Las mancomunidades provinciales en el marco de la reforma de la Administración local de principios del siglo XX. El «eslabón perdido» en el proceso de descentralización del Estado

AutorJudith Gifreu Font
Páginas34-53

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1 El inviable ensamble de la mancomunidad provincial en la organización administrativa local vigente

A diferencia de sus sosias municipales, las mancomunidades provinciales constituyen una figura prácticamente desconocida dentro del complejo conglomerado de organizaciones y niveles territoriales que conforma actualmente la Administración local española.1Estas entidades locales de base asociativa vivieron su momento de gloria en el primer cuarto del siglo pasado, aunque, como se verá, el camino hacia su sanción legal fue una verdadera carrera de obstáculos por las eventualidades que tuvieron que sortear, amén de la abierta oposición de las Cortes a permitir alguna cosa más que una mera asociación administrativa interprovincial. En esas reticencias latía a partes iguales la sospecha y el temor de que el reconocimiento jurídico de tales estructuras administrativas pudiera dar alas a las crecientes demandas en favor de una gestión autónoma de los intereses de las diversidades regionales. Sustentados por el empuje de su potente burguesía, los partidos políticos catalanes despuntaron sobre los demás en sus ansias por cambiar el mosaico institucional existente, ya que veían en esta figura de nuevo cuño no tanto un instrumento con el que superar las limitaciones administrativas propias de la estructura organizativa provincial, como una oportunidad para colmar sus aspiraciones de autogobierno regional. Frente a la desintegración territorial que las circunscripciones provinciales habían ocasionado, la mancomunidad interprovincial personificaba, en su calidad de estructura de gobierno unitaria, la recuperación de la identidad propia del pueblo catalán y la primera expresión moderna de su autogobierno,2después de casi dos siglos de vacío institucional.3De esta suerte, la mancomunidad de provincias constituye un claro exponente de la indispensable adaptabilidad del derecho a sus circunstancias temporales, del necesario acoplamiento del ordenamiento jurídico con la época que le ha tocado lidiar. Formalmente, en el substratum de esta institución se encuentra la insuficiente capacidad administrativa de gestión de las diputaciones para afrontar retos y asumir responsabilidades que no encuentran acomodo en las reducidas lindes provinciales —aunque en su génesis también asoma, más soterradamente, el acerado debate político sobre la descentralización político-administrativa del Estado, que se convertirá en la piedra de toque de la cuestión mancomunal—.4De ahí la necesidad de generar un nuevo espacio administrativo de cooperación dentro del armazón institucional tradicional, con clara vocación para

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canalizar la acción pública de alcance supraprovincial. Por lo mismo, cuando el proceso de descentralización política que se instaura al amparo de la Constitución de 1978 colma dicha carencia, las mancomunidades provinciales se convierten en un armatoste inútil y prescindible. Van a ser las mesoadministraciones de nuevo cuño, las comunidades autónomas surgidas de la asociación provincial (provincias limítrofes con características comunes, provincias con entidad regional histórica y territorios insulares, ex articulo 143 CE), las que darán cumplida respuesta a las necesidades de gestión —y a las demandas de autogobierno, desatendidas en su momento— que promovieron en tiempos la creación de mancomunidades provinciales.

Aunque su ascendiente decrece a marchas forzadas a partir de 1925, las mancomunidades provinciales no desaparecen del ordenamiento jurídico español hasta la regulación constitucional del régimen local.5El último vestigio jurídico lo constituye el Texto Articulado Parcial de la Ley 41/1975 de Bases del Estatuto de Régimen Local de 1977 (arts. 18-22, que desarrollan la Base 20 de la Ley de 1975), al admitir la asociación de provincias bajo la forma de mancomunidades provinciales «para el adecuado planeamiento, coordinación y gestión de obras, servicios y actividades de interés común, propias de su competencia o encomendadas por otras administraciones públicas, a fin de promover y colaborar en la acción de desarrollo regional e interprovincial». Dichos preceptos fueron impugnados ante el Tribunal Constitucional por infringir supuestamente el principio de autonomía local (arts. 137, 140 y 141.2 CE), así como otros preceptos constitucionales (arts. 143, 145 y 148 CE). La STC 4/1981, de 2 de febrero, mantiene la constitucionalidad de todos esos artículos al considerar que: a) los controles estatales que se establecen para la constitución de la mancomunidad no afectan a la autonomía local, quedando justificados en la medida que aquella puede incidir en intereses generales distintos de los propios de las provincias que la integran; y b) las mancomunidades tienen carácter sectorial y pueden «existir obras, servicios o actividades de interés común para varias provincias en materia propia de su competencia, con un ámbito territorial inferior y no coincidente con el de una Comunidad Autónoma, o incluso que ésta decida encomendar a una Mancomunidad». En la nueva coyuntura política, la Ley 7/1985 de Bases de Régimen Local (LBRL) prescinde de esta figura jurídica6y solo hace expresa mención de la misma cuando alude al régimen especial canario (art. 4.2 LBRL).7Debe apuntarse que, salvo el elemento nominal, las coincidencias entre las mancomunidades interprovinciales insulares y sus añejas homónimas de régimen general son poco más que inexistentes.8Huelga decir, que, en la

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actualidad, el derecho de asociación exclusivamente interprovincial no tiene cabida en nuestro ordenamiento jurídico, por lo que esas agrupaciones carecen de cualquier respaldo legal.

2 La génesis de la fórmula asociativa voluntaria de base provincial
2. 1 Una travesía tortuosa para conseguir el ansiado reconocimiento legal

La clase política española de mediados del siglo xix era consciente de la necesidad perentoria de abordar una reforma en profundidad del régimen local, con vistas a modernizar sus estructuras organizativas y adecuarlas a las peculiaridades y a las necesidades reales del territorio. Uno de los problemas más acuciantes era la elevada fragmentación del mosaico municipal, con multitud de micromunicipios incapaces de gestionar adecuadamente los servicios que tenían encomendados. Posponiendo medidas radicales que en el plano teórico podían resultar adecuadas pero que no estaban exentas de polémica, como la fusión o la eliminación de pequeños municipios, se priorizó una alternativa menos ambiciosa consistente en promocionar las agrupaciones intermunicipales como una manera de lograr una gestión más eficaz de las competencias e intereses comunes. Introducida la fórmula de las asociaciones de carácter municipal en el debate político,9

la idea no tardó en exportarse a la provincia, aunque la aceptación y posterior implantación de unas y otras entidades toma cauces bien distintos. Mientras que la cuestión de la mancomunación municipal es abordada en las Cortes sin mayores incidentes, el proceso legislativo que se sigue con la mancomunidad provincial toma unos derroteros que no se desvincularán —ni durante las discusiones parlamentarias previas a su partida de nacimiento legal ni mucho menos tras su constitución en Cataluña— de la controversia política sobre la oportunidad de descentralizar las estructuras del Estado. Tampoco se trataba de una propuesta inédita: durante el último tercio del siglo xix, el movimiento regionalista promueve iniciativas orientadas a una descentralización político-administrativa de base regional que, al no lograr cuajar, acaban reculando hasta posiciones más pragmáticas, como la unión de provincias para el cumplimiento de los específicos fines que tienen encomendados.10La mancomunación interprovincial será la alternativa —más o menos consensuada, de fácil encaje en el statu quo institucional y, desde luego, modesta— a la reforma constitucional que una y otra vez enfrentaba a los regeneracionistas partidarios de las tesis federalistas y regionalistas y a los que, oponiéndose a las mismas, alertaban del peligro de desintegración del Estado.

