Mercados, ciudadanía y derechos. La regulación de la inmigración laboral en Malasia y España

AutorBlanca Garcés Mascareñas
Páginas107-122

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Introducción

El concepto de Estado ha sido central en el discurso y análisis político. Aunque hasta los noventa el debate teórico sobre las migraciones internacionales ha dedicado escasa atención al papel del Estado y su influencia sobre el volumen y composición de la inmigración (Massey, 1999: 304-305), desde entonces parte de la literatura académica se ha centrado en los «muros» y «puertas» -usando los términos de Zolberg (1999)- que las políticas de inmigración han impuesto sobre los flujos migratorios. Una de las cuestiones principales de esta literatura ha sido el porqué de las políticas de inmigración, es decir, qué explica que los Estados opten por unas políticas u otras. Ante esta pregunta, se han tomado dos enfoques distintos. Unos autores (como Shughart et al. 1986; y Freeman, 1995) han puesto el énfasis en la sociedad y han dejado al Estado en la posición de simple broker que reacciona pasivamente a los diferentes grupos de intereses. Otros autores han explicado las políticas de inmigración como resultado del Estado mismo. Desde esta perspectiva, el Estado sería capaz de cierta autonomía independientemente de los intereses de la sociedad.

La pregunta, sin embargo, sigue sin responder: ¿a qué responden las políticas del Estado? ¿Qué intereses o qué aspectos reciben mayor prioridad? Mientras que en los primeros análisis de tradición marxista el Estado se entendió como pura maquinaria «al servicio del capital» (para un análisis crítico, ver Purcell y Nevins, 2005), trabajos más recientes han puesto de manifiesto los intereses contradictorios que determinan las políticas de inmigración desde el Estado mismo (por ejemplo, Calavita, 1992). En esta línea, Boswell (2007) ha desarrollado lo que define como una «teoría de los imperativos funcionales del Estado». Esta teoría parte de la asunción que el Estado debe llevar a cabo ciertas tareas que son puestas en cuestión (o tienden a contradecirse entre sí) en el campo de las políticas de inmigración. Boswell identifica cuatro tareas que tendría que cumplir el Estado liberal: 1) proveer de seguridad internacional e interna a los ciudadanos (lo que define como security); 2) contribuir al crecimiento económico (accumulation); 3) promover un patrón distributivo y proteger los privilegios de sus ciudadanos (fairness); y 4) preservar la democracia y la libertad (institutional legitimacy).

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De hecho, con esta perspectiva, Boswell desplaza la cuestión de partida. No se trata ya de determinar a quién o a qué responde el Estado con sus políticas de inmigración sino más bien examinar cómo el Estado logra conciliar estas demandas contradictorias (Boswell, 2007: 92). El presente artículo parte de esta misma cuestión. La diferencia principal con Boswell radica en la manera de identificar y nombrar los distintos «imperativos estatales». En lugar de «accumulation», el término mercados se refiere a la demanda de trabajadores inmigrantes por parte de los empleadores. En lugar de «security» y «fairness», el término de ciudadanía es utilizado para indicar la tendencia de los estadosnación a ser inclusivos y democráticos hacia el interior pero exclusivos y no-democráticos hacia el exterior (Brubaker, 1992: 21-34; Bader, 1995: 212; Joppke, 1999: 2). En otras palabras, se usa principalmente en su acepción de mecanismo de cierre hacia el exterior o hacia el extranjero u outsider. Finalmente, en lugar de «institutional legitimacy» recurro al término derechos. Mi preferencia por este término busca relacionar este estudio con la literatura (Hollifield, 1992; Guiraudon, 2000; Joppke, 2000; 2002) que discute hasta qué punto los derechos constriñen la capacidad de los Estados liberales en regular y controlar los flujos migratorios. La cuestión a resolver es pues la siguiente: ¿cómo logra el Estado conciliar las demandas contradictorias entre mercado, ciudadanía y derechos en lo que se refiere a la regulación de la inmigración laboral?

Revisando el trilema

El primer dilema a considerar es entre las demandas del mercado y de la ciudadanía. Por un lado, la demanda de trabajadores inmigrantes -que resulta de toda situación en la que las características de la oferta de trabajo amenazan los niveles de acumulación existentes o deseados (Portes, 1978: 471-482; Sassen-Koob, 1978: 516-518; Sassen, 1988: 27)- requiere de una política de puertas abiertas que permita la entrada de tantos trabajadores inmigrantes como sean demandados por los empleadores. Por otro lado, la dimensión exclusiva de la ciudadanía tiende a exigir restricciones en la entrada y estancia de los trabajadores extranjeros. La razón es la siguiente: en el contexto del estado-nación moderno, el mercado de trabajo (Zolberg, 1989: 410), el estado del bienestar (Walzer, 1983: 31; Freeman, 1986: 52; Joppke, 1998: 7; van Amersfoort, 2008: 7), el sistema democrático (Bader, 2005: 348) y/o la identidad y cultura nacionales (Kymlicka y Norman, 1994: 364) son percibidos como sistemas necesariamente cerrados u obligados a un cierto grado de protección hacia el exterior. Resulta pues evidente que lo que hace a los inmigrantes apropiados como mano de obra barata y flexible, los hace indeseables en tanto que miembros de las sociedades de recepción (Zolberg, 1989: 411).

