El procedimiento nacional en materia de control de concentraciones entre empresas

AutorLuis Ortiz Blanco y Rosario León Jiménez

1. CUESTIONES PREVIAS.

Hasta 1990, año en el que vendrían a coincidir la entrada en vigor del Reglamento (CEE) nº 4064/89 del Consejo, de 21 de diciembre de 1989, sobre el control de las operaciones de concentración entre empresas1, así como nuestra vigente Ley 16/1989, de 17 de julio de 1989, de Defensa de la Competencia2, el control de concentraciones era un instituto jurídico desconocido no sólo en España sino en otros muchos países de nuestro entorno. No obstante, tras apenas doce años, su continuo desarrollo y aplicación por la Comisión Europea y nuestras autoridades de competencia, sin olvidar las significativas aportaciones jurisprudenciales al efecto, ha permitido que el control de concentraciones se encuentre plenamente consolidado formando parte de un cuerpo jurídico más amplio conformado por el Derecho de la Competencia.

El objeto del presente artículo es introducir al lector en el procedimiento nacional aplicable en materia de control de concentraciones desde el punto de vista de defensa de la competencia. Para ello, mostraremos el cauce formal de la serie de actos en que se concreta la actuación de nuestras autoridades nacionales de competencia. No obstante, tal finalidad divulgativa, se entiende, no puede llevarse a cabo sin hacer mención previa a sus principios informadores, antecedentes y reciente evolución.

El control de concentraciones, con carácter general, viene a sugerir la facultad de la Administración Pública de que se trate de verificar si una concentración económica en proyecto o ya consumada puede alterar la libre competencia y la potestad de la Administración, para, a la vista de ello, adoptar las medidas necesarias para mantener la libre competencia, medidas cuyo ámbito abarca desde la prohibición de la concentración a su autorización incondicional3. Una facultad cuyo ejercicio no ha dejado de ser objeto de polémica durante más de medio siglo, incluso si, como ahora, se le reconoce como piebásica en la unificación del mercado europeo o como elemento clave de nuestra política económica en atención a su calidad de instrumento favorecedor de los mercados.

Por tanto, nos encontramos ante una cuestión que históricamente no ha sido pacífica. Las complejas relaciones entre concentración empresarial, competencia y bienestar social no han dejado de estar sujetas a una constante revisión.

Simplificando extraordinariamente, dos habrían sido las visiones contrapuestas de los efectos de la concentración empresarial sobre el bienestar. Una primera visión, predominante tanto en los EE.UU como en la Unión Europea, mantendría que mercados concentrados y con barreras de entrada, en donde unas pocas empresas se reparten las ventas, dan pie a comportamientos no competitivos de los que se derivarían niveles elevados de precios y pérdidas de bienestar. Esta visión, que podríamos denominar de “poder de mercado”, se enfrentaría a aquella opuesta según la cual las empresas más eficientes tendrán una cuota de mercado y beneficios más elevados y, en consecuencia, mercados con diferencias de productividad importantes entre empresas tenderán a estar concentrados y a tener beneficios medios altos sin que ello tenga que comportar necesariamente niveles de bienestar reducidos.

No se va a entrar aquí a argumentar o rebatir tales visiones. Sin embargo, para las políticas de defensa de la competencia tanto en los EE.UU., con una mayor tradición, como en la Unión Europea, y por ende en España, existe un principio básico inspirador. A saber, una competencia vigorosa es la mejor garantía de eficiencia económica y de mejora del bienestar social, y de ello se pueden dar ejemplos. No obstante, es difícil encontrar evidencia alguna de que el aumento de la competencia esté motivado por el aumento de la concentración. De hecho, las concentraciones empresariales no dejarían de ser, al menos en parte, una respuesta defensiva ante el aumento de competencia.

Este debate, en muchos casos no sólo económico, sino político, no ha dejado de tener su influencia en la elaboración y contenido de las normas de control de concentración empresarial vigentes en cada momento. Mas, en todo caso, habrá de partir de la base de que el interés del control de concentraciones no se encuentra en impedir las decisiones empresariales que llevan al aumento del tamaño de los operadores o a la modificación de su estructura de control en respuesta a los cambios en los mercados, sino en adoptar las medidas oportunas para que de tales decisiones no se deriven efectos negativos para la competencia efectiva, para la competitividad empresarial y, en definitiva, para el bienestar de los consumidores.

Fundamentalmente, cuatro serían los planteamientos económico-políticos o principios informadores más significativos que han influido en la elaboración y contenido de las normas de control de la concentración económica:

  1. control a priori o a posteriori;

  2. competencia efectiva o posición de dominio como concepto básico de valoración;

  3. adopción o no de criterios de eficacia; y,

  4. adscripción de las competencias de control a un órgano dependiente o independiente de la Administración pública.

