Las metamorfosis de la legitimidad moderna

AutorJuan Carlos Utrera García
Páginas19-42

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1. La construcción del sujeto absoluto moderno y la legalidad como contradicción

Toda vez que la modernidad hace girar su reflexión política en torno al individuo y procede a la identificación de su naturaleza con una determinada noción de la libertad, inaugura no ya una perspectiva peculiar acerca de la legitimidad, sino el problema mismo de la legitimidad. Puesto que presume la preexistencia de una pluralidad de sujetos absolutos, plenamente constituidos en su nuda individualidad, a un compuesto social sobrevenido a ellos, la justificación de todo orden político no puede resultar, en efecto, sino problemática. Y ello, porque, como se deduce, la modernidad se fundamenta en una singular antropología que se separa, si no es que se opone a lo político.

Con mayor o menor sutileza, el pensamiento moderno opera, ciertamente, bajo el supuesto de la existencia de estos dos planos, ajenos entre sí, donde uno, originario y constitutivo de lo humano, coexiste con ese otro, sobrevenido y accidental. La libertad radical del individuo que, entendida como posibilidad de

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absoluta autodeterminación, guía el proyecto emancipador de la modernidad, prima forzosamente sobre la dimensión social del sujeto, que si bien aparece como ineludible, no deja de resultar indeseable1. Late en sus diversas manifestaciones, desde sus formulaciones más tempranas a su culminación ilustrada, esta quiebra fundamental: por un lado, el anhelo de afirmar y conservar la soberanía del individuo, la libertad de la voluntad que resume su empresa; por otro, la constatación de la imposibilidad de esta voluntad para realizar sus designios en el espacio de confluencia con otras voluntades idénticamente absolutas. Desde este punto de vista, plantea un problema irresoluble toda vez que opone una naturaleza identificada con la espontaneidad volitiva del individuo a una sociabilidad necesaria, a la vez que limitadora de aquélla. Reconoce al individuo una omnivolencia sin su correspondiente omnipotencia, pues proclama su capacidad ilimitada de querer al tiempo que niega la posibilidad de su plena satisfacción2. Plantea, en definitiva, la difícil politicidad de un individuo apolítico, en tanto absoluto del otro y de lo otro, quien sólo puede percibir lo que está más allá de yo volente como un cercenamiento de su pretensión ilimitada de querer.

Con estas breves consideraciones preliminares se quiere poner de manifiesto cómo para el sujeto moderno, en su consus-

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tancial indeterminación desiderativa, no cabe en principio otra legitimidad que la de su insondable deseo. Cualquier legalidad, si entendemos ésta como determinación de un criterio del obrar emanada, ya de una instancia heterónoma, ya del objeto mismo en relación con el cual se haya el sujeto, atenta indefectiblemente contra una subjetividad autodeterminada que se quiere exenta de límite alguno. La libertad absoluta es el derecho originario hobbesiano que todo hombre tiene a todo, de modo que no cabe otra legalidad que el soberano acto de voluntad del sujeto, acto por entero libre, incompatible con cualesquiera coacciones o impedimentos exteriores3. Acto que, sin embargo, se disuelve en la sola potencia (no otra cosa es el sujeto) de la que es un producto ocasional y accidental, de manera que la concepción del individuo como pura potencia implica la disolución misma de cualquier determinación de un sujeto definido por su indeterminación4. De ahí que la utopía velada de la modernidad, y en particular de las doctrinas que radicalizan la libertad de la voluntad de un sujeto absoluto, sea la de prescindir de una legalidad que le es antitética, salvo que esta se comprenda como manifestación inmediata de esa voluntad subjetiva.

No ha de extrañar, en definitiva, que esta legitimidad cuyo fundamento radica en la autodeterminación volitiva del individuo, se cierre, al menos en principio, a una legalidad ordenadora de lo común. El rechazo de la comunidad política entendida como el espacio natural de desenvolvimiento de los hombres, concebida como el entramado de muy diversas relaciones intersubjetivas

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donde a aquéllos les es dado satisfacer sus necesidades y alcanzar sus fines, comporta la negación de sustrato objetivo alguno en el que justificar la legalidad. No hay un “ser en común” que pueda dar razón de un “deber ser común”; por el contrario, se afirma la coexistencia de sujetos absolutos entre sí que integran, librados a su espontaneidad volitiva, un perfecto desorden social. Esto es, un “no ser social”, en virtud del cual cualquier deber ser, cualquier vínculo o relación que se yuxtaponga a esa irrelación primigenia, aparece como una impostación meramente convencional, un aña-dido a un estado original (natural) de la voluntad, que sólo puede concebirse como un forzamiento de la misma.