Como he argumentado en otro lugar (Garcés Mascareñas, 2004), el dilema entre las demandas de apertura del mercado y las demandas de cierre de la ciudadanía ha sido históricamente resuelto (o se ha intentado resolver) con los programas de trabajadores invitados o guestworkers. Por un lado, estos programas han posibilitado importar tantos trabajadores como deseados por los empleadores. Por otro lado, la demanda de cierre ha sido satisfecha restringiendo la estancia en lugar de la entrada. Esto se ha hecho de dos maneras distintas: primero, restringiendo los derechos económicos, sociales y políticos de los trabajadores inmigrantes; y segundo, haciendo de su estancia algo puramente temporal. Podemos pues concluir que los programas de trabajadores invitados han resultado del compromiso estatal de mantener altos niveles de inmigración laboral mientras se avanzaba en la regulación de la inmigración y el cierre de las fronteras nacionales. Sin embargo, en las décadas de los setenta y ochenta, se llegó a la conclusión que estos programas habían fracasado al no haberPage 109nada más permanente que los trabajadores temporales (Martin, 2000). La permanencia de -no lo olvidemos, sólo parte de- los trabajadores invitados se ha explicado por el hecho de que los inmigrantes, en contraste con las mercancías y el capital, disponían de derechos (entre otros, de residencia) bajo las respectivas constituciones liberales.

Y es ahí donde entra el segundo dilema (o donde el dilema se convierte en trilema), esta vez entre las demandas impuestas desde la ciudadanía y las impuestas por los derechos. Mientras que la ciudadanía impone ciertas restricciones (si no en la entrada, sí en la estancia), los derechos civiles o derechos humanos parecen limitar la capacidad de los estados en excluir los extranjeros una vez en el país. Básicamente porque estos derechos no son definidos a partir de la ciudadanía sino que se atribuyen a los individuos en tanto que personas. En este sentido, diversos autores han concluido que las democracias liberales se encuentran limitadas por los derechos en su capacidad de controlar la inmigración (Hollifield, 1992, 2005; Joppke, 1998a, 1998b, 1999; Guiraudon, 1998, 2000, 2002). Como observaba Joppke en una frase aparentemente tautológica (1998b: 14), «la aceptación de inmigración no deseada es inherente a la liberalidad de los estados liberales»1. Más recientemente, desde una perspectiva un tanto distinta, Ruhs y Martin (2006) han señalado que la inmigración no cualificada representa un inevitable trade-off entre números y derechos. Su argumento es que como más derechos tengan los inmigrantes no cualificados, menos ventajosos (o deseables) son.

Ruhs y Martin señalan un elemento importante en relación al papel de los derechos en la regulación de la inmigración laboral. Siguiendo su argumento, parece que la presencia de los inmigrantes no cualificados es deseable siempre que su presencia sea limitada. Si los Estados liberales se encuentran obligados por su «liberalidad», esto implicaría que estos Estados se verían abocados a una política de números reducidos y derechos amplios (política de «low numbers and high rights»). Con la misma lógica, países con pocas limitaciones en términos de derechos (lo que comúnmente viene en llamarse países autocráticos o no democráticos), se inclinarían a admitir mayores flujos migratorios al disponer y poder aplicar mecanismos internos de exclusión. En otras palabras, en contraste con las llamadas democracias liberales, estos Estados podrían optar por una política de altos números y pocos derechos («high numbers and low rights»). Esta conclusión coincide, de hecho, con la tipología propuesta por Arango (2003: 3). Dejando de lado los llamados países tradicionales de inmigración (Estados Unidos, Canada, Australia y Nueva Zelanda), Arango distingue entre países democráticos y no democráticos. Mientras que los primeros reconocerían obligaciones morales y políticas para con los inmigrantes pero intentarían limitar los números de entrada, los segundos dejarían entrar un gran número de inmigrantes pero sólo en tanto que trabajadores temporales con derechos limitados.

Estas conclusiones conducen, de hecho, a dos nuevas cuestiones. La primera se refiere a las políticas de inmigración en las llamadas democracias liberales. Después del supuesto (aunque discutible) fracaso de los programas de trabajadores invitados de los cincuenta y sesenta, ¿hasta qué punto optaron los Estados liberales por una política de «bajos números» y «amplios derechos»? Si así es, ¿hasta qué punto esta política pudo funcionar en un contexto de importantes demandas de trabajadores inmigrantes? En otras palabras, ¿pudieron las democracias liberales olvidar el factor mercados con tal de cumplir con las demandas de cierre de la ciudadanía y los constreñimentos impuestos por los derechos? La segunda cuestión se refiere a los Estados no liberales oPage 110autocráticos. ¿Hasta qué punto pudieron no sólo optar sino también implementar una política de «derechos limitados»? ¿Y si aceptamos que en estos países la estancia y derechos de los inmigrantes puede restringirse sin problema, hasta qué punto esto quiere decir que consiguieron convertir a los inmigrantes en pura mano de obra temporal? ¿Pudieron realmente (no sólo en la ley sino también en la práctica) abrir la entrada y restringir la estancia? Y finalmente, hasta qué punto esto quiere decir que, en contraste con las llamadas democracias liberales, estos Estados sí son capaces de resolver el dilema, si es que hay un dilema, entre mercados y ciudadanía?

