El ministerio fiscal ante el acoso escolar

AutorJesús M.ª García Calderón
Cargo del AutorFiscal Jefe del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía
Páginas251-287

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I Introducción

La preocupación de la sociedad española actual por nombrar todas las formas posibles de violencia no parece que pueda entenderse como un fenómeno endémico de nuestra ciencia penal. Prácticamente, todos los países de nuestro entorno asisten a fenómenos similares que procuran encontrar una terminología pacífica que les permita combatir más eficazmente fenómenos delictivos que siempre nos parecen novedosos y que presentan para el penalista la apariencia de un territorio recién descubierto para el análisis criminológico.

La realidad es bien distinta. Si exceptuamos las nuevas formas de violencia que se apoyan en el uso masivo o compartido de las nuevas tecnologías de la comunicación (por cierto un fenómeno con muchos aspectos adolescentes), las formas de violencia renombradas se refieren a problemas muy arraigados en el comportamiento social y en los que el Ministerio Fiscal debe aportar el caudal empírico de su experiencia para ofrecer una adecuada respuesta institucional. No podemos considerar que asistamos en nuestros días a un proceso generalizado de la extensión de la violencia. Más bien ocurre lo contrario. Esta nueva preocupación por dar otros nom-Page 252bres a la violencia —en realidad— es la consecuencia de una creciente necesidad dogmática, la de aclarar el debate científico y encauzar el esfuerzo de todos los agentes sociales en la dirección adecuada. Dicho con otras palabras, esta tendencia muestra un deseo generalizado de aclarar lo antes posible todo ese desordenado caudal informativo que, muchas veces con escaso rigor, genera cualquier polémica social de gran importancia; es una forma —en definitiva— de encontrar mayor facilidad para la interlocución científica y para la formación de nuestra sociedad trasladándole un mensaje comprensible y tranquilizador.

Los fenómenos violentos rara vez son novedosos. Los Fiscales sabemos que, por lo general, confundimos su ocultación con su inexistencia. En todo caso, como ya he tenido oportunidad de señalar en algún foro académico1, quizá contribuya al cultivo de esta sensación de novedad el hecho de que las reflexiones que desarrollan anualmente las instituciones policiales y judiciales en España no suelan incidir en el análisis y examen acerca de cuales sean las causas generadoras y verdaderas de la violencia. Se alude —en todo caso— al incremento o descenso puramente numérico de los actos delictivos de una mayor trascendencia o gravedad y, siempre con una cierta timidez y reserva, a las causas genéricas que pueda presentar la evolución de la criminalidad, así como a las dificultades que comporta su tratamiento jurisdiccional, proponiendo algunas reformas legislativas o algunas nuevas formas de organización y coordinación institucional. Lo cierto, como acabamos de señalar, es que no hay alusión alguna para el examen científico de sus fuentes por parte de quienes tienen en sus manos, precisamente, el grueso del material empírico almacenado oficialmente sobre los actos relevantes de violencia social. El análisis de la etiología violenta es de una naturaleza casi exclusivamente académica, más proclive por su propia naturaleza a la consideración de lo novedoso.

De cualquier manera, esta preocupación creciente de los juristas y, en especial, de los penalistas, por nombrar las formas ocultadas o discretas de violencia parece, en cualquier caso, una práctica siempre saludable y completamente necesaria, un punto de partida para romper esas tendencias negativas y muy arraigadas en nuestra sociedad, conociendoPage 253mejor los perfiles de agresiones paradigmáticas y las fórmulas más adecuadas de castigo.

Es obvio que este análisis suele partir del examen detallado de la posición de las víctimas. En realidad, en los últimos años, cuando menos en España, la movilización institucional contra el delito ha estado claramente influida por lo que se ha llamado sustantividad de los intereses de las víctimas2 por cuanto, de una parte, son las demandas de las víctimas, reales o potenciales, cuando no de unas víctimas arquetípicas o imposibles sin existencia real o posible, las que guían el debate político criminal, arrumbándose reflexiones más complejas, atentas al conjunto de necesidades colectivas y, de otra parte, se establece una espiral en cuya virtud la relación entre agresor y víctima no admite interferencia o injerencia alguna, de manera que cualquier ganancia, alternativa o garantía procesal —por razonable que sea— a favor del agresor se entiende siempre como una pérdida para la víctima directa o indirecta del delito. Tiene lugar con ello una especial forma de sinécdoque criminológica por cuanto el legítimo interés de la víctima, sin duda una parte muy importante del problema, se confunde con el problema en su totalidad, que sería la necesidad de preservar el interés social y, en el caso del acoso escolar, de garantizar el correcto desarrollo de todo los menores afectados, incluidos los propios victimarios.

