El matrimonio homosexual: crónica de un desafuero anunciado

AutorLuis Muñoz de Dios Saez
CargoNotario de Herencia
Páginas39-56

Desde el 3 de Julio de 2005 pueden celebrar matrimonio civil las personas del mismo sexo en Derecho Español, de la mano de la Ley 13/2005, de 1 de Julio, de reforma del Código Civil sobre el derecho a contraer matrimonio. Nos quedamos perplejos ante tamaña transformación de la institución matrimonial, preguntándonos qué queda de la misma, si es que queda algo.

Pero las cosas no surgen de un día para otro. El camino estaba ya muy trillado. Sólo faltaba una vuelta de tuerca para que entre nosotros quedase ubicado el matrimonio homosexual. Así se expresaba el Catedrátrico de Derecho Civil don Luis Arechederra en un artículo de opinión titulado "el matrimonio es heterosexual", publicado en el boletín nº 658 de Actualidad Jurídica Aranzadi el 24 de Febrero de 2005, cuya lectura recomiendo encarecidamente. Y citaba, para explicarse, dos hitos que, siendo fundamentales, han pasado, curiosamente, desapercibidos en la historia del matrimonio civil en España. A saber: el año 1981 en que se admite como válido el matrimonio del impotente y el año 2001 en que la Dirección General de los Registros y del Notariado (DGRN) da por inscribible el matrimonio del transexual.

En 1870 se introduce en nuestro país el matrimonio civil, por cierto que configurado, entonces, como indisoluble; ¿quién lo diría a la vista del repudio "ad libitum" con que desde el 10 de Julio de 2005 puede uno de los cónyuges despachar al otro unilateralmente al poco tiempo de volver del viaje de novios, por mor de la Ley 15/2005, de 8 de Julio, por la que modifica el Código Civil en materia de separación y divorcio? Desde su introducción, era impedimento para celebrarlo el adolecer uno o ambos contrayentes «de impotencia física, absoluta o relativa, para la procreación con anterioridad a la celebración del matrimonio, de una manera patente, perpetua e incurable», so pena de nulidad del matrimonio, declarable en virtud de acción se atribuía a «uno y otro cónyuge y a las personas que tengan interés en la nulidad», es decir, a todos los que legitimados en cualquier otro caso de nulidad matrimonial, salvo al Ministerio Fiscal (artículos 83.3º, 101.1º y 102.2 del Código Civil en su redacción originaria).

La Ley 30/1981, de 7 de Julio, de reforma del Título del Código Civil relativo al matrimonio, sin la cual difícilmente se podría entender hoy la citada Ley 15/2005, fue harto más conocida socialmente por razón del divorcio vincular (que no era novedad sino reedición del que ya se autorizó durante el período de la Segunda República) que por otro dato, éste realmente novedoso: la impotencia deja de ser impedimento y sólo provoca la anulabilidad del matrimonio en el caso de ser celebrado por error del otro contrayente, esto es, de haber sido éste defraudado por el impotente. Nadie duda de que la capacidad o incapacidad para la coyunda o para procrear son cualidades personales que, por su entidad, han podido ser determinantes de la prestación del consentimiento. No obstante, solamente puede ejercitar la acción de nulidad el cónyuge que haya sufrido el vicio -que no el impotente, ni otros posibles interesados- y caduca la acción y se convalida el matrimonio al año de convivencia conyugal contado desde que aquél supo de la impotencia del consorte (artículos 73.4º y 76 del Código Civil, en su redacción hoy vigente).

Es muy significativo que transexuales y homosexuales hayan utilizado el matrimonio heterosexual esteril como argumento en su reivindicación de su capacidad nupcial: así, en el caso de la Resolución -que luego citaremos- de 8 de Enero de 2001 de la DGRN, argüían que el matrimonio «no podría circunscribirse a la unión para la procreación porque entonces aquellas parejas heterosexuales que por esterilidad de alguno de sus miembros no puedan tener hijos no constituirían núcleos familiares».

El matrimonio civil heterosexual lleva casi veinticinco años valiendo en el caso más genuino de esterilidad, el derivado de una "impotentia generandi", propio de cónyuges que, pudiendo copular, no pueden procrear por medios naturales ni sirviéndose de técnicas de reproducción asistida. Pero, lo que es más destacable, vale desde hace un cuarto de siglo el matrimonio, incluso en casos de "impotentia coeundi", es decir, de incapacidad para la cópula vaginal natural -por ejemplo, por falta de erección o, directamente, por ausencia de pene-.

Así las cosas, ¿con qué argumentos puede negarse, desde la citada reforma del Código a principios de los ochenta, el acceso al matrimonio a un hombre transexuado en "mujer" que quiera casarse con otro hombre, si tampoco ambos pueden realizar el citado coito ni engendrar prole?, ¿O cómo rechazar entonces la coyunda matrimonial de dos mujeres, a quienes no cabe igualmente dicha relación sexual clásica?.