La comparación entre España y Malasia permite dar respuesta a estas preguntas. En primer lugar, el análisis de las políticas de inmigración en ambos países desde la década de los ochenta hasta la actualidad permite considerar cómo los Estados español y malasio respondieron a las demandas de trabajadores extranjeros. En particular, el objetivo es ver hasta qué punto estamos delante de dos modelos tan distintos. En segundo lugar, esta comparación permite explorar la relación entre mercados, ciudadanía y derechos. Más en concreto, se trata de ver cómo dos Estados radicalmente diferentes en términos de ciudadanía y derechos responden a una demanda similar de trabajadores extranjeros. El objetivo final es revisar hasta qué punto, como parecen asumir la mayoría de académicos occidentales, un Estado liberal democrático como el español responde a las demandas de cierre de la ciudadanía en un contexto de derechos amplios para los inmigrantes; y, en contraste, hasta qué punto puede un estado autocrático como el malasio llevar a cabo una política que responda simultáneamente a las demandas de apertura y cierre en un contexto de derechos limitados. Estas dos cuestiones, y otras derivadas, se abordan en el presente artículo a modo de conclusión. Más que una descripción de ambos modelos, este artículo debe entenderse como un reflexión sobre la comparación misma.

Números versus derechos

Un rápido análisis de las políticas de entrada de los últimos veinte años nos llevaría a la conclusión de que, efectivamente, el Estado malasio ha optado por una política de altos números y derechos limitados. Al estilo de cualquier programa de trabajadores invitados, el Estado malasio no ha restringido la entrada de los trabajadores inmigrantes pero sí su tiempo de residencia, posición en el mercado de trabajo y derechos sociales y laborales. En Malasia han entrado cuantos se han necesitado y se han necesitado muchos. Las limitaciones no se han dado en la entrada sino una vez dentro en la estancia. En contraste, el Estado español optó hasta 2005 por una política especialmente restrictiva en la entrada. Aunque las demandas de trabajadores extranjeros fueron creciendo a lo largo de los noventa y se presentaron de forma especialmente aguda en la primera mitad de los 2000s, el gobierno no respondió con una política de inmigración acorde. En este sentido, podríamos concluir que, en contraste con Malasia y los países nordeuropeos en las décadas de los cincuenta y sesenta, en España hubo un claro contraste entre economía y política migratoria. La tan celebrada frase de Berger (2002: 87), «a quien posea las máquinas, le serán dados los hombres», parecería así no haber aplicado en el caso español.

Para explicar la política de altos números en Malasia tendríamos que referirnos no sólo al papel de los empleadores en el proceso de elaboración de las políticas sino también al proyecto desarrollista del propio estado malasio. En particular, es importante tener en cuenta que con la New Economic Policy (1971-1990) el gobierno malasio pretendió reestructurar la sociedad colonial mediante la promoción del crecimiento económico. Sin embargo, la NEP tuvo efectos contradictorios sobre el mercado de trabajo: mientras que los programas sociales buscaron promover a los malayos (vis-à-vis los malasios de origen chino e indio) a una posición más favorable den-Page 111tro del mercado de trabajo, el crecimiento económico continuó dependiendo del acceso a mano de obra barata. En este contexto, hubo un consenso generalizado sobre la necesidad de recurrir al empleo de trabajadores inmigrantes. En contraste, en España las políticas se diseñaron sobre prioridades muy distintas. En primer lugar, la demanda de cierre fue determinada por las exigencias de la CEE (López Sala, 2000: 258). En segundo lugar, dado que el desempleo era más del 20 por ciento a mediados de los 1990s, las políticas de inmigración (en la práctica más que en lo escrito) tendieron a garantizar la protección de los trabajadores nacionales por encima de las demandas de los empleadores (Aparicio Wilhelmi y Roig Molés, 2006: 149). Finalmente, parte de lo restrictivo de las políticas de inmigración en España debe entenderse también en relación al mal funcionamiento de las políticas y, más concretamente, a la lentitud de los procedimientos y al mito de la políticamente clamada contratación en origen (CES, 2004: 132).

Concluir que Malasia se caracterizaría por una política de entrada abierta mientras que España por una política restrictiva significaría, no obstante, quedarse en la superficie o, más en concreto, analizar la política escrita y su implementación sin tener en cuenta sus efectos. Esta distinción es especialmente importante para el caso español. En Malasia las políticas de inmigración tuvieron como resultado lo que profesaban, es decir, muchos inmigrantes y muy pocos derechos. En contraste, en España, a pesar de lo restrictivo de las políticas de inmigración, los inmigrantes acabaron entrando igualmente. Como se ha señalado frecuentemente -desde la academia2a los propios stakeholders (empezando por los principales partidos políticos)- el desajuste entre la demanda de trabajadores inmigrantes y políticas particularmente restrictivas llevó a la creación de un verdadero modelo de inmigración ilegal. Si nos fijamos en como la demanda de trabajadores inmigrantes fue cubierta en la práctica, concluiríamos entonces que, también en España, la demanda de trabajadores inmigrantes desembocó en una situación de altos números y derechos limitados. Altos números en el sentido de que, volviendo a la frase de Berger, los que «poseían máquinas» obtuvieron «hombres». Derechos limitados en el sentido de que, en tanto que «ilegales», los trabajadores inmigrantes entraron y trabajaron sin existir legalmente, es decir, sin disponer de mínimos derechos sociales y laborales, y sin que su estancia les pudiera dar acceso a la residencia permanente o la nacionalidad (ver, por ejemplo, Zapata- Barrero et al., 2009: 7). Es decir, como en el caso de los trabajadores inmigrantes en Malasia, en España también entraron pero una vez dentro siguieron social, laboral y simbólicamente fuera.