La asociación interprovincial para la consecución de finalidades compartidas acabaría haciéndose realidad jurídica, aunque no de la forma esperada. Durante años, el Gobierno —sometido a cambios constantes de

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signo político a causa del clima de inestabilidad social y política del país— se afana en promover proyectos de reforma del régimen local que vuelven repetidamente sobre la cuestión,11pero finalmente la norma que autoriza la creación de mancomunidades provinciales cristaliza fuera del útero parlamentario. En mayo de 1903, el entonces ministro de Gobernación y futuro presidente del Consejo de Ministros, Antonio Maura, somete a las Cortes un proyecto de bases para la reforma de la Administración local al cual se pretende adicionar, por mor de una enmienda de los diputados catalanes de la Lliga Regionalista, la facultad de asociación de las diputaciones, iniciativa que es duramente atacada por los liberales. La caída del Gobierno da al traste con el proyecto pero, a inicios de 1907, con el partido conservador de nuevo en el poder, Maura promueve un nuevo proyecto unitario de reforma del régimen de la Administración local, en cuyo preámbulo se anuncia que «deja expeditas todas las verdaderas y vivas afinidades de los pueblos para que con amplia libertad se manifiesten y se organicen».12A modo de antídoto resolutorio del problema regional, Maura incorpora explícitamente la mancomunación interprovincial (art. 274), que es la «oferta máxima a la que podía llegar»13y que Posada describe como embrión de las futuras regiones,14añadiendo la Comisión del Congreso una disposición adicional 3.ª que permite a las mancomunidades beneficiarse de la delegación de servicios estatales.15En sede parlamentaria, el asunto de las asociaciones provinciales se ampliaría hasta convertirse en un nuevo título del proyecto, en el que destaca también la amplitud de las funciones asignadas a las diputaciones provinciales, en comparación con la entonces vigente Ley Provincial de 1882.16Aprobado el proyecto en el Congreso en 1909, la dimisión del Gobierno de Maura por la represión que siguió a los hechos de la Semana Trágica y el desastre de Marruecos frustra su aprobación por el Senado, que, en cambio, aprueba la parte relativa al régimen municipal. El nuevo presidente del Gobierno, el liberal José Canalejas, persiste en la cuestión e impulsa un proyecto de ley especial cuyo único objeto son las mancomunidades provinciales y que ingresa en el Congreso en mayo de 1912. Aprobado en octubre en la Cámara Baja después de enconadas discusiones,17el asesinato del presidente el 12 de noviembre de ese año impide que el proyecto

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pueda prosperar en el Senado. El testigo es recogido por un Gobierno debilitado presidido por el conde de Romanones, quien se topa con la fuerte oposición senatorial al proyecto, del cual tan solo se llega a aprobar el primero de sus diez artículos (justamente el que reconoce el derecho de asociación provincial), con un resultado muy ajustado. Dimitido Romanones en octubre de 1913, tras perder una moción de confianza en el Senado, es el Gobierno conservador de Eduardo Dato el que, accediendo a la petición de los parlamentarios catalanes y ante la premura por dar estabilidad al Gobierno y la previsible animosidad parlamentaria frente a una nueva intentona legislativa, opta por una vía jurídica menor para autorizar la constitución de mancomunidades provinciales.

2. 2 El ascendiente catalán en la afirmación regionalista de las mancomunidades

La influencia del catalanismo político en el avance del ideal regionalista y en la fructificación de la idea mancomunal es evidente; y por ese motivo, el denominado problema catalán se hace omnipresente en la dialéctica surgida en torno a este asunto. La cuestión catalana monopoliza —y ciertamente, emponzoña— el debate sobre el regionalismo que se desarrolla sincrónicamente en la arena política y entre la opinión pública. Un debate que, planteado en clave catalana, y en medio de acusaciones de trato de favor y de desvaríos secesionistas,18rubrica en buena parte la suerte de las tesis regionalistas y federativas. Muestra de ese clima tensionado son las recriminaciones que los diputados y senadores catalanes en Madrid dirigen a la prensa que en su opinión tergiversa el sentido de la causa regional: «[…) en cada una de estas ocasiones, no han vacilado en vomitar contra Cataluña toda suerte de injurias, de supuestos calumniosos, de causaciones de separatismo. Han logrado así, es verdad, apartar de Cataluña al resto de España, prevenir a los demás españoles en sentido desfavorable a las aspiraciones del regionalismo».19Para explicar el impulso del movimiento regionalista catalán resultan clave la labor preparatoria de la coalición Solidaritat Catalana (1906-1909) y, muy especialmente, la acción culminativa de la Lliga Regionalista, un partido conservador representativo de la alta burguesía y que cuenta entre sus filas con nacionalistas fervorosos, como Enric Prat de la Riba, presidente de la Diputación de Barcelona y asimismo de la Mancomunitat desde su constitución hasta 1917. La Lliga logra aglutinar, bajo la órbita catalanista, la práctica totalidad de los partidos catalanes al margen de su taxonomía política, pero la muerte de Prat de la Riba y el posterior escoramiento hacia posiciones más derechistas provocan una fractura en el consenso logrado por la que se irán escurriendo las fuerzas catalanistas de izquierdas (Partit Republicà Català, Acció Catalana, Estat Català…) llamadas a jugar un papel determinante en la conformación de la II República.

Otro aspecto del catalanismo político de esta época que debe reseñarse es su fuerte identidad local. El período de la Restauración dejaba en herencia la preocupación por mantener cimentada la unidad política del Estado, de ahí que el régimen local se concibiera «como función subordinada al Estado, obra suya y para sus intereses políticos. El régimen local legal español podría caracterizarse (…) como un esfuerzo para impedir las manifestaciones y movimientos del self-government, regional sobre todo, y constituir una estructura políticoadministrativa uniforme, subordinada y adaptada a las exigencias de una acción centralizada –soberana– del Estado».20Pues bien, paradójicamente, ese escalón inferior dependiente del Poder Ejecutivo es el que abandera en Cataluña la causa regional. Naturalmente, los parlamentarios catalanes despliegan una ardua labor en sendas cámaras y entre bambalinas para conseguir que los postulados descentralizadores penetren en la organización administrativa territorial del país, pero debe señalarse, y ello es vital para entender la fuerza de estas reivindicaciones, que es la Administración local la que desde abajo impulsa y da cuerpo a las

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múltiples tentativas de lograr una estructura de representación regional. Tal implicación de las instituciones locales garantiza que el proyecto de país pueda vertebrarse desde la base, desde los ayuntamientos, y esta será la orientación que va a tomar la acción de la Mancomunitat, impulsando proyectos con el objetivo de fomentar una distribución equilibrada del crecimiento y del nivel de calidad de vida en el territorio.21

Para impedir que el fuego de la discusión se aplaque —que bien podría ser su divisa en esta materia—, las diputaciones, secundadas por los ayuntamientos, mantienen en primera línea política sus reivindicaciones a fuer de tenacidad y mediante los más diversos formatos (proclamas, encuestas, manifestaciones, etc.),22 sabedoras por experiencia de que cualquier reclamación de autogobierno va a resultar estéril y de que, en aquella coyuntura y pensando pragmáticamente, la modesta fórmula asociativa, aun siendo insuficiente, es la única factible para encarar gradualmente el proceso de reconstrucción nacional.23Esa presión reivindicativa de perfil bottom-up no concurre en el resto de regiones españolas y constituye una de las razones que impiden la consolidación de las iniciativas de asociación provincial que se plantearon en muchos de esos territorios (Castilla, Aragón, Valencia, Andalucía, etc.).24

2. 3 La quimera de la descentralización administrativa: el Real Decreto de 18 de diciembre de 1913 de Mancomunidades y la aparente institucionalización del hecho regional

El 18 de diciembre de 1913, el Gobierno Dato autoriza la constitución de mancomunidades provinciales con fundamento en la libre voluntad de las provincias de asociarse temporal o indefinidamente.25Fue este un plácet gubernamental otorgado más por necesidad que por convencimiento, que obedecía al curso de los acontecimientos, en los que la colaboración de la minoría catalana en Madrid era imprescindible para dar estabilidad al Gobierno. Se trata de un texto legal muy sucinto, de apenas dos artículos, en el que se determina el radio de alcance de este organismo supraprovincial (esto es, su funcionalidad puramente administrativa) y se pergeña el marco regulatorio, ciertamente exiguo, que ha de regir su existencia (art.

