En memoria de mi buen amigo Pío Cabanillas

AutorJosé María Chico y Ortiz
Páginas2099-2108

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Querido Pío:

Te escribo esta carta -la última ya- sin saber dónde enviártela, pues no sé si en el cielo tenéis un sitio reservado los políticos, pero sí sé que allí entran las buenas personas, y tú eres una de ellas. Hace tres o cuatro días que no estás ya aquí y en ellos he intentado llorar, pero las lágrimas no han acudido. Ahora, al comenzar a teclear en mi vieja máquina que hizo tantos temas de oposiciones, se ha producido el milagro: las lágrimas -como campanas- están doblando por ti. Creí que me había endurecido, pero me sigo notando sensible a la amistad.

Estos días los periódicos y lo que ahora llaman "medios de difusión" hablan de ti. Lo he recortado todo y lo he incorporado a mi archivo, como siempre lo hice con todas tus actividades. La mayor parte de los artículos se refieren a tu actuación política y tu fina sensibilidad en ese campo, pero no sé si recordarás aquella dedicatoria que te ponía en uno de mis libros: "A Pío Cabanillas, en lo que nos une, que es la amistad, y en lo que nos separa, que es la política". A ti esto último te gustó mucho, pero nunca olvidaste la amistad.

Nuestra vieja amistad se remonta nada menos que al año 1946. Habíamos cumplido la Milicia Universitaria y se abría ante nosotros el camino duro, áspero y largo de la oposición. Todo fue en Pontevedra, "boa vila", reza el dicho, y allí -primero en el salón de tu casa y luego en la habitación de arriba ("el palomar")- comenzamos a recitarnos temas. El "palomar" permitía contemplar el final de la ría de Pontevedra y era más propicio a leer literatura que a recitar temas. La "oración a Cristo" de Papini era la más preferida, pero también surgían páginas de Tagore, el "Ciprés de Silos" de G. Diego, Pemán, García Lorca, M. Hernández, etc. Recuerdo que en el Casino de Pontevedra -desde un diván de peluche- oímos pronunciar, con proyección incluida, la conferencia que allí dio Camilo José Cela sobre su "Viaje a la Alcarria".

Page 2100Aquel verano -en el parque del Casino de Pontevedra- conocí a tu novia, que luego sería tu mujer: "Nenolas" la llamaban, aunque luego tú la rebautizaste con el nombre de "Blas"; utilizando alguna vez el de María Teresa. Recuerdo que en aquel entonces y en un anochecer delicioso, nos explicaste a ella y a mí -que oíamos asombrados- la necesidad de un Concilio eclesiástico que reformase la Iglesia y marcaste los puntos claves de la reforma. Al lado de tu dimensión humana afloraba el poso de tu sabiduría. Por entonces no sé si seguías jugando al fútbol, pero sí recuerdo que presumías mucho de haber ganado al equipo de la Escuela Naval de Marín. Yo, como venía de Bilbao, seguía siendo partidario de ese equipo que le encajó al Celta una docena de goles...

Seguíamos estudiando, pero un poco a nuestro aire y nuestra única diversión era salir un día a la semana con un grupo de amigos con los que nos íbamos de excursión a una aldea cercana, merendábamos, tomábamos unos vinos, jugábamos a la "rana" y charlábamos mucho. Pero la preparación no avanzaba y aunque tú hiciste el alarde de "resumir" el Roca para los temas de Hipotecaria de Notarías y yo hice la "adaptación" al programa de Registros, lo cierto es que llegó un momento en que se planteó seria y familiarmente la "aventura" de Madrid.

Me adelanté yo -quizá de las pocas veces que tomé la delantera- y logré situarme en una pensión, me recomendaron un preparador que ha muerto hace poco (Rafael Chinchilla Rueda) y no cejé hasta que pude traerte a Madrid. Claro que tú, aparte de las maletas llenas de libros, traías bajo el brazo las Matrículas de Honor de todas las asignaturas de Derecho y el Premio Extraordinario obtenido en la Universidad de Granada, donde el Civil lo estudiaste por los siete tomos del Enneccerus. Así fue fácil lograr plaza en el Colegio Mayor "César Carlos".

A mi padre le habían destinado a la Dirección General del Banco de España y yo tuve que dejar la pensión, concediéndome en casa un cuarto especial para estudiar. Tú le habías prometido a mi padre que nos ayudarías a colocar los ocho mil volúmenes de su biblioteca, pero lo recuerdo bien: abrimos el primer gran cajón, tropezaste con una de las publicaciones de la Revista de Occidente, te sentaste y comenzaste a leer... Viniste más veces, pero la escena se repetía y es que era una biblioteca...

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