Un análisis conjunto de las políticas de entrada y los programas de regularización nos llevaría, de hecho, a una conclusión similar aunque con un último matiz. En España los programas de regularización funcionaron durante mucho tiempo como la verdadera política de entrada. Hasta el 2005 la entrada legal (como trabajador inmigrante) era tan dificultosa que era práctica habitual entrar, permanecer y trabajar ilegalmente, y finalmente regularizarse. En este sentido, podríamos concluir que, mientras que las políticas de entrada fueron especialmente restrictivas, los mecanismos de regularización acabaron haciendo de la entrada algo relativamente abierto. No obstante, la entrada vía regularización ha sido siempre diferida: sólo si se había sido ilegal podía optarse a la regularización. Hacer de la ilegalidad un requisito para la legalidad significó que los que entraron tuvieron que hacerlo con muy pocos dere-Page 112chos. Como decíamos, estamos pues delante de una política de altos números y derechos limitados. La diferencia es que, en este caso, una vez regularizados y tras unos primeros años de residencia condicionada, la mayoría de inmigrantes acabaron obteniendo la residencia permanente e incluso la nacionalidad. En otras palabras, a largo plazo, la política de regularizaciones acabó llevando a una situación caracterizada por altos números y amplios derechos.

Finalmente, para acabar de caracterizar el modelo español, el año 2005 representó un cambio de política importante (Cachón, 2009: 141). Junto con un último proceso de regularización que casi alcanzó las 700,000 solicitudes, el gobierno optó finalmente por una política de entrada relativamente abierta. El principal motivo, como venía proclamándose repetidamente desde el gobierno (de partidos políticos distintos) en los últimos años, era llegar a canalizar la inmigración de forma legal para reducir así la inmigración ilegal. De hecho, la combinación de inmigración ilegal y procesos periódicos de regularización no podía seguir ad infinitum sin con ello no minar la legitimidad del Estado en su función de regular los flujos migratorios. En consecuencia, con tal de evitar lo que podríamos definir como continuas correcciones de un sistema migratorio que no funcionaba, el gobierno optó finalmente por una política de entrada que fuera más acorde con las demandas de trabajadores inmigrantes. El resultado fue una política de altos números y derechos (y residencia) condicionados que, con los años, acabó llevando también a una situación caracterizada por altos números y amplios derechos.

Conciliando el trilema

En la práctica, tanto en el caso de Malasia como en España estamos delante de una política de «altos números». Esto significa que, en ambos casos, es el mercado quien manda.

Repitiendo la expresión de Berger, tanto en Malasia como en España, aquéllos que «poseían máquinas» dispusieron siempre de «hombres». Esta conclusión coincide con lo apuntado por otros autores respecto a países «sin inmigración» o, mejor dicho, que no es lo mismo, «con políticas de inmigración cero» (Groenendijk & Hampsink1994; de Lange, 2007). En todos estos casos, los empleadores siempre encontraron la manera (directa o indirecta, explícita o implícita) de acceder a sus trabajadores. La pregunta que cabe responder entonces es, primero, cómo esta dominancia del factor mercado afectó, se concilió, trasformó o se adaptó a las demandas de cierre de la ciudadanía y a las limitaciones impuestas por los derechos. Y, segundo, hasta qué punto dos Estados distintos, con características distintas en términos de ciudadanía y derechos, fueron marcados por constreñimientos o dilemas distintos.

En Malasia las demandas de cierre para con los vecinos indonesios empezaron a tomar dimensiones relevantes cuando los inmigrantes indonesios empezaron a desplazarse a las zonas urbanas y sobre todo a aquellos sectores económicos reservados a los trabajadores nacionales. En contraste con lo que afirma Sadiq (2005), para quien una ciudadanía débilmente institucionalizada haría la distinción entre ciudadanos y no-ciudadanos prácticamente carente de sentido en el caso malasio, las fronteras (en la Península de Malasia) fueron cerrándose a medida que la inmigración empezó a percibirse como una amenaza a los programas de re-estructuración social y, muy particularmente, a la promoción socioeconómica de los malayos. Esta demanda de cierre, en combinación con importantes y reconocidas demandas de trabajadores, es lo que explicaría el establecimiento de un programa de trabajadores invitados a principios de los 1990s. Al estilo de cualquier programa de guestworkers (ver Garcés-Mascareñas, 2004), esta política pretendía conciliar la demanda de trabajadores extranjeros y la demanda de cierre mediante la apertura de laPage 113entrada y la limitación (en derechos y tiempo) de la estancia.

En España, las políticas de inmigración dieron prioridad hasta 2005 a las demandas de cierre. Si analizamos exclusivamente las políticas de entrada, coincidiríamos con Joppke (1998: 19-20) al decir que en España, al igual que en el resto de Europa, las políticas de inmigración han sido definidas desde el «interés nacional restrictivo». No obstante, el contraste entre política y economía migratoria acabó dando lugar a un verdadero modelo de inmigración ilegal. Esto tiene, de hecho, dos implicaciones importantes. En primer lugar, esto significa que los inmigrantes siguieron entrando y que las demandas de trabajadores inmigrantes pudieron ser cubiertas a pesar de las políticas de inmigración. En segundo lugar, si se quería re-establecer el control estatal sobre los flujos migratorios, se tenía que reconocer la presencia de estos inmigrantes (vía regularizaciones) y canalizar legalmente la entrada de los próximos (con políticas de entrada más abiertas). Esto implica que, a la larga, los mercados acabaron determinando no sólo los flujos migratorios sino también las políticas de inmigración. En contraste con Malasia, sin embargo, esta apertura en la entrada no fue acompañada de la exclusión total e indefinida del inmigrante. Básicamente porque, dado el papel de los derechos en las democracias liberales, los inmigrantes acabaron siendo finalmente reconocidos como miembros legítimos de la comunidad.