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1). El Gobierno debía dar cuenta del decreto a las Cortes en la primera sesión que se celebrara una vez constituidas las nuevas cámaras (art. 2), equiparándose desde el punto de vista jurídico-formal al decreto-ley de nuestro ordenamiento jurídico actual.26Cabe advertir que a priori no se establece ninguna exigencia de índole territorial para esta nueva técnica organizativa, ni siquiera que las provincias sean limítrofes, aunque este requisito puede deducirse lógicamente de los fines de la nueva institución. El rango normativo del texto, un real decreto, muestra a las claras el poco interés de la clase política del momento, no ya en avanzar en el reconocimiento del hecho regional, sino ni tan siquiera en incorporar al tráfico jurídico una entidad de estas características.27La propia disposición legal viene a admitir indirectamente que la fórmula mancomunal es un remedo provisional sin pretensiones de solventar la cuestión de la descentralización, debiendo ser el legislador el que ofrezca una satisfacción definitiva a la misma.

La configuración jurídica de la mancomunación provincial se señala con claridad paladina al permitirse la unión interprovincial «para fines exclusivamente administrativos», desterrando por esta vía cualquier pretensión de reconocimiento de una personalidad jurídico-política regional. El Real Decreto (RD) fija unos diques de contención muy definidos para evitar falsas expectativas sobre la funcionalidad de la institución, constreñida a la acción administrativa. La prevención por puntualizar el alcance de la técnica mancomunal es palpable, expresándose la Exposición de Motivos en los siguientes términos: «[...] no debe inspirar recelo alguno el reconocimiento que ahora se hace a su derecho a mancomunarse, sobre todo, cuando a esta declaración acompañan resortes y garantías que ponen en todo caso en manos del Gobierno la vida y el funcionamiento de la nueva entidad».28Ostentan la iniciativa para promover su constitución el Gobierno, las diputaciones provinciales y el municipio o los municipios que representen un mínimo del 10 % de los habitantes de la provincia. Con este fin se contemplan una serie de trámites administrativos esenciales para la constitución formal y el surgimiento de la personalidad jurídica de la mancomunidad provincial, que dan inicio con la redacción en comisión de un proyecto de bases y su aprobación por parte de las diputaciones aspirantes a asociarse,29reunidas bajo la presidencia del gobernador civil de la provincia donde tiene lugar la sesión. Se exige un quórum de asistencia mínima de 2/3 partes del número total de diputados, pero no se precisa el quórum necesario para tal aprobación, aunque es evidente que una decisión de este calibre debe ser acordada por mayoría absoluta. Una vez las diputaciones han refrendado individualmente y por mayoría absoluta el acuerdo de aprobación de bases adoptado en la reunión general, dicho proyecto debe someterse a la aprobación del Gobierno «que habrá de examinarlo minuciosamente y detenidamente hasta estar seguro de que no hay en él nada que directa ni indirectamente contradiga la legalidad constitucional y administrativa del Reino». Esta supervisión gubernamental equivale a introducir una presunción iuris et de iure de su legitimidad, y ratifica formalmente el surgimiento de su personalidad jurídica.30Obtenida la aprobación gubernamental, el nuevo ente puede constituirse con plena y absoluta capacidad y personalidad jurídicas para dar cumplimiento a los fines, funciones y servicios consignados en sus estatutos «de entre los que por ley corresponden exclusivamente a las Diputaciones provinciales».

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Las competencias de las mancomunidades se articulaban sobre la base de las otorgadas a la provincia para la administración de sus intereses peculiares. Dado que no se fijaban límites respecto del volumen competencial transferible a la nueva institución, parecía admisible que pudiera constituirse tanto con carácter sectorial, para desempeñar una función muy específica —por ejemplo, la coordinación de uno o varios servicios provinciales—, como con carácter universal, integrando en su haber la totalidad de las competencias de las diputaciones. Ahora bien, como se verá, esta última posibilidad generó un contencioso entre la Mancomunitat de Catalunya y la Administración del Estado, la cual argumentaba que, debiendo existir una diputación al frente de cada provincia (arts. 82 y 84 de la Constitución monárquica de 1876), una atribución genérica de facultades provinciales a las mancomunidades que vaciara de contenido los órganos de gobierno provincial, reemplazándolos en el papel que el ordenamiento jurídico les asignaba, era inasumible.31

El techo competencial de la nueva institución se correspondía con las facultades y los servicios que la ley asignaba en exclusiva a las diputaciones; por este motivo, ni aun agotando el conjunto de competencias susceptibles de ser transferidas, podía la mancomunidad aspirar a ser algo más que la suma de las diputaciones que la conformaban. No obstante, el RD añadía una previsión que podía dar mucho juego, y es que, una vez constituida, la mancomunidad podía solicitar de la Administración central la delegación de determinados servicios y facultades de su competencia.32Da cuenta de la importancia de la decisión el hecho de que el acuerdo de asignación competencial, que correspondía al Ejecutivo, exigía el concurso de las Cortes aprobando una ley especial que concediera la delegación. Si, por una parte, la mancomunidad encarnaba una centralización competencial y de toma de decisiones para el conjunto del territorio asociado33que la facultaba para una gestión globalizada y transversal, y por tanto más eficaz y eficiente, de sus atribuciones, en la descongestión de las competencias estatales, incomprensiblemente desplazada a la parte final del decreto, se hallaba el auténtico desideratum de los regionalistas, la descentralización administrativa a las regiones. De haberse explorado este universo —políticamente no interesó—,34las mancomunidades hubieran constituido el primer ejemplo indiscutible de descentralización administrativa después de un siglo manteniendo un patrón centralizador, si descontamos la tentativa —pues solo eso fue, un conato— de trastocar la organización del Estado por parte del federalismo republicano. Además, incluso en el caso de que esta previsión se hubiera ejecutado, tampoco queda suficientemente definido el alcance del trasvase competencial de las provincias y del Estado; y esta es una cuestión primordial, pues no es lo mismo traspasar la titularidad de la competencia que su ejercicio. El Dictamen del Consejo de Estado de 1920, que analizaremos en otro apartado de este trabajo, puede ofrecernos una pista ya que considera que las diputaciones, una vez realizado el traspaso de servicios y funciones, «no pueden crear servicios nuevos […] y no pueden tampoco restablecer los antiguos, porque también a la Mancomunidad pertenecen», afirmación que permitiría descartar la delegación, revocable ad nutum en cualquier momento, aunque debe reconocerse que el texto en su conjunto es bastante ambiguo. Respecto de la traslación de servicios y facultades estatales, y partiendo de la premisa de que el uso anacrónico de los términos nos hace caminar sobre arenas movedizas, se trataría de una delegación de competencias de carácter intersubjetivo, puesto que las mancomunidades no formaban parte de la propia estructura de la Administración central, aunque la exigencia de una ley especial de las Cortes podría dar pie a

