El marco histórico de las reformas republicanas

AutorJosé Álvarez Junco
Cargo del AutorDirector del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.Catedrático de Historia de los Movimientos Sociales y Políticos.Universidad Complutense de Madrid
Páginas13-26

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Quisiera comenzar con un dato que procede de mis propios recuerdos, y que quizá requiera alguna explicación previa. Estoy pensando en una película francesa de considerable éxito en la Europa de los años sesenta, titulada Morir en Madrid. Era una especie de documental histórico sobre la guerra Civil española, y era una producción francesa en línea muy cercana a la del partido comunista en aquella época, que por supuesto no se pudo ver en España. Era una película en blanco y negro que empezaba, según creo recordar, con las imágenes de unos campos mesetarios, yermos y duros, en los que trabajaba un campesino tras un arado tirado por una mula o unos bueyes. Entre tanto, una voz en off leía un texto impresionante, de mucha fuerza literaria, que decía más o menos: «España, 1936. Seis millones de proletarios rurales sin tierras. Unos pocos terratenientes poseen la mayor parte de la propiedad. Las tasas de analfabetismo alcanzan el 70%. Los caciques y los curas dominan los pueblos...». Aquello era creíble y conmovedor; los jóvenes antifranquistas de los años sesenta que lo veíamos fuera de España nos emocionábamos, como se emocionaban y se habían emocionado en 1936, los extranjeros que se preocupaban por nuestro país, dominados aún por aquella imagen romántica de pueblo oprimido, sufriente, pero a la vez heroico luchador por la libertad.

Cuando hoy, sin embargo, reflexiono sobre la II República y la guerra Civil, lo primero que pienso es que aquella descripción no era adecuada. La España de 1931, en la que se implantó la República, y también la de 1936, que vivió el comienzo de la guerra, era un país en ebullición. Las estadísticas demográficas, educativas y económicas de los primeros tres decenios del siglo xx revelan un crecimiento espectacular: de casi el 70% de la mano de obra dedicada al sector primario en 1900, se pasa al 45% en 1930; un 25% de mano de obra se ha transferido del sector primario al industrial, aunque también en parte a los servicios; un sector servicios que, por cierto, está cambiando a gran velocidad, porque de estar compuesto a comienzos de siglo por criados (y criadas; la presencia femenina es muy fuerte, como lo será treinta años después), en 1930 se compone ya de telefonistas, enfermeras, maestros y maestras...

La población de Madrid, de 500.000 habitantes en 1900, se había doblado, hasta el millón, en 1930. Si se tiene en cuenta que en 1875 era de 250.000 ha13

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bitantes, quiere decir que se había doblado dos veces en poco más de cincuenta años. Lo mismo ocurría con Barcelona y con el conjunto de la población urbana española, la que vivía en municipios superiores a 5.000 habitantes, que se duplicó también dos veces en medio siglo. Una España urbana estaba surgiendo, a gran velocidad, y ese nuevo espacio social de ningún modo estaba ya sometido al cura y al cacique.

Lo que ocurre en la España de 1931, por tanto, es que hay una enorme contradicción entra una nueva sociedad, urbana, laica, relativamente confortable, y el viejo mundo rural, mucho más miserable y con relaciones sociales más jerarquizadas. El crecimiento económico español del primer tercio del siglo es, sobre todo en los años de la I guerra Mundial, espectacular. El siglo xix también había sido un período de crecimiento, lento pero sostenido. España había pasado de diez millones de habitantes en 1800 a dieciocho en 1900. Y, sin embargo, desaparecieron las hambrunas; es decir, que la economía era capaz de sostener con más holgura a una población que era casi el doble. Hubo, pues, crecimiento en el xix, pero ese crecimiento se disparó en las tres primeras décadas del xx. La economía española se capitalizó, gracias sobre todo a las ganancias de la guerra Mundial, y la industria se electrificó. La electricidad llegó, sobre todo, a las ciudades, aunque mucho menos a los núcleos rurales. Lo cual es una muestra de las diferencias, y las potenciales tensiones, entre esos dos mundos. Porque la sociedad rural, y las clases medias provincianas de mentalidad más tradicional, vivían aún sometidas a los viejos esquemas de poder y a visiones del mundo que de ningún modo eran válidos en el Madrid de la Residencia de Estudiantes, donde un garcía Lorca, un Buñuel o un Dalí formaban parte de la vanguardia artística y se burlaban de aquellos prejuicios y creencias.

El problema no era, por tanto, una situación de atraso, miseria y opresión, sino una mezcla explosiva de dos Españas, básicamente (aunque la divisoria sea, sin duda, más complicada que esto) la urbana y la rural.

