Participación del menor en la determinación de su propio interés

AutorFrancisco Rivero Hernández
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Civil
Páginas171-207

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1. Relevancia de la personalidad del menor, y su protagonismo como sujeto de derecho
1.1. «Descubrimiento» de la personalidad del menor Consecuencias

Hasta tiempos recientes fue tratado el menor de edad como un sujeto desprovisto de una aptitud y capacidad relevante para decidir per se en sus asuntos e incumbencias personales, y salvo algunos actos de tipo patrimonial a los que se concedía eficacia -quizá mejor: que no eran declarados ineficaces-, en todo lo demás quedaba sometido a las decisiones de sus representantes legales. Obviamente, no dejaba de ser sujeto de Derecho, pero sí era, en alguna medida, y en cuanto a sus actos e intereses, objeto de decisiones ajenas, donde otros decidían acerca de todo lo suyo por él.

Esos planteamientos y régimen han cambiado notablemente bajo el influjo de nuevas ideas y valores ético-sociales (dignidad de la persona, libre desarrollo de la personalidad, autonomía y autorrealización individual), y, como tengo dicho, cada día da el Derecho (como la Psicología, la Pedagogía y disciplinas complementarias) más relevancia a la personalidad del menor y a esa fase de su vida, la niñez, la primera juventud, tan decisivas en la afirmación de su identidad en un ambiente lo más feliz posible, sin traumas, y en la formación de su personalidad futura -a Page 172 lo que no son ajenas las ideas y hallazgos de Freud 1-. Se ha puesto también de relieve la importancia que tiene en la formación de su personalidad el ámbito de lo inconsciente (afectos, complejos, frustraciones), lo no racional a que me he referido más de una vez. Todo ello se produce no sólo en un plano general y al alto nivel de los principios, sino en el de las instituciones, relaciones jurídicas, derechos y normas concretas, donde el centro de gravedad de la atención y preocupación por los menores se ha desplazado de lo patrimonial a lo eminentemente personal. Ahí están la exigencia de su consentimiento para la adopción (desde los doce años), o para actos médicos desde los dieciséis años (art. 9.3-c, ley 41/2002), la necesidad de ser oído en relación con decisiones que le afecten (art. 9 L.O. 1/1996), en el ejercicio por él mismo de los derechos de la personalidad (art. 162-excepción 1ª C.c.), etc. 2.

Es evidente que idéntica consideración -relevancia de su personalidad, participación del menor en la toma de decisiones que le afectan muy directamente- ha de trascender al plano del llamado interés (superior) del menor, donde se debaten y deciden cuestiones, derechos, intereses concretos suyos, y en lo que, siguiendo la tesis antes apuntada, debe hacer y decidir él en cuanto pueda, según sus aptitudes psíquicas y discernimiento, y que no hagan otros lo que él pueda decidir o hacer por y para sí: se trata de hacer realidad la idea de la «determinación consciente Page 173 y responsable de la propia vida», a que me referí poco ha, el "derecho de autodeterminación" de la S. TC. 154/2002, ya mencionado. En congruencia con todo ello, el principio en esta materia es claro (contrario a la consideración de hace unas décadas): la regla general será que actúe y decida el menor siempre y en todo lo que pueda, y en aquello que no quepa, háganlo otros (sus representantes legales o quien sea); y no a la inversa (cfr. art. 2-2º L.O. 1/1996, de P.J.M.) 3.

1.2. Complejidad de la personalidad del menor Necesidad de su participación en la concreción de su propio interés

Es una obviedad aludir a la complejidad de la personalidad de todo ser humano, pero es así; también, y quizá más, la del niño en la mayor parte de los casos. Prescindiendo de otras distinciones, aquí innecesarias, no debe olvidarse a este respecto que, en lo racional, el menor dispone de menos conocimientos y experiencia de mundo y de vida; corre mayor riesgo de equivocarse, por lo que debe ser asistido y a veces sustituido en la adopción de decisiones que le afecten 4. En cambio, en orden a sus sentimientos (en sentido amplio: comprende desde los afectivos hasta los religiosos, estéticos y demás), donde lo racional tiene menos peso pero ellos no menor trascendencia en el bienestar de una persona -y más tratándose de un menor-, el respeto de esos sentimientos y su toma en consideración a efectos de su interés es mucho más importante y necesario; prácticamente siempre.

