El nuevo marco general que para la ordenación territorial y urbanística define la ley 8/2007, de suelo

AutorLuciano Parejo Alfonso
CargoCatedrático de Derecho Administrativo Universidad Carlos III de Madrid
Páginas12-40

    Se reproduce, por petición -que agradezco- de la Revista de Derecho Urbanístico y de Medio Ambiente, el trabajo previamente publicado en la Revista electrónica Iustel.


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1. Introducción: la procedencia de una nueva ley general

Los graves casos de corrupción y arbitrismo urbanísticos que han venido y continúan conmocionando a la opinión pública ponen de manifiesto la severidad del deterioro de nuestra política de ordenación territorial y urbanística, de cuyo mal la evolución del mercado inmobiliario venía advirtiendo infructuosamente, al embotar el simplista «mercadismo» reinante toda energía eficazmente reactiva. La enfermedad tiene múltiples causas y su curso es complejo, por lo que la sanación no puede esperarse sin más del entre nosotros tan socorrido recurso a la reforma legal concreta. Tanto más, si, como consecuencia de nuestra cada vez más intrincada distribución territorial de competencias, exige un complejo concurso de legisladores nada facilitador de la tarea del estatal, sujeto como queda a serias limitaciones por razón competencial. Pero aún siendo insuficiente, el remedio legal es presupuesto imprescindible.

El texto legal que ha entrado en vigor el 1 de julio de 20071persigue, cumpliendo la función que corresponde al legislador general, sentar sobre fundamento constitucional sólido las bases mínimas indispensables para el saneamiento y la eficacia de la «política de políticas» que debe asegurar la utilización del suelo conforme al interés general2 y la subordinación a éste3 de toda la riqueza, en sus distintas formas y sea cual sea su titularidad. Y lo Page 13 hace, centrándose en el diagnóstico de los graves problemas existentes y huyendo de la dinámica meramente reactiva de que ha estado preso dicho legislador durante más de década y media, es decir, aspirando a estabilizar el marco legal sin significativa perturbación de la legislación autonómica. Aunque ello no suponga, como es lógico, renuncia a que las soluciones arbitradas traduzcan las opciones legítimas plasmadas en el proyecto elaborado por el Gobierno y aprobado -sin modificación sustancial de su planteamiento- por las Cortes Generales.

Y de verdadero saneamiento se trata, pues la situación actual se resume en un serio trastocamiento del orden constitucional y un lacerante contraste entre la realidad que éste promete y la que ha de padecer diariamente el ciudadano sin horizonte plausible de cambio a mejor. El urbanismo real actual ha dejado de garantizar la definición y realización correctas del interés general desde la idónea ponderación de los intereses públicos y privados que es inexcusable para la utilización racional de los recursos naturales y, en particular, del suelo al servicio de los valores constitucionales.

La causa, no única, pero si más eficiente, de tal situación radica en la mutación que en el urbanismo ha inducido, operando sobre defectos congénitos de su acta de nacimiento de 1956, la consagración por la sedicente liberalización del suelo del «derecho [del propietario] a la transformación» del mismo. Pues la fórmula «liberalizadora» empleada ha generado en la práctica un fenómeno de singular, generalizada y extemporánea accesión invertida: la compleja y proteica riqueza colectiva que representa el hecho urbano (basada en el llamado «aprovechamiento urbanístico» asignado por el plan) sigue, ya desde el momento de su simple previsión objetiva, la suerte de los derechos sobre el suelo, patrimonializándose y, por tanto,«privatizándose» sin otro título que su mera previsión, pero -eso sí- como virtualidad generadora de claros efectos actuales (como acredita el precio del suelo simplemente clasificado, pero aún no transformado, sea mediante la urbanización, sea mediante la edificación). El resultado: la pérdida por la ordenación territorial y urbanística de su función estructurante y equilibradora de valores y bienes constitucionales en favor de un papel sectorial económico, centrado en el ciclo urbanización-edificación y al servicio de la explotación de la aludida riqueza bajo Page 14 criterios mercantil-financieros, para fabricar y comercializar una ciudad entendida como suma y combinación de ofertas inmobiliarias. Y ello conforme a la lógica general del mercado, que, al encontrar únicamente límites externos y éstos cada vez más burocráticos y de menor entidad valorativa, la insensibilizan para las exigentes características específicas del fenómeno urbano, de la ciudad. El ejemplo comparado e, incluso, comunitario-europeo, y las consecuencias empíricas, ya suficientes, de nuestra fórmula liberalizadora, acreditan de forma abrumadora que la tarea de que aquí se trata no puede encomendarse sin más, «desregulando», al mercado. El mercado es ciertamente un instrumento indispensable en la satisfacción de las necesidades sociales, pero, como todo instrumento, por muy idóneo, eficaz e importante que sea, tiene sus limitaciones y no sirve tampoco, al menos no de igual manera, para todo. Y su empleo en modo alguno legitima un desarrollo que prima unos valores y bienes constitucionales -los del orden económico- respecto de otros -los del orden medioambiental- en términos difícilmente justificables desde el orden constitucional como un todo. Sencillamente porque las esenciales dimensiones valorativas del urbanismo, que son de porte constitucional, y las características del suelo, impiden confiar la definición de la convivencia sobre el territorio al mero resultado del libre juego de las fuerzas que operan en el mercado y desde luego prescindir de la regulación precisa para corregir las disfunciones que sufre en su aplicación al suelo y que se manifiestan fundamentalmente en la internalización indebida de plusvalías y la externalización no menos indebida de consecuencias negativas graves, con frecuencia difícilmente reversibles.

