El máximo bien

AutorRobert Badinter
Páginas1385-1412

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Originariamente publicado como "Le plus grand bien ... ", Fayard, París, 2004. Su autor, ha sido Ministro de Justicia y presidente del Consejo Constitucional en Francia.

(Traducción de Luís María Díez-Picazo)

    Al decano Carbonnier, que me hizo amar el derecho.

El 28 de ventoso del año XII, Portalis presenta al Cuerpo Legislativo el proyecto de ley que reúne las 36 leyes civiles, ya votadas, bajo el título "Código Civil de los Franceses". Evocando los trabajos de la codificación, exclama: "En la calma de todas las pasiones y de todos los intereses, se ha visto nacer un proyecto de Código Civil, es decir, EL MÁXIMO BIEN que los hombres pueden recibir".

Dos siglos han transcurrido. Hoy lo más notable del Código Civil no es tanto su contenido como su longevidad. Se ha acabado el tiempo en que el Código Civil francés podía pasar por un modelo en los Estados nacionales que se constituían. Sucesivas modificaciones, revisiones y agregaciones han cambiado la obra, como esos viejos palacios en que las transformaciones sufridas no permiten ya distinguir la nobleza de las líneas originales. Pero, para el amante de la historia legislativa o para el jurista apasionado por la codificación, el Código Civil conserva un encanto particular y sigue siendo fuente de interrogantes. ¿Por qué, allí donde la monarquía absoluta y la Revolución habían fracasado, consiguió Bonaparte dotar a Francia de un Código Civil? ¿Por qué Francia, que ha cambiado diez veces de Constitución en dos siglos, ha conservado el Código Civil de 1804, incluso si su contenido en muchos aspectos difiere profundamente del texto original? ¿Es la calidad de la obra consular Page 1386 lo que explica su perennidad? ¿Y por qué la empresa perseguida de 1801 a 1804 permanece como el modelo de codificación lograda, como una especie de campaña de Italia del arte legislativo?

La conmemoración del bicentenario del Código Civil nos devuelve a ese momento privilegiado de nuestra historia. Y el cansancio experimentado ante el torrente de textos mediocres que nos abruman me ha incitado a retornar a las fuentes de nuestro derecho civil. Así, he sido conducido a redactar esta breve obra sobre la génesis del Código Civil. No pretende en modo alguno compararse a los doctos estudios que suscitará el bicentenario. No es más que la expresión de un interés particular por un episodio excepcional del "arte de la codificación", tan fascinante para el jurista como el "arte de la fuga" para el músico.

Francia ha conocido desde 1804 dos imperios, dos monarquías, cuatro repúblicas, pero un solo Código Civil. El decano Carbonnier, incomparable analista del Código Civil, lo calificaba de "verdadera constitución de Francia" 1. A la versatilidad de la sociedad política francesa se contrapondría, así, la estabilidad de la sociedad civil. De los 2.281 artículos del Código Civil, cerca de 1.200 han permanecido en su versión original. Y la composición del Código Civil en tres libros ha quedado inalterada. Ciertamente, el contenido -especialmente del Libro Primero, "De las personas"- ha conocido no pocas transformaciones, revisiones y agregaciones, a imagen de la sociedad francesa. Pero el Código Civil permanece como un mueble de familia: antiguo, preciado, venerable. Se le han cambiado los cajones y se le han hecho reparaciones; pero está siempre presente, erguido sobre sus pies. Forma parte del patrimonio nacional. "Un lugar de la memoria también", escribía el decano Carbonnier. A doble título: se encuentran en él elementos del antiguo derecho, y es testimonio de la evolución de la sociedad francesa durante doscientos años. De aquí el interrogante para quien ama las grandes composiciones jurídicas, sean constituciones o códigos: ¿qué es lo que da al "Código Civil de los Franceses" -por restituir le su denominación original- esa calidad particular? ¿Por qué, más allá de cambios inevitables y necesarios, ha conservado en parte sus virtudes iniciales y ha desafiado la prueba del tiempo, fatal para las pretensiones de tantos legisladores? Junto a un arte constitucional francés demasiado desconocido, es testimonio de un arte legislativo Page 1387 que hoy está sepultado bajo los torrentes de una producción en masa. El Código Civil ha quedado como el símbolo de ese arte legislativo. Así, en estos tiempos de conmemoración, parece el momento oportuno para interrogarse sobre el Código Civil no sólo como instrumento jurídico o acontecimiento histórico, sino también bajo otro aspecto metodológico o estético: el Código Civil de 1804 o el arte de la codificación.

Toda empresa de codificación, para tener éxito, exige tres condiciones: un momento favorable, juristas de talento, una voluntad política.