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los más intrépidos a pensar en una transferencia de competencias (al modo de las actuales leyes orgánicas de transferencia de competencias del Estado a las comunidades autónomas, ex articulo 150.2 CE), indisponible por el Gobierno. Si, por el contrario, el nombre hace a la cosa, y se tratase de una delegación o incluso de una encomienda de gestión, aun constituyendo un avance fundamental, difícilmente podría sostenerse que la simple gestión descentralizada de servicios, obrando las mancomunidades sin autonomía y con sujeción a controles que las situaban en posición de subordinación y dependencia de la Administración delegante, constituye una verdadera descentralización administrativa, aunque la tendencia descentralizadora de esa reordenación de atribuciones estatales es innegable. En todo caso, García de Enterría ha hecho notar que «no hay descentralización administrativa sin un respaldo en una descentralización política efectiva […] la más elemental física de los poderes explica que un poder de gestión sin un poder de decisión previo no puede alcanzar autonomía verdadera».35Al mismo tiempo, no obstante, debe señalarse que a las mancomunidades se les reconoció una libertad de actuación que no tenían las diputaciones (emisión de empréstitos sin requerir previo consentimiento del Gobierno, ejecución de actos administrativos y celebración de sesiones sin sujeción a la facultad suspensiva del gobernador civil, etc.), lo que puede ser indiciario de una cierta tendencia descentralizadora, al comportar un mayor grado de independencia que la que tenían las entidades mancomunadas.36

El RD no contempla ninguna medida orientada a promover la fórmula asociativa. En cambio, y aunque remite su regulación concreta al acuerdo constitutivo de las mancomunidades, dedica una especial atención a los efectos derivados de su disolución y la separación de alguno de sus miembros. Y a pesar de que, como acabamos de reseñar, las mancomunidades gozaban de mayor autonomía para autogobernarse que las diputaciones, el RD otorgaba importantes atribuciones al Gobierno para fiscalizar la actividad de la mancomunidad, pudiendo decretar su disolución cuando los acuerdos de la mancomunidad vulneraran el ordenamiento jurídico (control de legalidad) o pusieran en peligro el orden público o los intereses nacionales, lo que constituía un verdadero control de oportunidad o conveniencia política. En todo caso, este acuerdo de disolución debía ser motivado, y había que dar cuenta del mismo a las Cortes Generales.

3 Un robinsón en una isla desierta: la Mancomunitat de Catalunya como único exponente histórico de la mancomunación interprovincial
3. 1 Breve nota introductoria: la importancia simbólica de la singularidad catalana

Las diputaciones catalanas reaccionan con presteza ante la disposición legal que sanciona la constitución de asociaciones interprovinciales.37El 26 de marzo de 1914 se aprueba mediante real decreto el Estatuto de la Mancomunitat catalana y, poco después, el 6 de abril de 1914, se constituye la Mancomunidad bajo la presidencia de Enric Prat de la Riba. Se había conseguido por fin, en opinión de González Casanova, un semi-Estado regional, una formula administrativa que, en el contexto político del momento, constituía el inicio de una forma transitoria de poder.38Se trata de la primera y única ocasión en que nuestro ordenamiento jurídico-administrativo va a ser testigo de la formación de una entidad de esa naturaleza, con el añadido de

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que, al constituirse solo en Cataluña, deviene un elemento diferencial que algunos instrumentalizan con el fin de acentuar la sensación de trato privilegiado que recibe esta región en relación con el resto de España. Su constitución generó, además de notables muestras de rechazo,39una pluralidad de iniciativas en idéntico sentido, procedentes de los diversos puntos cardinales del Estado, que no llegarían a concretarse. También debe llamarse la atención sobre la fuerte carga simbólica que arrastraba una institución común que sintetizaba la unidad del territorio catalán,40así como su fecha de creación, 1914, coincidiendo con el segundo centenario de la derrota de Barcelona ante las tropas borbónicas, un episodio que inició el proceso de desmantelamiento de las instituciones catalanas.

3. 2 El régimen jurídico específico de la Mancomunitat de Catalunya

El Estatuto sustantivaba el espectro competencial, la estructura orgánica y los recursos económicos de la nueva institución, y cualquier alteración jurídica que se introdujera debía contar con el beneplácito gubernamental (art. 2 del RD de 1914). Algunas competencias venían definidas específicamente en el texto legal para poder ser gestionadas con carácter inmediato tan pronto se constituyera la Mancomunitat (competencias directas o propias), a la vez que se contemplaba la posibilidad de nuevas ampliaciones competenciales a posteriori (competencias transferidas). De esta manera, se le atribuían ab initio a la Mancomunitat todos los servicios y funciones que la legislación provincial asignaba a las diputaciones y que estas no hubieran establecido o adoptado hasta el momento de la constitución del organismo asociativo, así como unos servicios expresamente tasados, que le eran traspasados por su evidente carácter interprovincial, como la construcción y conservación de carreteras y caminos vecinales, la hospitalización de dementes pobres y la concesión, construcción y explotación de ciertos ferrocarriles (apartados 1-5 del artículo 2).41Este marco general de asignación competencial automática podía ampliarse, una vez constituida la Mancomunitat, con los servicios que las diputaciones acordasen traspasarle, siempre que tal traspaso fuera aceptado por la Asamblea (art.
2.6),42previsión legal que constituía una puerta abierta para vaciar de contenido a las diputaciones.

La Mancomunitat se gobernaba mediante un presidente que representaba a la institución, una Asamblea deliberante y un Consejo permanente, de conformidad con la organización básica consignada en el RD de 1913.43El principio de representatividad territorial imperaba en su dimensión organizativa dotándola de un componente representativo y ejecutivo propio y distinto del de las diputaciones que la conformaban. En la cúspide del organigrama se situaba la Asamblea, que designaba al presidente, quien asumía la dirección y representación de la nueva institución durante cuatro años. Esta junta general estaba integrada por todos los diputados provinciales, adjudicándose el mismo número de representantes a cada provincia, sin atender a criterios discriminatorios por razón del territorio, la población, etc. Le correspondía, entre otras competencias, la aprobación de los presupuestos, empréstitos y planes generales de obras públicas, así como la creación

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y supresión de establecimientos de beneficencia y enseñanza. El entramado orgánico se completaba con un Consejo responsable de ejecutar los acuerdos de la Asamblea, formado por el presidente de la misma y ocho vocales elegidos por esta por un período de cuatro años. Los vocales se designaban de acuerdo con un doble criterio que favorecía tanto la integración en el consejo de diputados de las cuatro provincias como la representación de las minorías. Así, la votación atendía, en primer lugar, al criterio provincial (el diputado de cada una de las cuatro provincias que obtuviera más votos) y después al regional (los cuatro diputados con mayor número de votos, indistintamente de la provincia de origen).

La previsiones del RD de 1913 relativas a los recursos con que podía contar la mancomunidad son muy parcas (rentas de bienes propios y productos de explotaciones y arbitrios exigidos por la propia mancomunidad por razón de obras o servicios de su competencia, así como donativos y cuotas voluntarias de ayuntamientos y diputaciones y arbitrios y recursos cedidos por estos organismos, una vez cubiertas sus responsabilidades legales). Con apoyo en este marco legal, la Mancomunitat nutría buena parte de su presupuesto con la acción recaudatoria de las propias diputaciones. Así, entre otros recursos, contaba con las transferencias finalistas para el mantenimiento de los servicios traspasados, las donaciones de las diputaciones y el excedente del contingente provincial que las diputaciones destinaban a cubrir sus obligaciones —cuyo cobro podía requerir directamente a los municipios, valiéndose de los mismos recursos legales que las diputaciones (apremio… )—,44así como con recargos, impuestos y arbitrios autorizados por el Estado y con empréstitos (art. 3). La debilidad presupuestaria de la Mancomunitat es un dato incontestable que se fue conteniendo a duras penas a través de la emisión de empréstitos garantizados con bienes propios y operaciones de crédito autorizadas por el Estado.45Ya en mayo de 1914, la Mancomunitat intentó obtener del Gobierno la delegación de funciones estatales con sus correspondientes recursos y arbitrios como medida para mejorar su situación financiera, sin ningún éxito.

