio común supranacional en Europa. El presente trabajo quiere contribuir a ese debate desde una de las más largas y extendidas tradiciones de la justicia global, el cosmopolitismo. Esta doctrina, asociada esencialmente con la gran tradición del universalismo moral, aboga por la apertura de nuestras instituciones y normas a las necesidades e intereses de todos por igual, fundamentando la institucionalización de estructuras político-jurídicas ampliadas. Pero ¿qué supone o qué aporta introducir el concepto de “cosmopolitismo” en el debate sobre Europa? ¿en qué medida contribuye a comprender Europa? ¿qué modelo nos aporta que pueda resultar útil para sacar a Europa de su crisis permanente? ¿qué papel puede desempeñar Europa en el desarrollo de una justicia global? ¿no es un concepto que ofrece una propuesta normativa demasiado exigente que se aleja en exceso de la realidad europea?

“Cosmopolitismo” es un término que ha cobrado nuevo impulso en el vocabulario del pensamiento político y social de las últimas décadas. Los motivos para su recuperación han sido muy variados, desde el revestimiento ideológico de la globalización neoliberal hasta la propuesta contrahegemónica de un cosmopolitismo “desde abajo” conectada a la agenda del Foro Social Mundial. Como concepto que puede ser interpretado de modos muy diversos y empleado para una pluralidad de fines, puede resultar confuso en el debate sobre Europa. El cosmopolitismo se asocia naturalmente a la utopía racionalista

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de un solo mundo pero el pensamiento político y social de las últimas décadas ha tratado de aprovechar el potencial crítico del concepto replanteándolo como propuesta de mundos alternativos a los existentes. Podemos referirnos a esta evolución del concepto distinguiendo entre un cosmopolitismo ético, uno político y uno sociológico o metodológico. En el trabajo se argumenta que la inacabada construcción de Europa habría de seguir la vía de un universalismo reformado que subyace a la última de las aproximaciones al concepto en cuanto proyecto de cosmopolitización orientado a configurar nuevas políticas y nuevos modelos normativos desde una actitud autocrítica de todos los agentes concernidos. Este enfoque se aleja del sueño idealizado del cosmopolitismo ético sin abandonar las aspiraciones normativas del concepto.

II Cosmopolitismo ético

El cosmopolitismo de la tradición estoica e ilustrada tiene un carácter universalista, individualista y racionalista. En sus distintas versiones comparte la idea de que existen principios morales universales y abstractos. El universalismo abstrae el pensamiento moral de las realidades históricas y concretas para formular principios últimos y absolutos que atienden a aquello que es común a todo individuo. Implica que toda persona tiene relevancia moral, esto es, que toda persona constituye la unidad última de consideración moral para todos y que de ello derivan demandas para cada uno de los demás. Del hecho de que los principios universales de la justicia global se refieran fundamentalmente a los individuos, en cuanto merecedores de igual respeto, derivan dos consecuencias relevantes: por una parte, la idea de todo ser humano como miembro de un mismo orden moral; por otra parte, la consecuencia de que las asociaciones y organizaciones sólo pueden tener una relevancia indirecta en cuanto sujetos obligados a respetar, proteger y satisfacer derechos de los individuos. Por último, el cosmopolitismo ha sido durante mucho tiempo un pensamiento racionalista cuyo contenido se seguía deductivamente de los principios morales universales (universalismo axiológico abstracto).

La versión más extrema de este cosmopolitismo universalista y racionalista es la que parte en abstracto de las obligaciones éticas de los individuos, considerando que la obligación suprema y más fuerte de cualquier individuo es la que tiene con la humanidad (Scheffler, 2001, cap. 7). Otras obligaciones particulares son sólo modos de alcanzar el bien universal y solamente se pueden justificar por referencia a los principios universales (Nussbaum, 1999). Esta supone una versión cosmopolita de base ética. En ella, la diversidad sería tolerada en la medida en que no interfiera con el compromiso primario con la igualdad (entendido como igualdad en lo genérico). Este cosmopolitismo extremo considera fundamental la ciudadanía mundial, superior moralmente a cualquier vínculo local (Calhoun, 2003, pp.537 y ss).