Al lado de eso (razón, sentimientos), el mundo de sensaciones y percepciones de la realidad, muy distinto el del niño que el del adulto. Ahí está, por ejemplo, la idea del tiempo, que los niños construyen y viven en función de sus necesidades instintivas o emocionales, en ocasiones. La percepción de un periodo de tiempo por un niño (según su edad, y de acuerdo con su impaciencia o sus necesidades materiales o afectivas) no se corresponde muchas veces con la duración real, medida en Page 174 meses o días. La separación de un niño de corta edad de sus padres tiene mucha mayor importancia que para un adolescente; igualmente, para crear, sustituir o romper una relación personal (con un progenitor, con los abuelos), y para otras manifestaciones vitales -donde las semanas, los meses, pueden suponer esperas insoportables y causar daños personales importantes- 5. Todo eso no puede ser ignorado por quienes tomen decisiones que afectan a un menor y a su interés.

Tiene en este punto particular relevancia la educación y formación del menor en el marco de una determinada escala de valores, de los que, desde la perspectiva que más interesa aquí, destaca el de la libertad (también en el más amplio sentido). A ese respecto debe considerarse ya como punto de partida el que no debe violentarse la personalidad moral del menor, antes al contrario, fortalecerla propiciando su autonomía individual; y su educación debe dirigirse a ponerlo en condiciones de decidir él mismo, libremente, entre y dentro de las opciones que la vida y sus educadores le presentan. La formación ético-social del menor debe ir orientada a una educación en la libertad, favoreciendo y fomentando su desarrollo en múltiples sentidos (religioso, ideológico, afectivo, incluso sexual a partir de cierta edad), habilitándole para que sepa hacer uso de ella conscientemente y con autocontrol de su voluntad, y ayudándole a llegar a ser persona adulta, autónoma y responsable, amén de otros valores.

A aquellos problemas subjetivos en la búsqueda del interés del menor (complejidad de la personalidad del menor) se suman otros, que ya Page 175 sugerí antes de ahora. Aunque no es totalmente novedoso, pues estaba dicho de otra forma, cierto sector de la doctrina moderna -sobre todo anglosajona, en la que destaca el ya citado prof. EEKELAAR-, ha puesto de manifiesto que, junto a la difícil determinación apriorista del interés del menor, hay además el riesgo de que los adultos que deciden por y para él introduzcan, en la concreción de ese interés, sus personales prejuicios, convicciones y criterios de valoración, lo que puede añadir arbitrariedad al relativismo en su diagnóstico del mencionado interés y degradarlo en detrimento del menor, por muy buenas intenciones que puedan aducirse (y casi siempre haber).

Es consustancial al ser humano la pretensión de configurar su propia vida mediante el ejercicio de su libertad y opciones vitales. Por ello estímase conveniente (por adecuado a la «naturaleza de las cosas»), incluso necesario, el apelar al propio menor, a su opinión, voluntad, sensibilidad y demás, en la búsqueda y determinación de su mejor interés, para lo que puede aportar datos de especial relevancia subjetiva y objetiva. No se olvide nunca, por otro lado, que es el protagonista principal y afectado más directo en la situación conflictiva en que se debate sobre su interés, sujeto activo y no pasivo, por más que otros actúen en su nombre y para él: se trata de sus derechos y de su interés.

En el plano estrictamente jurídico sabemos que tratándose de conceptos jurídicos indeterminados, como es el de interés (superior) del menor, la norma que lo incorpora remite implícitamente para su precisión (la concreción de lo que más conviene a un menor determinado) a los criterios generales apreciados por quien haya de aplicarlos, a sus consideraciones valorativas, a su inevitable opinión personal. Pues bien: cuando hablo de la intervención del propio menor en la concreción de su interés apelo a que se le conceda un papel más activo, y se tome en consideración, por quien deba aplicar la norma y aquel concepto (padres, tutor, Administración, juez), junto a criterios propios, también los del menor afectado, siquiera sea como elemento de juicio, hasta donde sea razonable y posible.

Esa línea de pensamiento no es ajena a nuestro reciente Derecho desde el momento que nuestro legislador ordena en no pocos preceptos «oír» -sería Page 176 mejor, semántica y jurídicamente, escuchar que oír- al menor antes de tomar decisiones graves que le afecten (arts. 92, 154, 156, 159, 177,...C.c.; art. 9 L.O. 1/1996; cfr. también los 123, 133.2, 134.2, 138.1, 139.2 CF. cat.); y si tal ordena, es para que el juez y los padres (destinatarios de esas normas) conozcan su...

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