Las materias inseparablemente unidas a aquellas sobre las que las partes no tienen poder de disposición

AutorDr. Jordi Nieva Fenoll
CargoProfesor Titular de Derecho Procesal

LAS MATERIAS INSEPARABLEMENTE UNIDAS A AQUELLAS SOBRE LAS QUE LAS PARTES NO TIENEN PODER DE DISPOSICIÓN

Dr. JORDI NIEVA FENOLL

Profesor Titular de Derecho Procesal

Universidad de Barcelona

I. INTRODUCCIÓN

A pesar de la grata sensación que puede dejar la lectura de algunas de las obras de los últimos años1, el arbitraje continúa siendo un tema deficitario entre la doctrina procesalista. Desde luego, si se pretendía que el arbitraje constituyera una alternativa real a los tribunales estatales, la jurisdicción y el proceso arbitrales debieran haber sido estudiados en todos sus recovecos, al menos con el mismo rigor con que se ha tratado el proceso y la jurisdicción en los Juzgados y Tribunales.

La cuestión que nos ocupa en este estudio constituye precisamente uno de esos recovecos más recónditos. El objeto del juicio arbitral es algo que no ha sido estudiado por la doctrina, prácticamente en absoluto, a pesar de la indudable trascendencia del tema en la realidad, que se pone de manifiesto con la celebración de cada arbitraje, teniendo en cuenta las limitaciones de las materias que pueden ser objeto del mismo.

Pero es que además, específicamente en Derecho Español, ya desde el art. 14 de la Ley de arbitraje privado de 22 de diciembre 1953, hasta nuestros días con el art. 2 de la actual Ley de arbitraje (en adelante LA), que reproduce ese antiguo precepto, el legislador ha obligado al árbitro y a las partes a que realicen una concreción clara del objeto del juicio arbitral. Nada menos que les obliga a prescindir de las materias llamadas «indisponibles», y por supuesto, de aquellas que les están «indisolublemente» (art. 45.4 LA) o «inseparablemente unids» (art. 2.1.b LA).

Con independencia del acierto del legislador en esta materia, que pasaré a tratar seguidamente, es obvio que las expresiones transcritas debieran dejar boquiabierto a cualquier observador reflexivo. Siendo difícil, lo más sencillo sería abordar en este estudio la elaboración de un elenco, lo más exhaustivo posible, de materias indisponibles para las partes. Pero con todo, ello, por sí solo, sería de escasa utilidad. Cuando el art. 2.1.b LA llega a entrar en juego en la práctica, lo que provoca las mayores dudas no es la identificación de la materia indisponible, puesto que ésta suele ser bastante discernible. Lo más complejo es analizar la vinculación existente entre la materia claramente disponible que querríamos someter a arbitraje, y la temática que sabemos perfectamente que está excluida del juicio arbitral.

El análisis de esa cuestión es el que va a ocupar el presente trabajo, tratando de centrar con precisión el problema, describiéndolo, y ofreciendo posibles soluciones, e incluso planteando alternativas de futuro. De todo ello me ocuparé en los siguientes epígrafes.

II. ERRÓNEO PLANTEAMIENTO LEGISLATIVO DE LA CUESTIÓN

Para encarar debidamente el problema, debe comenzarse afirmando que no resulta acertada la presencia del inciso que se está estudiando en la Ley de Arbitraje, por más que se deba a ideas de reputados procesalistas que participaron en la redacción de la antigua y de la nueva ley.

Desde luego, dichos redactores se proponían trazar las fronteras de lo arbitrable, es decir, los límites que debía tener esa dejación del Poder Judicial de la función jurisdiccional. Por ello, el art. 14 de la Ley de 1953, con una sencilla fórmula, y renunciando a marcar límites estrictos de la arbitrabilidad, afirmaba que «podrán ser objeto de un compromiso todas aquellas materias de Derecho Privado sobre las que las partes puedan disponer válidamente». Pero como correlato necesario de lo anterior, para que los límites no se superaran, tuvo que añadir el legislador que «en el caso de que una materia disponible aparezca indisolublemente unida a otra que no lo sea, no podrá comprometerse ninguna de las dos.»

Y nada más. El art. 14 de la Ley de 1953 acababa de delimitar nada menos que el objeto del juicio arbitral. Pero renunció a ulteriores concreciones. Ni siquiera el principal inspirador de la Ley de 1953, el Profesor GUASP DELGADO, realizó en una obra posterior una explicación profunda de la ratio de este precepto, sino que prácticamente dio por supuesto, creo, con todos los respetos, que con una cierta irreflexión, que las cosas debían ser así. Merece la pena reproducir las palabras de GUASP2:

Del objeto del compromiso exige la nueva Ley, en el art. 14, la disponibilidad. Pero éste no es punto que necesite una larga aclaración ulterior, en cuanto que no hace sino aparecer aquí el mismo requisito de la legitimación, del poder de disposición, que ya vimos enunciado en la fórmula imperfecta de la capacidad para enajenar. Pues, si se tiene capacidad para enajenar en el sujeto, tiene que haber en el objeto capacidad para ser enajenado, es decir, disponibilidad objetiva; capacidad para enajenar e idoneidad objetiva para ser enajenado no son sino el anverso y el reverso de la figura única de la legitimación. Podemos, pues, sin dificultad compendiar la exigencia del artículo 14 de la Ley, cuando impone, para la validez del compromiso, que sean objeto suyo materias de derecho privado sobre las que las partes puedan disponer válidamente.