Solo esta percepción explica esta acusada tendencia a nombrar las formas de la violencia y referir, por ejemplo, formas de violencia vial, de violencia contable o de violencia escolar como problemas político criminales que deben ser respondidos urgentemente por las instituciones con el argumento sancionador más enérgico que nos proporciona el derecho penal.

Es en esta nueva percepción de los fenómenos violentos donde se enmarca el problema del acoso escolar y de su significación jurídico penal, un problema que no es novedoso y que participa de muchos de los aspectos definitorios de nuevas hipótesis delictivas pero que también cuenta con numerosas peculiaridades que aconsejan un estudio y tratamiento institucional completamente diferenciado.

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II La idea de acoso desde la perspectiva penal

Es evidente que la definición del acoso escolar, con una serie de importantes salvedades, debe vincularse con la idea genérica del acoso moral y —más concretamente— del acoso psíquico en el trabajo3. En el campo de la psicología social, es conocida la definición del profesor de la Universidad de Estocolmo Heinz Leymann4, quien consideraba esta forma de acoso como un proceso de destrucción que se compone de una serie de actuaciones hostiles, que, tomadas de forma aislada, podrían parecer anodinas, pero cuya repetición constante tiene efectos perniciosos.

Otra famosa definición de Leymann5 alude a la situación en que una persona (o en raras ocasiones un grupo de personas) ejerce una violencia psicológica extrema, de forma sistemática y recurrente (como media una vez por semana) y durante un tiempo prolongado (como media unos seis meses) sobre otra persona o personas en el lugar de trabajo con la finalidad de destruir las redes de comunicación de la víctima o víctimas, destruir su reputación, perturbar el ejercicio de sus labores y lograr que finalmente esa persona o personas acaben abandonando el lugar de trabajo6.

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Desde el punto de vista médico forense, el acoso psíquico en el trabajo ha sido definido como una agresión psico traumática entre un grupo acosador (formado por el instigador o instigadores, adeptos y los llamados testigos mudos) y la víctima-diana, cuyo objetivo es anularla como individuo libre-pensante hasta conseguir un sometimiento o su exclusión del grupo de trabajo7.

Al margen de la reforma legal frustrada en España sobre este problema8, en el terreno estrictamente jurídico, la doctrina ha procurado distin-Page 256tas definiciones de acoso psíquico laboral, partiendo de su carácter multidisciplinar, de la necesidad de reiteración de hechos que aisladamente considerados no merecen reproche legal9 y, en menor medida, de la necesidad de acomodar la relación laboral a su perfil constitucional. Destaca entre ellas, en mi opinión, la valoración, más que definición, que realiza María José Blanco Barea cuando describe el acoso como una forma de violencia psicológica degradante que priva a las víctimas del referente social de su integridad moral.

La opinión anterior es muy afortunada porque alude a la relación de la víctima con su entorno social y pone de manifiesto la necesidad de articular un concepto jurídico penal10 que establezca que la degradación o extinción de la relación laboral existente, en contra de la finalidad que fuera establecida por Leymann11, no tiene porqué ser la finalidad única o primordial del acosador, cuando menos desde la perspectiva del derecho penal.

En ocasiones, el agresor podrá verse guiado simplemente por el ánimo de venganza, por alguna desviación patológica, por su inadaptación al sistema, por razones ideológicas o sectarias, por la envidia, por la codicia, por la ambición o por otras circunstancias personales de índole muy variada, de manera que la relación social afectada, ya sea laboral, familiar o educativa, por sus peculiares condiciones y por afectar tan intensamente a los derechos fundamentales de la víctima, es justamente el instrumento o la herramienta utilizada por el agresor, no su finalidad. Una herramienta que utilizada de tal forma produce, al margen del daño moral, una especie de terriblePage 257aislamiento jurídico porque lo sitúa ante la sociedad de tal manera que no puede desplegar eficazmente sus derechos, ni defenderse de la agresión exigiendo el respeto que merece como trabajador y como persona.

En muchas ocasiones, desde la perspectiva penal, dicho en otros términos, el agresor no pretende destruir la relación sino que pretende...

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