La importancia de los derechos en el contexto español tiene que ver, como han apuntado Hollifield, Joppke y Guiraudon en relación a Europa del Norte, con la presencia de un poder judicial independiente y su capacidad de limitar el Estado en su intento de excluir a los inmigrantes una vez dentro. Sin embargo, en contraste con lo que sugiere Guiraudon (1998, 2000), la mayoría de derechos sociales no se consiguieron tras «las puertas cerradas de la burocracia y los tribunales». El proceso político, como sostiene Freeman (1995) para el caso de Estados Unidos, jugó también un papel importante. Parte de los derechos para con los inmigrantes se obtuvieron vía nuevas políticas y leyes de inmigración que surgieron no sólo del Congreso sino de un debate político que empezó precisamente fuera, desde el Defensor del Pueblo, partidos de la oposición, organizaciones sociales y de inmigrantes, y sindicatos. En este contexto, sería erroneo pensar, como hace Freeman, que la posición del Estado ha sido neutra o que simplemente ha dado respuesta a los distintos grupos de intereses. La propia legitimidad del Estado dependía de poder garantizar estos derechos. En otras palabras, no es que el Estado «respondiera» a aquellos grupos mejor organizados. Es que, ante aquéllos que le pedían mayores derechos para los residentes extranjeros o una mayor igualdad legal entre extranjeros y ciudadanos, al Estado no le quedó otra alternativa que aceptar.

No obstante, sería falso concluir que en Malasia los inmigrantes pueden ser y son objeto de exclusión mientras que en España su situación se caracterizaría por la inclusión legal. En ambos casos hay matices importantes y son precisamente estos matices los que distinguen (o en los que se distancia) esta investigación de la literatura académica (principalmente, Hollifield, Joppke y Guiraudon) que enfatiza el papel de los derechos en las democracias liberales. Muchos de estos autores asumen (porque no han hecho investigación en estos países) que los Estados autocráticos o no democráticos escaparían del factor derechos «porque hay menos constreñimientos legales o institucionales en el comportamiento de los estados con respecto a los extranjeros» (Hollifield 2002: 11). Un estudio rápido de las políticas de inmigración en Malasia confirmaría de hecho esta conclusión: a diferencia de España, las políticas de inmigración en Malasia pueden inmovilizar a los trabajadores inmigrantes, hacerlos dependientes de sus empleadores y convertir su estancia en puramente temporal (verPage 114Garcés-Mascareñas, 2006). Sin embargo, si nos fijamos en cómo estas políticas funcionaron en la práctica, queda en evidencia que las restricciones sobre los derechos de los inmigrantes han tenido también sus límites en Malasia. Estas restricciones no fueron impuestas por lo legal o lo político sino más bien por los inmigrantes mismos al escapar del control estatal vía el recurso a la ilegalidad. En otras palabras, estas políticas no fueron puestas en tela de juicio pero sí impugnadas directamente por las prácticas de los propios inmigrantes.

En el caso de España, no debemos olvidarnos que sólo en última instancia estamos delante de una política de «amplios derechos». Primero, dado el desajuste entre política y economía migratoria, la mayor parte de la inmigración hacia España se dio de forma ilegal. Aquí tenemos que hablar pues de «derechos limitados», en el sentido de que los inmigrantes ilegales son semi-reconocidos en lo social y no reconocidos en lo laboral y su estancia no les da acceso a permanecer indefinidamente como residentes permanentes o ciudadanos. Aunque distintas sentencias judiciales y consecutivas modificaciones de la ley de extranjería ampliaron los derechos de los inmigrantes ilegales, en términos generales su situación se ha caracterizado por la vulnerabilidad legal, social y laboral. Segundo, en los primeros años de residencia, los inmigrantes han obtenido sólo derechos y residencia condicionada. La residencia legal ha dependido en los primeros cinco años de la integración formal y efectiva en el mercado laboral. Aunque los derechos de los inmigrantes legales fueron ampliándose a lo largo de los noventa, esta dependencia no ha hecho sino hacer de la legalidad (y sus derechos asociados) un status condicionado al trabajo formal y, en consecuencia, dados los altos grados de informalidad de la economía española, cambiante y precario.

En resumen, tanto en Malasia como en España, la entrada ha sido determinada por los mercados. En ambos casos han entrado cuantos se han «necesitado». Ante esta situación, caracterizada (explícita o implícitamente, directa o indirectamente) por lo que podríamos llamar «fronteras abiertas a los trabajadores inmigrantes», ambos estados han intentado limitar el acceso a la residencia. La diferencia principal radica en el tiempo: mientras que en Malasia esto se ha intentado hacer de forma total e indefinida, en España esta exclusión sólo ha sido posible de forma parcial y temporal. En ambos casos, pues, el factor ciudadanía ha llevado a formas de exclusión desde dentro. Sin embargo, en el caso de España, la posibilidad de exclusión indefinida (tanto respecto a los inmigrantes legales como a los ilegales) se ha visto restringida por los derechos. En el caso malasio, ni el proceso legal ni el político han puesto límites al poder estatal en controlar y limitar la presencia de los inmigrantes en el país. En este sentido, daríamos razón a Hollifield cuando afirma que los estados no-democráticos se encuentran menos limitados. Sin embargo, pensar que sin límites legales o políticos no hay límites es pensar exclusivamente como «la pensée d'état». También en Malasia aplica la frase de Max Frisch, «el gobierno pidió trabajadores y llegaron seres humanos». En este caso la humanidad de los trabajadores inmigrantes no ha sido reivindicada por los tribunales o por los actores sociales y políticos sino más bien por los inmigrantes mismos al impugnar la ley con su ilegalidad.