La asociación de las diputaciones catalanas tenía carácter indefinido (art. 1). Los requisitos legales para los supuestos de disolución de la Mancomunitat o de separación de alguno de sus integrantes eran mucho más exigentes que los requeridos para su constitución. Así, el acuerdo debía someterse a aprobación en dos sesiones extraordinarias convocadas con este único objeto, con un intervalo de un año entre una y otra, debiendo celebrarse la segunda después de una renovación bienal de las diputaciones. Seguidamente, dicho acuerdo debía ser aprobado por el Consejo de Ministros mientras el Estado no hubiera delegado servicios; en caso contrario, la aprobación correspondía a las Cortes. Asimismo, la provincia separada quedaba obligada a contribuir, hasta su amortización, al pago de la deuda existente en el momento de la separación (art. 5).

La indefinición existente respecto del alcance de las competencias asignadas por el Estatuto, facilitaron que la Mancomunitat pudiera desplegar al máximo sus atribuciones mediante una interpretación extensiva de las mismas.46 Por este motivo, una parte muy destacada de su actividad no responde a una mera continuidad en la gestión de los servicios traspasados por las diputaciones, sino al empeño de cimentar una nación catalana moderna y vertebrada, al nivel de las europeas. Esta voluntad obstinada de extraer el máximo rendimiento a su ceñida horma competencial, sumada al poso político que destilaba la institución, le permitió impulsar políticas de sesgo autonomista que iban más allá de sus atribuciones administrativas, dotándola de una apariencia de institución de autogobierno. En palabras de Culí y Verdaguer, la Mancomunitat «representa la consagración de una entidad territorial étnica, de una personalidad real. Es regionalista en el sentido político y administrativo. Su trascendencia deriva de que ella es un órgano expresivo de la unidad espiritual de Cataluña, y por esto aspira a delegaciones que no son propiamente administrativas».47Es imposible pormenorizar aquí la ingente labor desarrollada por la Mancomunitat en los poco más de diez años que

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se mantuvo activa,48pero no puede dejar de citarse su contribución a una embrionaria descentralización política de Cataluña, buscando un encaje compatible con la unidad de España, y actuando cual si se tratara de un órgano parlamentario, con la aprobación de unas Bases para la Autonomía de Cataluña en 1918 y, un año después, de un Estatuto de Autonomía para Cataluña.49

3. 3 La conflictividad competencial derivada de los traspasos de funciones y servicios y el Dictamen del Consejo de Estado de 9 de mayo de 1920

La Mancomunitat asume gradualmente la práctica totalidad de las competencias que el artículo 74 de la Ley Provincial de 29 de agosto de 1882 asigna a las diputaciones, excepto los servicios encomendados por el Estado en materia de censo electoral, quintas, boletín oficial y bagajes. En la práctica, esa concentración competencial en manos de la entidad asociativa supraprovincial relegó temporalmente a las diputaciones catalanas a un papel secundario. Para algún autor, tal supresión de hecho, que no derecho, de las diputaciones sería el germen de muchas tensiones internas en el seno de la propia institución, que la sentenciaron incluso antes que el Estatuto provincial de 1925.50Debe señalarse, no obstante, que este trasvase no se materializa de inmediato sino, esencialmente, al cabo de cinco años de la constitución de la entidad, momento en que se produce el traspaso de un volumen importante de servicios, que constituyen el núcleo duro de las competencias provinciales y que, gracias a las cesiones financieras que llevaban aparejados, debían proporcionar un respiro económico a la debilitada hacienda de la Mancomunitat. Ciertamente, en 1918, le fueron traspasados el servicio de construcción de carreteras provinciales y la Escuela Superior de Agricultura, pero es en enero de 1920 cuando se produce una transferencia global de servicios de las cuatro diputaciones catalanas, lo que genera un duro conflicto con el Estado. Los acuerdos adoptados por cada una de las cuatro diputaciones —que siguen todos una misma pauta— traspasan los servicios en materia de beneficencia, instrucción y deuda con las rentas de los bienes propios destinados a tales servicios y, asimismo, el personal dependiente de las diputaciones y afecto a dichos servicios.51Los acuerdos fueron aceptados por la Mancomunitat y posteriormente ratificados individualmente por las diputaciones, de conformidad con el artículo 2 del Estatuto. En los mismos se establecía que, si la Mancomunitat decidía suprimir alguna institución de las traspasadas, la diputación que había ostentado su titularidad podía recuperarla, recibiendo anualmente la

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consignación correspondiente. Las diputaciones renunciaban al derecho a imponer repartos del contingente entre los pueblos —siempre que la Mancomunitat satisficiera anualmente la cantidad necesaria para que aquellas pudieran desarrollar los servicios que se reservaban— y, con vistas a blindar los traspasos realizados, se comprometían a no restablecer los servicios transferidos ni a crear otros nuevos.

De conformidad con el artículo 120 de la Ley Provincial de 1882, las diputaciones remitieron sus presupuestos para el ejercicio 1920-1921 al Gobierno, quien debía efectuar un control de legalidad de los mismos. Al detectar que faltaban las partidas correspondientes a los servicios traspasados, y habiéndose presentado recurso contra los acuerdos de traspaso de la Diputación de Barcelona, el Gobierno solicitó el Dictamen del Consejo de Estado al objeto de valorar las posibles extralimitaciones legales de los mismos, puesto que, como se ha señalado, consideraba que debían someterse a autorización gubernamental como requisito necesario para su validez legal. En el dictamen emitido el 9 de mayo de 1920, el Consejo de Estado, no sin antes poner paños calientes,52desmiente el carácter regional de la Mancomunitat partiendo de la consideración de que tanto la Constitución de 1876 como la Ley Provincial de 1882 desconocen cualesquiera otras divisiones territoriales que no sean la municipal y la provincial; y, por ello, el establecimiento de la región y de la Mancomunitat como su posible representante o administradora no puede hacerse sin el concurso de las Cortes. Al respecto de los trasvases de competencias provinciales a la Mancomunitat, el alto órgano consultivo sostiene que el RD de 1913 tan solo admite la asociación de diputaciones para determinados fines; mientras que, con los acuerdos de traspaso, todos los servicios de las diputaciones quedan encomendados a la Mancomunitat sin que puedan crear otros nuevos dado que «esto, en adelante, será de la exclusiva facultad de la Mancomunidad; resulta que el proyecto en este punto anula, para ahora y para siempre, la existencia de las diputaciones, dejándolas el nombre y privándolas de su contenido, atribuciones y competencia».53De ahí que, a su juicio, ese trasvase de competencias provinciales a la Mancomunitat esté en abierta contradicción con el orden legal establecido y suponga una desnaturalización del RD, no procediendo la cesión total de facultades y servicios de modo que las diputaciones catalanas acaben trocando en organismos administrativos vacuos. En otro orden de cosas, también se reprocha el traspaso de la hacienda provincial a la Mancomunitat, en adelante la responsable de recaudar, administrar e invertir los fondos de la provincia y, por ende, gestionar el contingente provincial, así como las rentas y productos de los bienes y derechos de la provincia. Así, en el plano financiero, se estaría produciendo, en opinión del Consejo de Estado, una contradicción in terminis puesto que, a diferencia de lo que prescribe el artículo 74.1 de la Ley Provincial, la Mancomunitat no recibe las rentas residuales de las diputaciones (una vez que estas han cubierto sus necesidades), sino que pasa a convertirse en la gestora de los fondos provinciales y en la cedente de los mismos a las diputaciones para que estas gestionen las competencias que mantienen (las delegadas por el Estado). En consecuencia, el Pleno del Consejo de Estado dictamina la anulación del proyecto de traspaso de servicios y facultades y de la hacienda provincial presentado por las diputaciones.