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Por definición, no se puede hablar de cosmopolitismos diversos en este sentido ético. Para muchos, la transición de una Europa en clave intergubernamental a una Europa supranacional habría de producirse mediante la integración de todos los individuos, Estados e instituciones europeas en una Constitución común que reconociese aquellos principios trascendentes. Pero lo cierto es que es común hablar en relación con ese contexto constitucional de valores europeos o propios de Europa. Esta afirmación suele hacer referencia al hecho de que estos valores han estado especialmente presentes a lo largo de gran parte de la herencia de pensamiento europeo y han constituido la base de su organización político-jurídica. Y se considera que, con independencia de su origen histórico, esos valores son universalmente válidos en la medida en que se pueden fundar racionalmente de modo abstracto.

Lo cierto es que, como afirma Javier de Lucas, Europa muestra dos caras, la de la creación de los universales y la de la barbarie, tratando de utilizar el racionalismo occidental para colonizar el mundo (De Lucas, 2003, pp.98-99). La búsqueda de lo común se ha presentado siempre en un sentido de oposición a los otros, no solo a los países no occidentales. Recordemos uno de los momentos relevantes del debate sobre la singularidad moral de Europa, que se produjo con ocasión de las manifestaciones y movimientos de repulsa que surgieron tras la intervención de EE.UU. en Irak en 2003. Algunos intelectuales, en gran parte como respuesta al escrito de Jürgen Habermas y Jacques Derrida (2003) publicado en la prensa europea, apelaron a la especial obligación de Europa en ese momento histórico de contribuir a la promoción de la paz y la justicia desde el Derecho internacional y a la conformación progresiva de una política interior mundial. Se sostuvo que Europa debía ejercer esa función especialmente frente a la amenaza que suponía EE.UU. para la perdurabilidad del orden internacional que se había ido gestando durante décadas. En ese momento Iris Marion Young escribió que “desde el punto de vista del resto del mundo, y especialmente desde el punto de vista de los Estados y los pueblos del Sur, la apelación de los filósofos puede parecer más un re-centramiento de Europa que la invocación a una democracia global inclusiva… Me temo que Habermas puede reinscribir la lógica del Estado-nación para Europa en lugar de trascenderla” (2005: 153, 156).

Esta defensa de Europa como alternativa a la hegemonía estadounidense presenta el riesgo de que la europeización acabe definiéndose en oposición a lo externo y adoptando la forma de un euro-nacionalismo (Delanty y Rumford, 2005, pp. 9 y 103). Riesgo que existe también cuando la consolidación de Europa se interpreta como una respuesta defensiva frente a las amenazas de la globalización. La Unión Europea se evalúa funcionalmente desde un cálculo racional de intereses: los Estados reconocen el valor añadido de la cooperación institucionalizada en el fortalecimiento de su posición económica y estratégica.

El problema de estas posiciones es que reducen el proceso de construcción europea a integración o convergencia hacia el interior a partir de valores e intereses comunes,

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abandonando la fundamentación central que esa construcción ha de tener desde la perspectiva cosmopolita en este sentido axiológico o ético: la de la responsabilidad moral de Europa y su papel en el mundo. Europa tiene que ser cosmopolita, no solo en virtud de que puede constitucionalizar aquellos principios universales y hacerlos más efectivos para una parte del mundo, sino por su responsabilidad respecto del resto del mundo. Por una parte, Europa es responsable por vulnerar sus deberes negativos en la medida en que su modelo de modernidad basado en las naciones Estado y el capitalismo han favorecido un orden global injusto y sus políticas migratorias y económicas criminalizan a las víctimas de su negligencia. Y, en segundo lugar, Europa es responsable por el incumplimiento de sus responsabilidades solidarias en la conformación de una justicia global. Ambos tipos de responsabilidad son de carácter colectivo y deben afrontarse desde la perspectiva estructural que las genera:

  1. En primer lugar, lo relevante para determinar las responsabilidades no son las intenciones del agente sino las consecuencias, los efectos, que derivan de sus acciones u omisiones.

  2. En segundo lugar, tales acciones u omisiones se insertan en estructuras sociales injustas, en las que los agentes que intervienen tienen distintas posiciones de poder. Decidir en cada caso lo que moralmente se requiere de cada agente para rectificar la injustica estructural depende de las posiciones que ocupan respecto a tal estructura. Young proporciona una serie de parámetros de razonamiento que puede emplear cada agente u organización para determinar lo que debe hacer. Tales parámetros son: la posición de poder o de influencia sobre los procesos que producen la injusticia; la situación de privilegio o de beneficio respecto de tales procesos; el interés en la superación de la injusticia; y la capacidad colectiva para cambiar la situación injusta, esto es, la importancia de...

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