La ilusión de la gestión migratoria

Decíamos anteriormente que en la década de los setenta u ochenta se llegó a la conclusión generalizada de que los programas de trabajadores invitados habían fracasado puesto que no había nada más permanente que los trabajadores inmigrantes temporales. Desde entonces, la mayoría de investigaciones en el Norte de Europa se han centrado en la inmigración familiar y de refugiados o en los procesos de integración. Cuando se haPage 115hablado de inmigración laboral, se ha tendido a analizar exclusivamente las políticas de entrada y a olvidar el efecto que estas políticas han tenido sobre los flujos migratorios y cómo se han combinado con otras medidas como, por ejemplo, los programas de regularización. Si tomamos el todo, es decir, las políticas de entrada y sus efectos, y las políticas de entrada en combinación con los procesos de regularización, el escenario que aparece es muy distinto al «imaginado» desde el Estado y a menudo también desde las ciencias sociales y políticas. Si pensamos que, para el caso de España, la situación podría definirse en términos de «fronteras abiertas a los trabajadores inmigrantes» y exclusión parcial durante los primeros años de residencia, el resultado no es tan distinto al de los conocidos (y varias veces declarados «muertos») programas de guestworkers.

Una diferencia importante entre pasado y presente en Europa es que en el pasado la exclusión parcial y temporal de los trabajadores inmigrantes fue parte de una política explícita, mientras que en las últimas décadas ha resultado en parte de sus efectos, es decir, de lo que no está escrito. Y esto nos lleva, de hecho, a otra diferencia importante: como ya dijimos anteriormente, en tanto que no explícito o no escrito, esta política ha corrido el riesgo de minar la legitimidad del estado en su función de controlar los flujos migratorios. En contraste con el pasado, no siempre se ha tratado de una política consensuada a tres partes (Estado, empleadores y sindicatos) o con amplio apoyo social y político. Se ha tratado más bien de los efectos de una política que «quiere y no puede» y que, en consecuencia, tiene que estar en constante revisión a través de regularizaciones periódicas. Esto, de hecho, explicaría porque en 2005 el gobierno español decidió optar por una política de entrada más abierta que permitiera, finalmente, lograr un cierto control y regulación estatal de los flujos migratorios.

A pesar de estas diferencias, la gran similitud entre pasado y presente en Europa es la tensión entre la demanda de trabajadores inmigrantes y la demanda de cierre. También encontramos parecidos en el resultado de esta tensión. Tanto en el caso de los programas de guestworkers europeos como en las últimas décadas en España -con un modelo que ha combinado la ilegalidad con los programas de regularización y, posteriormente, la entrada legal con una residencia condicionada- estamos delante de una política caracterizada básicamente por números altos, derechos limitados o condicionados y amplios derechos a largo término. La primera parte de la ecuación (números altos y derechos limitados o condicionados) resulta de tomar a los inmigrantes como puros «trabajadores temporales». En este sentido, las similitudes con el caso malasio son claras. En los tres casos, la entrada de los inmigrantes ha sido autorizada para trabajar de forma temporal; los inmigrantes han sido por tanto extranjeros «invitados» de un Estado que los ha definido ante todo como trabajadores; y finalmente, se ha esperado que estos inmigrantes volvieran a sus países de origen una vez finalizados los contratos o al final del crecimiento económico que los llevó al país. En resumen, tanto en el pasado como en las últimas décadas en España y Malasia, los Estados han partido de la ilusión que la inmigración era una cuestión económica y que los inmigrantes eran «mercancías» que podían gestionarse, importarse y exportarse, según se deseara.

La segunda parte de la ecuación (amplios derechos a largo término) resulta, como vimos, de las limitaciones impuestas por el sistema legal y político. La conclusión aquí es la siguiente: no es que los inmigrantes no hayan podido ser excluidos en el contexto de una democracia liberal, es que sólo lo han podido ser de forma parcial y temporal. Esta es la gran diferencia con Malasia, donde sí han podido ser excluidos total e indefinidamente. Sin embargo, en Malasia el intento de hacer de los trabajadores extranjeros pura mercancía a importar y exportar tampoco ha resultado. También ahí la ilusión de la inmi-Page 116gración como una cuestión económica a gestionar por el Estado ha sido desafiada por el hecho de que «llegaron seres humanos». Mientras que en el caso Europeo (tanto con los programas de guestworkers como en España durante las últimas décadas) esta humanidad de los trabajadores inmigrantes se ha traducido a medio o largo plazo en residencia permanente, en el caso malasio esta humanidad se ha traducido en ilegalidad. Podríamos preguntarnos hasta qué punto ambos resultados podrían explicarse por el contexto político y el papel de los derechos. Es decir, para ser más concretos, hasta qué punto la ilusión de que la inmigración es un asunto económico «a gestionar» no se traduce a largo término en inmigración permanente en las democracias liberales y en inmigración ilegal en los países con Estados no-liberales?