A través de una real orden de 17 de junio de 1920, que transcribe el Dictamen del Consejo de Estado en su literalidad, se concluye que la transferencia de servicios se había realizado sin la preceptiva aprobación previa del Gobierno y se ordena que, mientras esta no se produzca, en el presupuesto ordinario para el ejercicio 1920-1921 debían figurar la identificación de los servicios a transferir, la manera de atenderlos y los ingresos y gastos. Dado que el presupuesto facultaba a la Mancomunitat para la imposición y exacción del repartimiento por contingente que habían de satisfacer los pueblos de la provincia, también se concluía que la facultad de determinar la cuantía de dicho repartimiento era indisponible, a diferencia de su recaudación e inversión que sí podían transferirse a la Mancomunitat.54 Por todo ello, el Gobierno ordenaba devolver el presupuesto a la Diputación de Barcelona al objeto de rectificar sus extralimitaciones legales.55Habiendo

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solicitado esta la preceptiva autorización gubernamental para el traspaso de los servicios de beneficencia, instrucción y deuda pública y presentado de nuevo el presupuesto formulado a su amparo —no sin antes escudarse infructuosamente en una aprobación presunta por silencio administrativo positivo—, dichos documentos fueron aprobados mediante Real Orden de 4 de agosto de 1920.

3. 4 Punto y final de la Mancomunitat y propuestas de reconstitución

El golpe de Estado del general Miguel Primo de Rivera, a la sazón capitán general de Cataluña, en septiembre de 1923, es acogido favorablemente por los dirigentes de la Mancomunitat y la burguesía catalana, que lo ven como un remedio para poner freno a los males que azotan el país, de entre los cuales pueden citarse la descomposición del sistema político generado por la política caciquil y oligárquica de la Restauración, la crisis militar provocada por el desastre de Annual de 1921 y la creciente agitación social —que anida con especial ímpetu en Barcelona— por las duras condiciones de vida de los jornaleros y del proletariado industrial, que se salda con múltiples enfrentamientos armados entre el sindicato obrero (Sindicato Único) y las asociaciones patronales catalanas (Sindicato Libre) y el asesinato de prominentes figuras del obrerismo y el sindicalismo, como Francesc Layret (1920) o el Noi del Sucre (1923). Inicialmente, el Directorio militar se manifiesta a favor del mantenimiento de la Mancomunitat y se muestra comprensivo con las inquietudes autonómicas. Pero no es más que un espejismo pasajero, y pronto inicia una política represiva contra los nacionalismos periféricos (prohibición del uso público del catalán y de la señera, clausura de la Escuela de Funcionarios, etc.). El RD de 12 de enero de 1924 ordena la disolución de las diputaciones provinciales y la designación de nuevos diputados, a cargo de los gobernadores civiles. La renovación orgánica de la Mancomunitat, depurada de catalanistas, se salda con la elección de un nuevo presidente, Alfonso Sala i Argemí, de la Unión Monárquica Nacional, que pretende conseguir la delegación de competencias estatales a cambio de reducir sus aspiraciones a una simple descentralización administrativa y de combatir con su españolismo la desconfianza que la Lliga había generado en el resto de España.56El nuevo cariz que toma la institución, sometida a los designios del Directorio, no impide que continúe siendo vista como una amenaza a la unidad nacional. En estas circunstancias, la Real Orden de 2 de octubre de 1924 anuncia una inminente reforma del régimen provincial «en un sentido ampliamente descentralizador, sin desconocer, antes al contrario, fortificando el contenido jurídico y las atribuciones propias de las Diputaciones provinciales».

El Estatuto provincial, aprobado por Real Decreto de 20 de marzo de 1925, hace tabla rasa del régimen mancomunal de 1913. Se sigue admitiendo la constitución de mancomunidades provinciales pero únicamente con carácter sectorial —ejecución de obras y prestación de servicios de alcance interprovincial—, descartando que las diputaciones puedan agruparse en regiones, facultad que ahora corresponde solo a los municipios. Al tiempo, la disposición transitoria quinta contempla un régimen específico para la Mancomunitat: su Estatuto pierde vigencia, su Consejo se transforma en una Comisión gestora interina de servicios coordinados a la que se encomienda la tarea de gestionar los servicios existentes hasta el 30 de junio de 1925, y se ordena a las diputaciones que determinen los servicios que seguirán gestionándose mancomunadamente —con sujeción al nuevo régimen del Estatuto de 1925— y los que les han de ser retornados. Con respecto a estos últimos, la Comisión gestora se encargaría de practicar su liquidación, precisando el activo y pasivo que correspondía transferir a cada una de las diputaciones asociadas. Finalmente, se opta por disolver la Mancomunitat. El acta de liquidación está fechada el 30 de junio de 1925.

En 1930, cuando los regionalistas recuperan el protagonismo en la Diputación de Barcelona, se plantea, al amparo del Estatuto de 1925, la reconstitución de la Mancomunitat catalana, previa la elaboración de un Estatuto Regional.57Al mismo tiempo, la Asamblea de Diputaciones Provinciales celebrada en Barcelona en 1931 reaviva el debate proponiendo una mancomunación provincial de matriz regional. Pero los planteamientos del momento no se movían ya en términos de descentralización administrativa sino política,

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reivindicándose la reforma constitucional que no se había producido a principios de siglo y que acontecería poco después, con la proclamación de la II República catalana. Mucho más tarde, los gobiernos de Arias Navarro y Suárez ofrecen a la derecha catalana la institucionalización de un régimen administrativo especial para las cuatro provincias catalanas, siguiendo el modelo de la Mancomunitat,58pero será demasiado tarde, la puerta del Estado autonómico se habrá abierto ya de par en par anunciando cambios estructurales que desbordarán por siempre los angostos moldes del Estado centralista.

4 A modo de conclusión

El proceso de configuración de las mancomunidades interprovinciales se revela como un epítome de las reivindicaciones de las identidades regionales y de los nacionalismos periféricos emergentes en la España de finales de siglo xix y comienzos del xx. El nuevo orden liberal que sucede al Antiguo Régimen trae consigo una transformación del Estado que asienta el principio centralista como piedra de toque del sistema y da lugar a una marginación de la vida local, dirigida jerárquicamente desde el poder central. El movimiento regionalista pretende superar el inmovilismo generado por esta concentración de poder en el centro mediante una reestructuración político-administrativa de la acción pública que tenga en cuenta las peculiaridades regionales. Y lo hace orientando sus aspiraciones hacia el reconocimiento de la región autónoma en el marco de la reforma del régimen local, que será un campo abonado a las disputas políticas durante el ocaso de la centuria decimonónica y el arranque de la siguiente. Cabe señalar que las demandas en pro del reconocimiento de realidades histórico-culturales y de un trato diferenciado para las mismas —a salvo del molde uniformizador propio de la estructura orgánica y funcional centralizada— buscaron siempre su articulación dentro del ordenamiento jurídico español. En ningún caso mostraron tendencias de corte secesionista que discutieran al Estado su papel central en la ordenación del país; sin embargo, el auge del regionalismo articulado políticamente fue visto como una amenaza a la unidad del Estado y, por ello, duramente combatido cuando, en realidad, la construcción de las identidades regionales representa una pieza esencial en el proceso de nation-building.