2. Los objetivos de la ley

Lo dicho permite comprender mejor los objetivos últimos que animan el texto legal e informan su contenido:

  1. La «resintonización» constitucional

    O lo que es lo mismo: la colocación del ordenamiento determinante para la ordenación territorial y urbanística sobre cimientos bien ajustados al orden constitucional cuya realización debe ase-Page 15gurar; orden hoy complejo, por incorporar -junto a nuestra Constitución- el Derecho originario de la Unión Europea.

    En este punto, es clave la resituación del interés general en su contexto constitucional obligado. El interés general que el constituyente ordena perseguir en la regulación del suelo y la acción urbanística de los entes públicos procuradora de la calidad de vida, no es otro que la utilización racional de los recursos naturales en tanto que, como ya se ha avanzado, presupuesto de un medio ambiente -natural y urbano- adecuado al desarrollo de la persona. De donde se sigue que aún siendo la ordenación territorial y, en particular, el urbanismo, al igual que, por ejemplo, la protección de la naturaleza, materia con perfil propio, está integrada en la del medio ambiente. Sólo desde esta óptica, es decir, dotado de su carga valorativa constitucional, deja el interés general de ser, una cláusula en blanco abierta a derivas urbanísticas múltiples, incluso arbitrarias, en un Estado democrático y social de Derecho caracterizado por el mandato de promoción de las condiciones de integración en libertad e igualdad. En la sociedad actual es clara la vulnerabilidad de la situación del individuo y su recrecida dependencia de condiciones de solidaridad para la igualdad propiciadora del libre desarrollo de la personalidad.

    El valor-guía último de la ordenación del territorio y el urbanismo es, por todo ello, el que otorga fundamento al entero orden constitucional: la libertad; libertad que, requiriendo la optimización del conjunto de derechos y deberes de todos (y no sólo de los llamados fundamentales), al propio tiempo que remite al estatuto del ciudadano impone, por ello mismo, la perspectiva armonizadora del órdenes económico-social y medioambiental. La ordenación territorial y urbanística debe estar, pues, al servicio de la persona en su doble e inescindible dimensión individual y social y de modo directo, no intermediado y postergado por el sistema económico.

    Es éste un objetivo que involucra, como es obvio, la doble dimensión sustantiva y competencial del orden constitucional. Su procedencia deriva de la limitación hasta ahora del debate territorial-urbanístico de porte constitucional a la clarificación de competencias puestas previamente en juego para sostener normas legales ya dictadas. Y lo cierto es que la ausencia de contradicciónPage 16 frontal con la Constitución ha venido permitiendo la supervivencia de un sistema legal preconstitucional con marcada tendencia a la autosuficiencia, cuyas reformas a escala nacional y modulaciones a escala autonómica han podido realizarse -legitimando la relativa independencia de las técnicas urbanísticas empleadas- al margen de la cuestión decisiva de la idoneidad para el desarrollo constitucional.

    Se entiende así el objeto de la Ley, en el que luce el cambio de perspectiva y su pleno ajuste competencial4. El fin tradicional de la ordenación territorial y urbanística -el bienestar de la población- debe descansar en la optimización, en la dimensión espacial, del estatuto constitucional de derechos y deberes de todos a partir del soporte mínimo común integrado por las condiciones básicas garantes de la igualdad en el ejercicio y el cumplimiento de unos y otros garantizado por el legislador general. Y para ello, éste ha de fijar, además y como efectivamente hace, el correspondiente régimen jurídico básico -armonizador de los requerimientos...

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