Europa sería el ejemplo perfecto de lo primero. Los países del Golfo Pérsico y otros países del Sudeste Asiático serían un ejemplo de lo segundo. Como en el caso de Malasia, diversos estudios han puesto de manifiesto como en muchos de estos países la ilegalidad ha acabado siendo un recurso para escapar al control estatal (por ejemplo, ver Moors y De Regt, 2008: 163). Mientras que estos ejemplos confirmarían la relación entre derechos y determinados resultados de las políticas, también hay casos que la contradicen. Estados Unidos es, en este sentido, paradigmático. Como en el caso español, Estados Unidos ha tenido una política muy restrictiva para con los inmigrantes no-cualificados a pesar de la demanda de trabajadores inmigrantes. Como en el caso español también, esto ha resultado en un modelo de inmigración ilegal (ver Cornelius, 2005: 789). No obstante, en contraste con España, en las últimas décadas no ha habido procesos de regularización. En consecuencia, el resultado ha sido una situación de indefinida ilegalidad en una supuesta democracia liberal. Por otro lado, Taiwan y Singapore serían ejemplos que casi harían pensar que la «ilusión» de la gestión migratoria sí es posible en algunos lugares. En ambos casos el Estado parece haber conseguido regular y controlar la inmigración laboral tanto en la entrada como en la estancia y el retorno (ver, por ejemplo, Lu 2008). Aquí cabría preguntarse hasta qué punto este «éxito» de las políticas de inmigración tiene que ver con un mayor balance entre mercados y ciudadanía en un contexto sin derechos. O hasta qué punto, dada su condición insular y sus dimensiones, la geografía a solas explicaría en su mayor parte la diferencia.

Produciendo ilegales

La inmigración ilegal se ha tendido a explicar como un fenómeno que pasa a pesar de las políticas de inmigración y los Estados. Desde esta perspectiva, muchos académicos han llegado a la conclusión que factores socioeconómicos hacen difícil, sino imposible, implementar políticas restrictivas de forma exitosa. La siguiente conclusión es que los Estados han fracasado en el intento de controlar los flujos migratorios o que los flujos migratorios están mucho más allá de la capacidad de control de los Estados (Cornelius et al., 2004). En contraste con este análisis, la presente investigación pone en evidencia como la inmigración ilegal no es un fenómeno independiente que simplemente ocurra a pesar de las políticas y los Estados. Mientras que los flujos migratorios están efectivamente motivados por la demanda de trabajadores inmigrantes en las sociedades de recepción, o las disparidades económicas o lazos sociales e históricos entre unos países y otros, estos factores no explican a solas porqué una parte importante de estos flujos se da de forma ilegal. En otras palabras, la opción (o la posibilidad) de inmigrar legal o ilegalmente no se puede entender sin tener en cuenta el Estado y sus políticas de inmigración. No sólo porque el Estado define quién puede entrar y quién no, sino también porque el Estado y sus políticas de inmigración producen ilegalidad.

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Por producción estatal de ilegalidad no quiero decir, como observan algunos autores (por ejemplo, Calavita, 2005), que el no reconocimiento legal de los inmigrantes ilegales y de su trabajo resulta de la intención de crear una fuerza de trabajo barata y flexible. Es cierto que las fronteras pueden tener este resultado. Como observa Sassen (1988: 37), las fronteras facilitan «la extracción de mano de obra barata asignando status criminal a una parte de la clase trabajadora: los inmigrantes ilegales». El caso de España es un claro ejemplo de ello. No obstante, la producción estatal de ilegalidad es mucho más que esto. En concreto, tiene que ver con la tensión insoluble entre la demanda de trabajadores inmigrantes y la demanda de cierre. Este dilema se intentó resolver, tanto en Malasia como en España, con la referida «ilusión de la gestión migratoria», es decir, con el convencimiento y propósito que los trabajadores inmigrantes podrían «importarse», controlarse, limitarse y, en caso necesario, «exportarse» según se quisiera. Sin embargo, los trabajadores inmigrantes nunca han sido una mercancía. En ninguno de los dos casos, con o sin derechos, el Estado consiguió mercantilizarlos. El primer y principal resultado de este intento «fallido» ha sido la creación del inmigrante ilegal o, lo que otros autores llamarían un gap importante entre políticas y outcomes (Cornelius et al., 2004).

En el caso malasio, la ilegalidad ha resultado, en primer lugar, de una frontera burocratizada y comercializada. Entrar en Malasia ha implicado la tramitación y pago de un sinfín de papeles tanto en los gobiernos de los países de origen como en las embajadas malasias. Además, la existencia de una cadena de intermediarios no ha hecho sino aumentar los costes de un viaje que, para los que están justo ahí al otro lado de la frontera, resultan exorbitantes y prescindibles. Como consecuencia de esta burocratización y comercialización de la frontera, la entrada ilegal ha representado para los que estaban cerca una vía mucho más rápida y barata. En segundo lugar, el control sobre los trabajadores inmigrantes una vez dentro ha colisionado, por un lado, con los intereses de los empleadores, que a menudo desearían una mano de obra mucho más flexible y a la vez permanente, y, por el otro, con la resistencia de los inmigrantes a convertirse en pura mano de obra cautiva sujeta al control estatal.

