Una mirada reflejada de la humanidad: reflexiones sobre la visión, la memoria y el genocidio

AutorWayne Morrison
Páginas245-274

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Por más que la guerra pueda terminar, nosotros hemos ganado la guerra contra ustedes, ninguno de ustedes quedará para oficiar de testigo, pues incluso si alguno fuera a sobrevivir, el mundo no le creería. Tal vez habrá sospechas, discusiones, investigaciones por parte de historiadores, pero no habrá certidumbres, porque nosotros destruiremos la evidencia junto con ustedes; e inclusive si quedara alguna prueba y alguno de ustedes sobreviviera, la gente dirá que los sucesos que ustedes describen son demasiados monstruosos como para ser creídos... Seremos los que dicten la historia de los Lagers [campos] [Simon Wiesenthal relatando la advertencia de un oficial de las SS a los habitantes de Auschwitz, Levi 1986: 11-12].

La criminología cultural utiliza la «evidencia» de la existencia diaria, dondequiera que se encuentre y en cualquier forma que se pueda hallar; los escombros de la vida diaria son sus «datos» [Presdee 2000: 15].

La primera tarea para devolver a los perpetradores al centro de nuestra comprensión del Holocausto es devolverles sus identidades, gramáticamente no usando la voz pasiva sino la voz activa para asegurarnos que ellos, los actores, no están ausentes de sus propias acciones [Goldhagen 1996: 6].

Mi posición es que quienes, sin coacción para burlarse, degradar, torturar y matar a otras personas y jactarse, festejar y rememorar sus hazañas [tomando fotografías] así lo hicieron, fue porque odiaban a sus víctimas, y creían que era correcto tratarlas de este modo [Goldhagen 1998: 145].

El genocidio y las memorias

El genocidio perfecto no dejaría memorias. O, dicho de manera más precisa, no habría palabras ni imágenes que permitiesen conocer la realidad del genocidio o la identidad «auténtica» del sujeto de dicho genocidio. Por supuesto, habría memorias, palabras e imágenes; pero serían las de los vencedores.1La intención de los nazis era después de todo, construir un museo del pueblo judío, testimonio de una raza inferior que los nazis, como agentes del progreso, habían quitado de nuestra vista.

En estas políticas de presencias y ausencias, el genocidio perfecto se convierte en el crimen icónicamente exitoso, cuando nadie lo puede reconocer como tal, y, sin estar reconocido, desaparece. Uno mira, pero no puede ver —tal vez a uno le falta guía, pues uno ve, pero no aprecia una escena que tiene relevancia, uno escribe pero no menciona; tal cosa, como se ha enfatizado a todo lo largo de este libro, es la experiencia de la disciplina modernista llamada criminología. De forma contraria, la bibliografía y el

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arte de los supervivientes han refutado el poder del genocidio y han llamado a los indiferentes a ser testigos de escenas que a menudo desafían la representación. En los escritos de los supervivientes, fatigosos y algunas veces imaginarios, muchas veces percibidos por el articulador como fraudulentos en su falta de capacidad para ofrecer la verdad, se revelan escenas de angustiosa humanidad.2La humanidad se exhibe como terrible y frágil a la vez; de forma demasiado obvia, a caballo en una cresta de poder destructivo con la presencia de un lado y la extinción del otro.

Más aún, ¿qué es eso que uno tiene que atestiguar? En The Reawakening, Primo Levi —quien sobrevivió a Auschwitz porque se las ingenió para convencer a las autoridades del campo de que era útil dados sus conocimientos de química— reconoció a Hurbinek:

Hurbinek era un don nadie, un niño de la guerra, un niño Auschwitz. Se veía como de 3 años de edad, nadie sabía nada de él, no podía hablar y no tenía nombre; ese nombre curioso, Hurbinek, se lo habíamos puesto nosotros, tal vez por medio de la mujer que usaba estas sílabas para dar forma a los desarticulados sonidos que a veces hacen los niños. Estaba paralizado de la cintura hacia abajo, sus piernas atrofiadas, finas como palos, pero sus ojos, perdidos en un rostro triangular y gastado, destellaban, vivos, llenos de necesidades, de afirmaciones, de deseo de desprenderse y destruir la tumba de su mutismo. El discurso que le faltaba, que nadie se había molestado en enseñarle, esta necesidad de hablar impregnaba su mirada de explosiva urgencia: era una mirada a la vez salvaje y humana, inclusive madura, un juicio que ninguno de nosotros podría soportar, tan cargado estaba de fuerza y angustia [1965: 11].

Como muchos de los prisioneros que de algún modo habían sobrevivido hasta que el Ejército Rojo liberó Auschwitz, Levi fue llevado a una enfermería junto con Hurbinek. Allí, Hurbinek logró pronunciar una palabra «algo como “Massklo” o “Matisklo”». ¿Era éste su nombre o un intento de nombrar o llamar a alguien? Aunque estaba rodeado por representantes de todas las naciones de Europa Central, la pronunciación de Hurbinek no reveló su secreto.