En última instancia, se pone de manifiesto la imposibilidad de transitar del plano de lo individual a lo común, de la multitud a la unidad política y de los derechos al derecho. Así, sobre la base de una legitimidad que por definición excluye cualquier forma de legalidad, ésta nunca puede aspirar a conciliarse con aquélla. Una legalidad no constituida, sólo puede, entonces, constituirse ex novo por una voluntad imperante que impone su legalidad/legitimidad a las otras. Únicamente el nudo poder de una voluntad puede erigirse en el agente constituyente de la legalidad que expresa su genuino designio, siempre a costa de las voluntades ajenas y por medio de su sometimiento. No en vano el pensamiento político moderno hace de este concepto de sometimiento (o de los equivalentes de alienación y de renuncia), una constante en la que encuentra la vía de solución al problema de la constitución de la autoridad y del orden político, y no por casualidad buen número de autores se decanta en favor de una forma de gobierno autoritaria como último recurso para escapar al consustancial desorden del agregado social, natural, a la vez que insostenible en tanto generador de una guerra perpetua5. Donde no hay más allá

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de los solos sujetos nada que los ordene en el seno de una relación, en razón de la cual pueda darse a cada uno aquello que le corresponde, sólo la facticidad se erige como criterio de ordenación de los individuos en pugna. Criterio aleatorio, consistente en último extremo en la imposición de uno (o unos) sobre los otros, en aplicación de la fuerza que confiere a quien la ejerce en mayor medida, y mientras así la ejerce, el poder de realizar la voluntad absoluta del agente ordenador; pero, criterio, al fin y al cabo, que permite dotar de un orden, de algún orden, a lo de suyo caótico y desordenado.

Con todo, es evidente que este mecanismo no sortea el problema de la justificación del orden político, sino que, por el contrario, pone si cabe más de relieve las dificultades para superar la anomia social que presupone, sin con ello violentar la misma condición humana. Puesto que la imposición de un orden arbitrario emanado de una voluntad absoluta legisladora, conlleva necesariamente el sacrificio de la multitud de voluntades individuales, lejos de salvaguardarse la libertad de éstas (principio fundante de lo político), se incurre en la consecuencia contraria: su completa disolución por la vía del sometimiento. Por lo tanto, la legalidad, bajo este supuesto autoritario, expresa de manera ejemplar, salvo por cuanto se refiere al legislador soberano, su incompatibilidad con una legitimidad enraizada en la libertad de la voluntad (en rigor, de las voluntades). La pluralidad de los derechos originarios y su vocación ilimitada, cuyo ejercicio se muestra impracticable a riesgo de la mutua destrucción, se resuelve en un único derecho absoluto, del mismo modo que la pluralidad de las subjetividades jurídicas se pliegan a una única subjetividad jurídica absoluta, cuya ilimitada libertad legisladora, creadora y constituyente de toda legalidad, impera sobre el resto de las voluntades so capa de su supervivencia6. No cabe concebir mayor preterición de la legiti-

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midad, pues, que el de una legalidad del mandato que hace de la sumisión de la voluntad de los súbditos condición necesaria de la constitución de la sociedad política.

2. La apuesta del liberalismo: la restauración de los derechos como fundamento de lo político

Si la postulación de un soberano absoluto responde a la pertinencia de superar un estadio conflictivo que no sólo impide el pleno ejercicio del derecho originario de cada individuo, sino que, llevado al extremo, amenaza la misma vida y seguridad de los sujetos, resultando en una casi total enajenación de esos derechos individuales a un sujeto totalizante de lo jurídico, por su lado, las doctrinas moderadas de cuño liberal, aun cuando parten de los mismos presupuestos, representan el intento de evitar las consecuencias más penosas de esa fórmula autoritaria. Lejos de escapar a la tensión entre la afirmación de un estado de naturaleza expresivo de lo constitutivo del hombre y la necesidad de un estado civil cercenador del despliegue de aquél, este giro liberal supone fundamentalmente un intento de atenuación de los términos en que la institución política somete la pretensión ilimitada de los sujetos y organiza su coexistencia pacífica7.

Sobre la base de una común negación de lo común, de la compartida concepción del individuo apolítico y de la consiguiente ar-

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tificialidad de toda politicidad, la novedad que introduce el liberalismo consiste en propugnar una ampliación de la esfera de la autonomía individual y la correspondiente restricción del poder estatal. Con ello, renuncia...

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