En esta España nueva, en esta recién surgida cultura urbana, también se estaban produciendo cambios. Ya no era el mundo mental liberal-progresista del siglo xix una mezcla de progresismo ilustrado y de democracia revolucionaria. Esta cultura liberal, una de las más antiguas de Europa, pues procedía de los tiempos de la constitución gaditana, tenía una fuerte herencia jacobina, de raíz francesa, y sólo había llegado al poder en momentos muy breves del siglo xix, 1820-1823, 36-43, 54-56, 68-74, períodos en general no superiores al quinquenio. En el resto del siglo, la mayor parte del mismo, el poder estuvo en manos conservadoras. Esos breves momentos en que los liberales o los progresistas llegaban al poder estaban cargados de exaltación, de simbolismo, de intensidad emocional, pero también de violencia sectaria. En el primer tercio del xx, todo aquello estaba siendo sustituido por una nueva España más moderna, «alegre y faldicorta», como decía José Antonio Primo de Rivera, en una expresión que me parece acertada. Alegre porque abandonaba el tono serio, iracundo, pompo14

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so, de los liberales del xix. Faldicorta porque justamente en la década de 1920 las mujeres habían abandonado por fin aquellos faldumentos que llegaban hasta los pies y los habían recortado hasta poco más abajo de la rodilla.

La situación de la mujer es un excelente ejemplo de cómo estaban cambiando las cosas, y no sólo por la longitud de las faldas. Fue precisamente en los años veinte cuando las mujeres se incorporaron al mercado laboral, y no ya como sirvientas ni amas de cría, sino como telefonistas o secretarias, enfermeras o maestras de primera enseñanza. Empezaron a desempeñar unos puestos que exigían ciertas habilidades intelectuales y les conferían ciertas responsabilidades. Nada que ver con la situación del siglo anterior.

Esa nueva España no sólo se contraponía con la España rural sino con toda una tradición política heredada, en la que destacaría en primer lugar una Iglesia católica muy influyente y beligerantemente conservadora. La Iglesia española había sido mayoritariamente contrarrevolucionaria, pro carlista, durante la mayor parte del siglo xix, apoyando a los ejércitos del pretendiente, para cuyas partidas guardaba armas y a las que daba refugio en los conventos, aparte de elaborar el discurso ideológico favorable al absolutismo y la restauración del Antiguo Régimen. En las décadas centrales del siglo, la jerarquía española se alineó con Pío Ix, el papa que se permitió condenar como «errores» el liberalismo, la democracia, el socialismo, el nacionalismo...; el último de esos «errores» condenado por el pontífice, síntesis de todos los demás, era «creer que el Papa pueda reconciliarse con el mundo moderno». El Vaticano, y con él la Iglesia española, se negaban a aceptar los cambios que estaban sucediendo en el mundo. El sucesor de Pío Ix, León xIII, se vio obligado a flexibilizar aquellas posiciones y aconsejó a los católicos aceptar la democracia liberal, formar un partido cristiano conservador y participar en la política parlamentaria. Es lo que hicieron las iglesias belga o italiana, pero no la española, que se mantuvo en las posiciones anti-liberales hasta los tiempos de la II República. De ahí que, en abril de 1931, en medio de los festejos populares, masivos y pacíficos, con que el país había acogido la llegada de la República, el cardenal primado de España declarara que la República era contraria a las tradiciones nacionales y un peligro para la religión. Lo que tensó el ambiente y dio lugar a los primeros incidentes, especialmente quemas de iglesias.

A la Iglesia habría que añadir la monarquía, una monarquía que no había sabido desempeñar un papel arbitral a lo largo de todo el siglo xix. Fernando VII fue un rey que condenó y persiguió a los liberales. Isabel II desaprovechó al menos tres oportunidades espléndidas -1834, 1843 y 1854- para convertirse en la reina de todos los partidos; se acabó alineando con una de las posiciones, la de los llamados «moderados», y obligó a los progresistas, si querían llegar al poder, a recurrir al pronunciamiento. Alfonso xII tuvo un reinado muy corto y muy dominado por la figura de Cánovas. Y Alfonso xIII volvió a ser incapaz de desempeñar un papel arbitral, fue un monarca intervencionista y se alineó en posiciones muy agresivas, por ejemplo en relación con el avance en Marruecos,

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dando órdenes él como rey, por telegrama, al general Silvestre de que avanzara en Marruecos, con lo cual llevó a uno de los famosos desastres en donde murieron varios miles de soldados españoles; posteriormente, apoyó a Primo de Rivera en el golpe de 1923, con lo que el propio rey sancionó una violación de la Constitución. La monarquía, pues, no desempeñó...

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