Al no prosperar los intentos de dotarse de una estructura regional autónoma, Cataluña busca una alternativa posibilista para proyectar su personalidad nacional, y ese «plan B» resulta ser la asociación de provincias, acogida como mal menor por buena parte de la clase política. En consecuencia, la fórmula mancomunal queda indefectiblemente ligada al fracaso de la causa regionalista y el reconocimiento de la personalidad regional como cauce de representación política. De hecho, las mancomunidades constituyen una solución hecha a medida —introducida «con calzador», se podría añadir— para ofrecer, a los abanderados del hecho regional y, en particular, al catalanismo político, un encaje convincente dentro de la organización territorial del país. Con esta decisión, el Gobierno y las Cortes pretenden contrarrestar los embates descentralizadores provenientes de los territorios históricos y forales, donde late un fuerte sentimiento regional.

En el marco de la frenética actividad legislativa desarrollada en esos años con vistas a modificar el régimen local, la asociación interprovincial se erige como la medida reformadora más significativa por razón de su incidencia —más formal que material— en la organización administrativa estatal. Aunque, para el catalanismo, la fórmula mancomunal no es un fin en sí mismo sino un medio transitorio para articular pro futuro una estructura regional con vistas a la gestión autónoma de los intereses del conjunto del territorio catalán compatible con la soberanía del Estado. Y el RD de 1913, sin ser muy consciente de ello, permitirá a Cataluña obtener por vía indirecta lo que no se logró a las claras, esto es, cimentar una unión de territorios

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de base regional. Bien es cierto que no contempla un reconocimiento jurídico de la región ni siquiera como entidad administrativa territorial, pero la admisión de la técnica mancomunal rezuma, indefectiblemente, una aceptación de facto de esa realidad.

La Mancomunitat de Catalunya se convierte en una institución administrativa singular que no tiene parangón en la Península. Esta circunstancia dificulta su valoración, al no poder contrastar su funcionamiento con el de instituciones hermanas que, de haber existido, es más que probable que no se habrían caracterizado por su configuración uniforme. Sobre el papel, la Mancomunitat fue una mera unión provincial para la gestión común de competencias, sin soberanía política ni capacidad legislativa. Pero, a pesar de sus fines exclusivamente administrativos, no hay duda de que en el terreno de lo práctico reunió sobrados méritos para superar este estadio jurídico y de que, con esta institución, Cataluña puso las bases jurídicas que le permitirían años después tener los suficientes arrestos como para proclamar unilateralmente una efímera República catalana en el marco de la II República española (14 de abril de 1931) y trazar a continuación el diseño institucional de su recuperada Generalitat. El liderazgo de sus dirigentes, especialmente Prat de la Riba, fue determinante para vertebrar una institución que trascendía el carácter sectorial derivado de la mera coordinación de unos pocos servicios provinciales para asumir en bloque competencias propias del ámbito regional. Esa vocación regional la convierte en una entidad con sustancia propia que se refleja tanto en la nula intervención de los órganos provinciales en la formación de la voluntad mancomunal como en el vaciamiento paccionado de las competencias provinciales (cabe destacar la homogeneidad de los acuerdos de traspasos, ya que, pudiendo decidir libremente las provincias asociadas cuáles habían de ser las materias transferidas, ninguna de ellas retuvo a su favor ninguna competencia, transfiriéndolas por igual). Según el planteamiento jurídico-administrativo que el RD de 1913 hacía de las transferencias de competencias provinciales, la mancomunidad debía conciliar su existencia con la de las diputaciones que la integraban. Sin embargo, en Cataluña, el paquete de traspasos dejó relegadas a las diputaciones a su mínima expresión, constituyendo en realidad la Mancomunitat un relevo institucional, una auténtica alternativa a la provincia.

A pesar de la dificultad que entraña el hecho de que los textos legales de la época no distingan o incluso desconozcan conceptos jurídicos básicos de nuestro derecho administrativo que llevan aparejadas unas consecuencias jurídicas distintas (competencia, delegación, transferencia, etc.), y de que los principios y técnicas de la organización administrativa se rijan hoy por exigencias nuevas o más rigurosas, podemos afirmar que las mancomunidades interprovinciales constituyen una manifestación de las posiciones descentralizadoras más tempranas. La técnica mancomunal positivizada por el RD de 1913 reúne dos notas significativas: la disminución de las facultades de control y tutela que la Administración central ejerce sobre las mancomunidades, y la reordenación competencial derivada de la transferencia de atribuciones de aquella en favor de esta —al menos en el plano teórico, ya que en la práctica no se llegó a producir—. Respecto del primer punto, es determinante la toma autónoma de decisiones por los propios órganos de gobierno de las mancomunidades —cuya designación es electiva y no impuesta— y el menor grado de control gubernamental ejercido sobre estas, en contraposición con la acentuada dependencia que tienen las diputaciones del gobernador civil. Respecto del segundo, la falta de funcionalidad de la previsión legal no permite concluir si con esa reordenación competencial se hubiera alcanzado una auténtica descentralización administrativa. También es dudoso que la misma pudiera catalogarse como funcional, como afirmaba la doctrina iusadministrativista de la época. En términos actuales, las mancomunidades son entidades asociativas constituidas para la ejecución en común de obras o servicios concretos de la competencia de las entidades (municipios) que las conforman. Pero, superando la estrechez del RD de 1913, la Mancomunitat fue una solución organizativa ideada por las cuatro provincias catalanas para la realización de una generalidad de fines que desbordaban el marco espacial supraprovincial, con plena autonomía de gestión y sin sujeción a poderes de dirección estratégica, que en ningún caso funcionó con arreglo al principio de especialidad —será el Estatuto provincial de 1925 el que impone a partir de entonces el exclusivo carácter sectorial de las mancomunidades interprovinciales—, lo que invalidaría esa hipotética descentralización de carácter funcional. En cualquier caso, la concentración de competencias provinciales en la mancomunidad, su empoderamiento, implica una revitalización de la vida local que actúa, en cierto modo, como contrapeso al poder estatal. Y, como ha observado Argullol, esta nota constituye por sí misma un certero indicador de descentralización administrativa.

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[1] A pesar de gozar de gran predicamento en el pasado, la constitución de mancomunidades intermunicipales ha sufrido cierto retroceso debido a la implantación de entidades administrativas intermedias con los mismos objetivos, como las comarcas, y a la proliferación de otras tipologías locales federativas, como los consorcios, muy utilizados para acometer actuaciones urbanísticas, por tratarse de una institución de composición heterogénea y contar con un régimen jurídico más flexible. Asimismo, debe tenerse en cuenta que la normativa administrativa ofrece alternativas a la personificación jurídica de tipo asociativo al objeto de conseguir fines análogos sin necesidad de recurrir a estructuras organizativas estables (fórmulas de cooperación y de colaboración, mecanismos conveniales y contractuales, etc.). Olmedo destaca que, a diferencia de la mancomunidad tradicional constituida para un fin concreto, en la actualidad abundan las mancomunidades para una pluralidad de fines, poniendo de manifiesto «una voluntad política de declinar competencias municipales en favor de ir confiriendo, a través de la asociación voluntaria, un nuevo ente local de carácter supramunicipal que asuma la prestación de los servicios (no solo los mínimos u obligatorios), mientras que se reservan los municipios mancomunados las competencias más vinculadas territorialmente». olmedo Gaya, Ana. «Las mancomunidades de municipios como fenómeno asociativo municipal en España». En: ruiz ojeda, Alberto (coord.). El gobierno local. Estudios en homenaje al Profesor Luis Morell Ocaña. Madrid: COSITAL-Iustel, 2010, pp. 269-270.