La supervivencia de Levi trastornó más que los modelos de poder de quienes habían señalado su propio destino. No se intentó preservar ningún rastro del lugar de Hurbinek en el tiempo. El control nazi sobre la ontología de los judíos europeos había implicado que Hurbinek iba a ser un niño sin origen ni idioma, que padecería una muerte que el mundo fue indiferente para observar o registrar en palabras. Levi lo registró —pues él se enfrentó a la mirada de Hurbinek y se sintió en la obligación de contarla.

Hurbinek, quien aún no tenía 3 años de edad, que tal vez había nacido en Auschwitz y nunca vio un árbol, Hurbinek que peleó como un hombre hasta su último aliento para poder tener entrada a la comunidad de los hombres de la cual un poder bestial lo había excluido, el sin nombre, cuyo delgado antebrazo contenía el tatuaje de Auschwitz, murió en los primeros días de marzo de 1945; libre pero no redimido. No queda nada de él: sólo es testigo a través de mis palabras.

La habilidad de Levi para sobrevivir también fue el efecto contingente de un acto particular de la mirada; un acto que él creía que contenía la clave para explicar cómo el Holocausto se había hecho realidad. En Survival at Auschwitz (1993: 105-106), Levi relata cómo escapó de ser enviado a las cámaras de gas pasando una prueba de utilidad, una mirada de experto, que distinguía quiénes podían ser usados para el Kom-

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mando 98 (la unidad de tareas químicas). Levi, químico, tuvo que pasar una prueba especial. Su examinador fue el doctor-ingeniero Pannwitz:

Pannwitz es alto, delgado y rubio, con los ojos y la nariz que se supone tienen los alemanes. Está sentado amenazantemente detrás de un escritorio. Y yo, Haftling —el recluso— 174517, me paro en su oficina, que es una verdadera oficina, pulcra y limpia, con todo en orden, sintiéndome como si ensuciara todo lo que tocaba.

Cuando él terminó de escribir, levantó sus ojos y me miró.

Desde ese día, he pensado en el doctor Pannwitz muchas veces, y de muchas maneras diferentes. A menudo me he preguntado acerca de los mecanismos internos de este hombre. ¿Qué hacía con su tiempo cuando no se encontraba produciendo polímeros en un laboratorio químico, cuando dejaba que su imaginación vagara más allá del alcance de la conciencia indo-germánica? Por encima de todo, yo quería volver a encontrarlo, ahora que yo era libre, no por venganza, sino para satisfacer mi curiosidad acerca del alma humana.

Porque la mirada que me dio no era de la manera en que un hombre mira a otro. Si yo pudiera explicar cabalmente la naturaleza de esa mirada —era como si a través del vidrio de un acuario se dirigiera a alguna criatura perteneciente a un mundo diferente—, sería capaz de explicar la gran locura del Tercer Reich, bajando hasta su propio núcleo.

Todo lo que pensábamos y decíamos acerca de los alemanes tomó forma en un momento. El cerebro que manejaba esos ojos azules y esas manos bien cuidadas, dijo claramente: «Esta cosa parada frente a mí obviamente pertenece a una especie que debe ser eliminada. Pero con este ejemplar en particular, vale la pena asegurarse de que no tiene nada que podamos usar antes de deshacernos de él».

Se analizó la utilidad de Levi y se lo distinguió de la masa. Se lo seleccionaría y mantendría vivo para una tarea, y —como lo contaría la historia— en cierto momento se convertiría en superviviente. Fue un destino que él nunca pudo comprender y, final-mente, con el cual no pudo vivir.

La visión preventiva: el mundo cerrado del campo

Es tema de este libro que nosotros deberíamos desear comprender su experiencia. Y que cualquiera que ostente una posición académica que implique la etiqueta de criminólogo, al menos por cierto tiempo, debería estar interesado en analizar por qué esa disciplina no se ha preocupado por comprender el destino o el contexto para el ejercicio del poder sobre él. Todavía, por supuesto, existe el hecho continuo de la excepción. El Holocausto es el estado de excepción para la modernidad occidental —su excluido— que se debe alejar, en lugar de llegar a comprender la naturaleza de los discursos y las prácticas dentro de los cuales trabajamos.

Los tropos clásicos de representación del Holocausto pueden ayudar a este distanciamiento; pues la imaginería emblemática del Holocausto gira alrededor de los campos de concentración, donde el trabajo esclavo y las matanzas asumieron la apariencia de una práctica industrial enclaustrada. En ese proceso muy moderno, la unidad se desensambla; la humanidad y sus efectos —cabello, zapatos, funciones corporales— se separan y se desvirtúan, se transforman en un lenguaje de estadísticas y eufemismos registrados de modo tal que recrean conjuntos racionales de enlaces de cosas que necesitan esfuerzo para ser...

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