Ante todo, una época favorable. Recordemos lo que significa originalmente la palabra "código". Codex, en latín, designa un libro compuesto de hojas de pergamino o de tablillas escritas, encuadernadas juntas. Un código es, ante todo, ese objeto, un instrumento de conocimiento más cómodo para el lector que el tradicional rollo. Su utilidad se manifestó a los funcionarios y magistrados romanos encargados de aplicar las leyes de los emperadores. Así nacieron el Código Teodosiano (438) y, sobre todo, en la época bizantina el Código de Justiniano (534), compilación culta más que creación original, que reproduce las constituciones imperiales de los siglos II a VI 2. El código se transformó así en sinónimo de con junto legislativo sabiamente ordenado.

Para los hombres de la Revolución, Roma era la referencia suprema. Ya a partir de la Asamblea Constituyente una voluntad de codificación se apoderó de los espíritus. Respondía al culto de la ley propio de la edad de las Luces. Reemplazar una multitud de textos consuetudinarios, de buena gana calificados de arcaicos o góticos, por un conjunto coherente de preceptos claros dictados por la razón y reunidos en un código único no era sino una ambición francesa. Los reyes que se preciaban de filósofos, los déspotas ilustrados, se querían codificadores. Así, los primeros códigos vieron la luz en Baviera en 1756, en la Prusia de Federico II o en la Austria de José II. Diderot aconsejó a Catalina II sobre sus proyectos legislativos. Y Rousseau en 1772, en sus Consideraciones sobre el gobierno de Polonia, se pronuncia con vigor a favor de la codificación; "Hay que hacer tres códigos: uno político, otro civil y otro criminal. Los tres claros, cortos y precisos hasta donde sea posible. Y no habrá necesidad de otros cuerpos de derecho" 3.

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Pero, para que nazca un código, no basta que filósofos y juristas lo preconicen. Hace falta, además, que las condiciones políticas lo permitan. La monarquía absoluta, apasionada por el orden y las reglas, realizó en su cénit -es decir, bajo Luís XIV- una vasta empresa de unificación de las reglas de la justicia real. Así nacieron las grandes ordenanzas de 1667 sobre el proceso civil, y de 1670 sobre el proceso penal. Las otras grandes ordenanzas codificaron ámbitos de actividad por los que Colbert profesaba un interés particular, porque veía en ellos una nueva fuente de prosperidad para el reino: ordenanzas de 1673 sobre el comercio, de 1681 sobre la marina; y, en fin, el Código Negro, aprobado después de la muerte de Colbert, es testimonio de la cruel condición de los esclavos en las colonias.

Sin duda, Colbert soñaba con ir más lejos y unificar todo el reino bajo una misma ley civil. Los juristas del Antiguo Régimen ya habían trabajado en esta dirección. En el siglo XVI, el abogado Dumoulin proponía fundir todas las costumbres en una sola, que fuera conforme a equidad. Más tarde, al final del mismo siglo, autores como René Choppin o Guy Coquille se dedicaron a formu lar las reglas de un derecho consuetudinario común, ampliamente inspirado en la costumbre de París. Loysel publicó a comienzos del siglo XVII unas Institutes coutumiéres, sabrosa recopilación de adagios tradicionales. Se forjaba así un derecho francés basado en los principios generales del derecho consuetudinario. En 1679, Colbert creó una cátedra de derecho francés en cada escuela de derecho. El maestro, nombrado por el rey, debía enseñar las ordenanzas reales; pero se dedicaba también a las otras fuentes del derecho en Francia, tanto costumbres como derecho escrito. Esta enseñanza era obligatoria para los futuros abogados. Y profesores reputados, como Pothier en Orleáns o Claude y Etienne Serres en Montpellier, contribuyeron con sus obras y su enseñanza al progreso de un verdadero derecho francés. Las fuentes seguían siendo variadas: ordenanzas reales para todo el reino, costumbres en las provincias septentrionales y el centro, derecho escrito -es decir, derecho romano- en las provincias meridionales. Pero ya los mejores espíritus -así Pothier, que publicó en 1761 su Tratado de obligaciones, inspirado en el derecho romano y en la costumbre de París- formulaban reglas generales que iban a ser ampliamente difundidas entre los juristas. Estas serán, por lo demás, sustancialmente retomadas por los autores del Código Civil.

¿Se podía ir más lejos bajo el Antiguo Régimen? Cy veut le roi, cy fait la loi, decía el adagio. Pero ¿estaba al alcance del soberano la unificación jurídica en el ámbito civil? Al incorporar al reino Page 1389 provincias conquistadas o adquiridas por matrimonio o sucesión, el rey se había comprometido a respetar sus franquicias y sus costumbres. Además, la unificación bajo una ley común habría requerido el consentimiento de los representantes de los tres órdenes de todas las provincias. Esta unificación, en efecto, implicaba un cuestionamiento general de los derechos heredados del sistema feudal, así como una secularización de instituciones sometidas a la autoridad de la Iglesia, tales como el estado civil. El clero temía una legislación real que rigiera todo el derecho civil, y la nobleza provincial otro tanto. En cuanto a los parlamentos, eran hostiles a una unificación del derecho que arruinaría su poder de interpretación de...

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