Más adelante someteré a crítica las ideas de GUASP, y haré referencia a otro inciso de esta exposición. Pero lo que interesa destacar ahora es que el citado Profesor no dijo prácticamente nada más. No dio más explicaciones del porqué del precepto.

Dichas concreciones fueron intentadas por el legislador de 1988 en el art. 2 LA, con desigual fortuna. Pero a la hora de afrontar el problema de la «unión indisoluble», se limitó a modificar el estilo de la redacción. Lo cual quiere decir que no ofreció solución razonable alguna a la cuestión, sino que la dejó en manos de la teoría, que prácticamente no se había pronunciado, y de la práctica, que quizás hubiera deseado no tener que pronunciarse.

Antes de entrar propiamente en materia, es necesario observar las raíces de la opción legislativa.

a) El seguimiento inadvertido de la orientación contractualista

Es bastante evidente, desde su propia rúbrica, que la Ley de 1953 llevaba el sello de la teoría contractualista del arbitraje3, que, muy sucintamente, ve en el arbitraje un acuerdo entre las partes que en uso de su libertad de disposición, deciden someter su controversia a un árbitro, comprometiéndose a cumplir su decisión4.

No es momento de discutir esa opción doctrinal. Lo que debe destacarse ahora es que esa opción ha determinado claramente la redacción del inciso que se está estudiando. Obsérvese que en la determinación del objeto del juicio arbitral, el legislador ha seguido una orientación por completo privatista. Si las partes deciden someter sus controversias a arbitraje, ellas determinarán también el objeto de dicho arbitraje. Lo único que hace, y hacía, la Ley, es recordarles a las partes que no pueden someter a arbitraje aquellas materias sobre las que no tengan poder de disposición, lo cual resulta plenamente lógico desde esa orientación.

Dicho de otro modo, desde una concepción contractualista del arbitraje, es evidente que solamente podrán someterse a los árbitros las materias sobre las que las partes tengan poder de disposición. ¿Cómo «contratar» un arbitraje sobre materias acerca de las que las partes no pueden contratar? Dicha idea se desprende, por lo demás, fácilmente de las palabras de GUASP DELGADO antes reproducidas.

Pero por desgracia, esa coherencia en las ideas solamente tiene una virtualidad puramente dogmática. El legislador se fijó fundamentalmente en el momento del compromiso, previo a la celebración del proceso arbitral, pero se olvidó en realidad de su resultado final, el juicio arbitral. Porque si en lugar de fijarse en el acuerdo previo de las partes, se hubiera centrado en el juicio que emite el árbitro a través del laudo, probablemente hubiera adoptado otro criterio de delimitación de las materias que podían someterse a arbitraje. Pero reitero que, dentro de la concepción del legislador, el sistema guardaba una clara coherencia interna.

Sin embargo, las cosas cambiaron radicalmente con la Ley de 1988. En esta Ley se afirmó algo que ni de lejos previó el Legislador de 1953. Aunque con notable oscuridad, mantiene el art. 37 LA que «el laudo arbitral firme produce efectos idénticos a la cosa juzgada». La trascendencia de esta frase no puede considerarse debidamente si no se compara con la contenida en el art. 31 de la Ley de 1953, que decía que «firme el laudo arbitral, podrá obtenerse la ejecución del acuerdo...» (el subrayado es mío).

Visto lo anterior, parece bastante claro que, observando el precepto transcrito, el Legislador de 1988 sigue la opción jurisdiccionalista del arbitraje, que ve en el árbitro un órgano que posee jurisdicción5, como el Juez estatal. Pero si esto es así, que el Legislador se refiera al objeto del juicio arbitral a partir de las materias que son disponibles o no para las partes, carece de sentido. El Legislador, creo que de modo involuntario, ha persistido en una orientación iusprivatística en este tema, lo que resulta contradictorio con su clara voluntad de situar al arbitraje en el campo del Derecho Procesal, es decir, en el terreno del derecho público.

Teniendo en cuenta lo anterior, el inciso del art. 2.1.b LA que se está comentando, se resuelve en un contrasentido. Se trata sencillamente de un sedimento que ha quedado de una orientación anterior, que claramente trató de ser superada con la nueva Ley. Probablemente el Legislador debiera haber centrado el criterio delimitador del juicio arbitral desde otro punto de vista, quizás en el sentido que indico en el último epígrafe. Pero no ha sido así. Y lo peor es que, como expongo a continuación, la cuestión, rectamente considerada, posee una trascendencia práctica enorme.

b) Trascendencia práctica del erróneo planteamiento

Si los sujetos que hasta ahora se han sometido a arbitraje hubieran sido conscientes de todo lo anterior, creo que, a buen...

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