Sólo cabría oponer una objeción: que al matrimonio civil, aunque ya no le sea esencial la aptitud para cópula ni la reproducción natural, le seguiría siendo consustancial la posibilidad de acceder los cónyuges -esposo y esposa que sean verdaderos hombre y mujer- a la paternidad y maternidad de hijos tenidos ora por reproducción asistida -de ser viable- ora, al menos, por adopción. No obstante, para que fuera oponible esta objeción, debería darse la siguiente premisa: sostener, como lo hace quien suscribe estas líneas, que sólo habría de tenerse por idóneos para adoptar y para acogerse a la reproducción asistida el hombre y la mujer -reales, no los ficticios- unidos en matrimonio o, al menos, en pareja estable "more uxorio".

Mas, desgraciadamente, desde antes de la última gran reforma del Código Civil en materia de adopción -la de 1987-, en la práctica judicial y administrativa, se ha venido admitiendo que un hombre o una mujer aislados, sin pareja, acojan e incluso adopten niños, formando "ab initio" una familia monoparental, privándole al acogido o adoptado de contar con un padre y una madre. Se arguye que mejor es que cuenten con un solo padre a que vivan en hospicios, pero el argumento, en abstracto atendible, se muestra falaz en una situación como la actual, en que la demanda de niños en adopción por parte de parejas heterosexuales sobrepuja con creces a la oferta, al menos en el ámbito nacional español, donde el aborto mata a más de ochenta mil fetos al año. Además, se viene reputando idóneos para adoptar y acoger a hombres y mujeres, con independencia de su orientación -homo o hétero- o desorientación -bi-sexual. Ello ha sido posible al socaire del silencio del Código, que no exige la coadopción por padre y madre ni entra a valorar idoneidades.

A más inri, desde 1988, con la Ley de técnicas de reproducción asistida, de nuevo por culpa de su silencio, cabe que se sirva de la inseminación artificial o de la fecundación "in vitro" una mujer, con abstracción de si vive sola o si está emparejada y con quién, de modo que las lesbianas han visto expedito el acceso a la maternidad por estas vías.

Así que, no dándose la citada premisa desde hace más de veinte años, en primer lugar, a nadie puede extrañar que la Ley 13/2005 nos haya colado, indirectamente, junto con el matrimonio homosexual, el "derecho" de los consortes del mismo sexo a erigirse en padres -dos papás- o madres -dos mamás- en virtud de la adopción (artículo 175 del Código Civil, sin apenas retocarlo). Decimos colado porque, en la sociedad, había calado más o menos, pero mayoritariamente, que los homosexuales deberían poder casarse (¿qué daño, se decía, podría ello hacernos a los demás?), pero, en cambio, no había consenso suficiente para la atribución de la idoneidad para coadoptar las personas del mismo sexo (afectando con ello a terceros, los niños), de modo que, a buen seguro, no habrían prosperado ambos "derechos" -al matrimonio y a la adopción-, de haberse sometido la Ley (aprobada por mayoría simple) a plebiscito, mas no hubo ni talante ni arrestos para hacerlo.

Y, en segundo lugar, a falta de la premisa señalada, desaparece la única objeción antedicha oponible al matrimonio civil de personas del mismo sexo.

Actualmente, que es lícito el matrimonio tanto de transexuales como de homosexuales cuanto de heterosexuales incapaces del acto sexual normal, parecería que la única sustancia del matrimonio civil hoy es que haya entre las dos personas que se casan una relación de afectividad tal que estén abiertos a cualquier práctica sexual.

Y, tal vez, aun sea menos que eso hoy el matrimonio civil. Hasta 1981, de casarse dos ancianos octogenarios, podían pedir la declaración de nulidad -ante la evidente incapacidad para procrear de los esposos- los hijos de anteriores matrimonios de cada uno de los consortes, para así evitar sufrir la cuota legal usufructuaria que por legítima correspondería al cónyuge de su progenitor. En cambio, desde dicho año, nadie pueda impugnar semejante matrimonio. Diríase que para la institución matrimonial, basta con la existencia de cierta afectividad entre los esposos, aunque no sean dables ni previsibles relaciones sexuales de ningún género entre ambos. Ello adelgaza de tal modo al matrimonio civil que lo convierte en algo cercano a las «situaciones convivenciales de ayuda mutua» que regula la Ley 19/1998, de 28 de Diciembre, del Parlamento Catalán, que une a parientes colaterales o a personas en relación de simple amistad o compañerismo.

Si el matrimonio ha quedado en algo tan inaprehensible como una vaga relación de afectividad entre los esposos, no se entiende cómo subsiste, para los matrimonios entre personas del mismo sexo, el impedimento de parentesco en el artículo 47 del Código Civil. No se les oponer el clásico argumento de la disgenesia, pues, de un matrimonio homosexual -pensemos en el contraído por dos hermanas o entre un tío y su sobrino-, no pueden nacer hijos ni con malformaciones ni sin ellas, dado que no pueden procrear ni natural ni asistidamente y los niños que se les diera en adopción o acogimiento no serían biológicamente de ambos.

Pero, incluso en un matrimonio heterosexual, cabría pensar "de lege ferenda" en la...

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