    Control a priori o a posteriori.

    Se pueden distinguir dos grandes tendencias respecto a las facultades que se confieren a los órganos de defensa de la competencia ante una concentración empresarial: las normativas que permiten la formación de concentraciones y sólo controlan el posible abuso que pueda derivarse de las mismas; y aquellas que controlan y/o prohíben las concentraciones en sí mismas por el riesgo que entrañan. Sólo en este caso, se ha llegado a decir, cabría hablar propiamente de control de las concentraciones.

    El Tratado de Roma, al contrario del Tratado de París4, no contenía referencia alguna al control de la concentración empresarial. La Comisión, hasta la entrada en vigor del Reglamento sobre Concentraciones, tuvo que aplicar las normas de conducta contenidas en los artículos 85 y 86 del Tratado CE (en la actualidad 81 y 82). No obstante, tanto el Reglamento sobre Concentraciones, como nuestro sistema de control, se encuadran en esta segunda tendencia de control apriorístico.

    Concepto básico de valoración.

    Tradicionalmente, se han venido diferenciando dos criterios sustantivos alternativos para el análisis y consiguiente valoración de las concentraciones entre empresas desde el punto de vista de defensa de la competencia: “reducción sustancial de competencia efectiva” y “creación o fortalecimiento de una posición de dominio” (“competencia efectiva” frente a “posición de dominio”).

    Es innegable que no existe una situación de equilibrio en un mercado perfectamente competitivo. La observación de nuestro entorno revela que la competencia perfecta no existe en la vida real, si entendemos como tal la que se da en un mercado cuando el producto es homogéneo, existe un elevado número de compradores y vendedores, hay transparencia (conocimiento de las condiciones del mercado y de las características de producto de que se trate) y libre movilidad de recursos, incluyendo la libre entrada y salida del mercado de que se trate de oferentes y demandantes.

    Por uno u otro motivo, las mencionadas condiciones básicas que se ajustan a este modelo teórico no se ajustan a la realidad. De ahí que la doctrina haya sostenido que la competencia debe estar referida más hacia los resultados que de ella se derivan que a específicas estructuras de mercado. Lo relevante se centrará en ver si los precios, la cantidad y la calidad de los productos son satisfactorios. En definitiva, lo que importa es que la competencia sea efectiva, la cual se define como aquélla existente en un mercado que, sin reunir las condiciones de la competencia perfecta, se aproxima suficientemente a ellas, impidiendo, de hecho, el control de los precios por parte de los oferentes o demandantes.

    En cuanto a la posición de dominio, clásicamente se concreta como aquélla posición de fuereconómica de la que gouna empresa o varias empresas (“dominancia colectiva”) que le permite obstaculizar (impedir) el mantenimiento de una competencia efectiva en el mercado posibilitándole comportarse en una medida apreciable independientemente de sus competidores y clientes y en definitiva de los consumidores.

    Nuestro sistema o modelo, desde sus inicios, se ha enmarcado en una valoración sobre criterios de decisión basados en la disminución sustancial de la competencia derivada de la operación de concentración5. El sistema comunitario, como el de otros Estados miembros, aplica el denominado “Test de dominancia de mercado”. Es decir, aquél que justifica la prohibición de las concentraciones por la creación o el refuerzo de una posición de dominio6.

    Adopción o no de criterios de eficacia.

    La adopción de criterios de eficacia a la hora de valorar el impacto competitivo de la concentración es una cuestión que también tiene origen en la persistencia de tendencias proteccionistas de las industrias nacionales.

    Ciertamente, en mayor o menor medida, aun en los sistemas más consolidados y depurados de control, no dejan de tenerse en cuenta planteamientos tales como la vinculación del prestigio nacional a la existencia de grandes empresas, la existencia de reticencias a la cesión de soberanía o interpretaciones ambiguas del rápido proceso de globalización.

    Vemos reflejados criterios de eficacia en nuestro procedimiento cuando se admite en su segunda fase la posibilidad de subordinar la aprobación de una operación a la observancia de condiciones que “aporten al progreso económico y social una contribución suficiente para compensar los efectos restrictivos sobre la competencia7, a cuyos efectos, previamente, el Tribunal de Defensa de la Competencia, a la hora de valorar la operación de que se trate, tiene la obligación de apreciar la competencia exterior, así como la “contribución que la concentración pueda aportar a la mejora de los sistemas de producción o comercialización, al fomento del progreso técnico o económico, a la...

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