En el caso de España, la producción estatal de ilegalidad resultó de dos procesos distintos. En primer lugar, el desajuste entre la economía y la política de inmigración desembocó en un verdadero modelo de inmigración ilegal. Este desajuste tiene que ver con el peso del «interés nacional restrictivo» pero también con una burocracia que no supo dar respuesta a las crecientes y «inesperadas» demandas de entrada (Izquierdo, 2001: 134; Arango y Jachimowicz, 2005: 257-269). En segundo lugar, la política de regularizaciones redujo y produjo ilegalidad. Si bien cada regularización fue lanzada con el objetivo de poner el contador de la ilegalidad a cero, de cada regularización surgió nueva o repetida ilegalidad. Básicamente porque mientras que hasta 2001 el tiempo de residencia y no el trabajo fue el principal requisito de regularización, en la primera renovación al cabo del año el trabajo y no la residencia se convertían en la condición básica para mantener la legalidad. Lo que acabó creando ilegalidad fue pues la combinación de una relativa (aunque diferida) entrada abierta vía regularizaciones y el mantenimiento de una estancia condicionada. En otras palabras, la ilegalidad (o lo que se ha venido en llamar «recaída en la ilegalidad») resultó de la combinación de una política de regularizaciones sobre residentes y una política de renovaciones que consideraba exclusivamente trabajadores con trabajo (formal) (Cabellos Espiérrez y Roig Molés, 2006: 116).

Se podría alegar que toda regulación implica un fuera, es decir, que toda legalidad lleva en si misma ilegalidad. Aunque esto es cierto, mi argumento intenta ir un poco más allá. En concreto, este estudio muestra comoPage 118es precisamente «la ilusión» de considerar y tratar los inmigrantes como trabajadores, como fuerza de trabajo que se puede importar, limitar y exportar según se desee, lo que produce esta ilegalidad. Simplemente porque la condición de los inmigrantes va mucho más allá de la de simple «bracero» o de la de simple mercancía sobre la que imponer barreras, aranceles y límites. Esto no quiere decir que las fronteras o el control estatal no importen. De hecho, la propia ilegalidad es prueba de su existencia y relevancia. Significa más bien que la ilegalidad, y este es mi principal argumento, no debe explicarse desde fuera sino desde dentro, desde la propia política de inmigración y desde las contradicciones que subyacen el estado-nación en un contexto de demanda de trabajadores inmigrantes. La perspectiva histórica es, en este sentido, clarificadora. Si comparamos los casos de Malasia y España con las primeras formas de transferencia mundial de mano de obra (básicamente hacia las colonias), destacan tres grandes diferencias que muestran porqué las demandas de trabajadores inmigrantes tienden a producir ilegalidad en el contexto de los estados-nación modernos.

En primer lugar, durante la época colonial, nunca se dio el contraste que se puede dar actualmente (como es el caso de España) entre política y economía de la inmigración: en caso de demanda de mano de obra extranjera, hubo siempre transferencia de trabajadores. En segundo lugar, aunque se trató básicamente de trabajo forzado o migración forzada, fue una inmigración que llegó para quedarse. Los esclavos pertenecían a sus empleadores hasta el final de sus vidas y los coolies solían permanecer tras la finalización de sus contratos. En tercer lugar, aquellos que emigraron fuera (o se salieron) del sistema regulado por el Estado (como los chinos en Malaya) no fueron situados fuera de la ley. En otras palabras, la irregularidad (fuera del sistema regular) no significaba ilegalidad (ver Garcés-Mascareñas, 2008). Estas tres diferencias, el hecho que se dejaran entrar cuantos se necesitaban, de forma indefinida y tanto regular como irregularmente (dentro o fuera del sistema estatal de reclutamiento), se explican básicamente porque la presencia de estos «trabajadores» (tanto los que entraron regularmente como los que entraron irregularmente) nunca puso ningún desafío a la comunidad. Su presencia no les daba acceso a ella. Precisamente por eso pudieron llegar cuantos se necesitaron y para siempre.

En contraste, la soberanía nacional llevó a identificar comunidad con territorio. En consecuencia, la presencia de extranjeros en el territorio se vio como una amenaza potencial a las fronteras económicas, sociales, políticas y culturales del estado-nación. En este contexto, los inmigrantes han sido a menudo percibidos como competidores desleales en el mercado de trabajo, como carga del estado de bienestar, como votantes no legítimos o como extraños en lo cultural. Como decíamos al principio, «la tendencia hacia la inclusión universal dentro de los estados-nación está intrínsecamente ligada con la exclusión sistemática de aquéllos categorizados como nomiembros, no-ciudadanos o extranjeros» (Bader, 1995: 212). En los dos casos aquí analizados la cuestión ha sido cómo conseguir esta exclusión en un contexto de importantes demandas de trabajadores inmigrantes. En Malasia se intentó imponer esta exclusión desde dentro: que entraran cuantos quisieran pero que su espacio dentro del país quedara limitado física y temporalmente. En España, la exclusión se impuso en la entrada y en los primeros años de residencia. Sin embargo, tal como muestra este estudio, este equilibrio entre inclusión y exclusión ha sido siempre precario. En Malasia porque en la práctica no ha sido tan fácil limitar la presencia de los trabajadores inmigrantes. En España porque los mercados no han querido prescindir de ellos y porque éstos se siguieron quedando incluso cuando no cumplieron con su función asignada de trabajadores con trabajo formal. En ambos casos, es precisamente este equili-Page 119brio siempre frágil entre inclusión y exclusión lo que explicaría, en última instancia, la ilegalidad de los inmigrantes.

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[1] Las citas originalmente en inglés son traducción de la autora.

[2] Sin pretensión de exhaustividad, ver Izquierdo, 1996: 37; 2004: 83; Mayeur, 1997: 10; Tamayo and Delgado, 1998: 18; King and Rodríguez-Melguizo, 1999: 66; Watts, 1999: 136; Subirats and Badosa, 2001: 3; Solanes, 2001: 82; 2003: 2; Massó, 2003: 46; Cornelius, 2004: 393; Arango and Sandell, 2004: 25; Calavita, 2005: 12; Delgado Godoy, 2006: 5; Finotelli, 2007: 3.

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