[2] Vid. arbós marín, Xavier. «Els inicis del dret públic contemporani a Catalunya». Revista catalana de dret públic, núm. 41 (2010), p. 31.

[3] Ello si exceptuamos la corta experiencia de autogobierno de la Junta Superior del Principado de Cataluña (1808-1812), constituida durante la ocupación napoleónica como gobierno autónomo de la región, al socaire de la movilización juntista regional que se había producido en el país. En 1810, la Junta exhortó a los diputados catalanes de las Cortes de Cádiz a defender el particularismo catalán, reclamando el reconocimiento de los fueros y privilegios que había ostentado Cataluña bajo el reinado de los Austrias, aunque nada se logró ante el ascendiente de los planteamientos centralistas y uniformizadores que consideraban la diversidad un estigma del Antiguo Régimen. Disuelta la Junta por el capitán general de Cataluña, fue sustituida por la primera Diputación, provisionalmente regional, a la cabeza de la cual se situó el mismo capitán general, circunstancia que pone de relieve el considerable protagonismo de los agentes del poder central en la vida provincial.

[4] Las experiencias descentralizadoras y regionalistas en el marco del proceso histórico de construcción de los estados modernos también despertaron el interés del derecho comparado, especialmente tras el fin de la I Guerra Mundial y la declaración Wilson (1918) de reconocimiento del derecho de autodeterminación de los pueblos. Por ejemplo, en Francia, el Programa por la descentralización de Vichy (1865) inaugura una tendencia reivindicativa recurrente que postula la supresión de departamentos y prefectos y la creación de regiones, insistiendo en el reconocimiento de mayor autonomía municipal. De esta época destacan los proyectos de regionalización presentados al Parlamento por Beauquier (1902) y Henessy (1915 y 1916), que establecían la creación de consejos económicos regionales con competencias estatales delegadas. Vid., para más información, flory, Thiébout. Le Mouvement régionaliste français, sources et développments, París: PUF, 1966; y Gras, Christian; livet, George (dirs.). Régions et régionalisme en France du XVIIIe siècle à nos jours. París: UPF, 1977.

[5] El Real Decreto de 18 de diciembre de 1913 autoriza por vez primera la constitución de mancomunidades provinciales y articula unas competencias estatales delegadas a favor de las mismas. Bajo el Directorio de Primo de Rivera, la regulación de las mancomunidades se vuelve mucho más restrictiva: el Real Decreto de 12 de enero de 1924 (art. 6) reitera la facultad de asociación para el cumplimiento de los fines y la mejora de los servicios atribuidos a las provincias, mientras que el Estatuto provincial, aprobado por Real Decreto de 20 de marzo de 1925, regula la constitución de mancomunidades exclusivamente para la realización de obras o la prestación de servicios de la competencia de las diputaciones que tengan carácter interprovincial (arts. 18-30). La legislación de régimen local y sectorial promulgada durante la dictadura franquista vincula la mancomunidad con la idea de región económica (por ejemplo, la Ley 22/1972, por la que se aprueba el III Plan de Desarrollo Económico y Social, posibilita la mancomunación, previa autorización del Gobierno, de diputaciones y cabildos insulares con el fin de implementar acciones conjuntas de desarrollo regional e interprovincial [art. 29]), tendencia que se mantiene durante el período preconstitucional.

[6] Esta eliminación podría suponer un recorte innecesario a la autonomía provincial si no fuera porque la disposición adicional 5.ª LBRL permite la constitución de asociaciones de entidades locales. rivero ysern, José Luis. Manual de derecho local. 5.ª ed. Cizur Menor: Thomson-Civitas, 2005, p. 264.

[7] También se refiere a las mancomunidades provinciales la disposición transitoria 9.ª LBRL, que contempla la disolución en el plazo de un año de la Mancomunidad de Diputaciones de Régimen Común, una entidad constituida en 1928 para financiar los planes municipales de caminos vecinales y a la que se encomendó, en 1977, el planeamiento y la gestión de todas las obras y servicios del común interés de las diputaciones en ella integradas, así como las delegadas por otras administraciones. En cambio, ninguna previsión en este sentido se establecía respecto del resto de mancomunidades existentes, que quedaban al albur de la normativa de régimen local autonómica.

[8] Organizadas en 1833 como provincia y Diputación únicas, en 1912 las Canarias instituyeron en cada una de sus islas un cabildo insular. El Estatuto provincial de 1925 suprimió la Diputación única y otorgó a los cabildos las mismas competencias atribuidas a las diputaciones. Lo mismo que las diputaciones de régimen general, los cabildos podían mancomunarse para el cumplimiento de sus fines, pero se imponía, además, la obligación de constituir una mancomunidad provincial interinsular integrada por todos los cabildos, que ostentaría la representación unitaria del archipiélago. Hasta 1927, cuando este se divide en dos provincias, constituyéndose sendas mancomunidades provinciales interinsulares, una en Santa Cruz de Tenerife y otra en Las Palmas de Gran Canaria. El Estatuto de Autonomía de Canarias de 1982 determinó el traspaso de las competencias de las mancomunidades a la Junta de Canarias. No obstante, a tenor del artículo 41.2 LBRL, las mancomunidades provinciales interinsulares del archipiélago canario subsisten como órganos de representación y expresión de los intereses provinciales, integrados por los presidentes de los cabildos insulares de las provincias correspondientes. Aunque, en algún momento, el Estatuto canario se planteó su disolución, estas mancomunidades siguen funcionando en la actualidad a pesar de que su función práctica es nula (eldiario.es 30/06/2015 en http://www.eldiario.es/canariasahora/politica/constituye-Mancomunidad-Interinsular-Provincial-Palmas_0_404210334.html). Este dato devuelve actualidad a lo reseñado en 1976 por las propias mancomunidades provinciales interinsulares, a las que «no puede aplicarse la atenuante de que los defectos que padecen son resultado de “enfermedades infantiles”, puesto que ya son muchos años los que viene funcionando. Y sin embargo, es curioso constatar que aún no han encajado definitivamente en la mecánica institucional canaria». mancomunidades Provinciales interinsulares de las Palmas y de santa cruz de tenerife. Estudio preliminar sobre el régimen administrativo especial de las Islas Canarias. Barcelona: Seix Barral, 1976, p. 44.

[9] El proyecto de ley municipal de Posada Herrera de 1860 proponía la asociación de municipios para fines concretos, bajo la denominación de comunidades —además de convenir la necesidad de suprimir municipios con pocos vecinos—, pero la propuesta no se hace realidad hasta la Ley Municipal de 1870 (arts. 75 y 68). Los posteriores proyectos legislativos de régimen local, prosperaran o no, continuaron recogiendo este planteamiento hasta la actualidad (vid. art. 44.1 LBRL, así como la legislación autonómica local y la sectorial). Para profundizar en el origen y evolución histórica de las mancomunidades de municipios, pueden consultarse, entre otros, Quintana lóPez, Tomás. Las mancomunidades en nuestro Derecho Local. Madrid: INAP, 1991; martín mateo, Ramón. Entes locales complejos. Madrid: Trivium, 1987; morillo-velarde Pérez, José Ignacio. «Mancomunidades y asociaciones de municipios». En: muñoz machado, Santiago (dir.). Tratado de Derecho Municipal. 3.ª ed. Tomo I. Madrid: Iustel, 2011; muro i bas, Xavier. «Mancomunidades y consorcios: configuración legal actual y perspectivas frente al minifundismo local». CEUMT, núm. 110 (1989); boQuera oliver, José María. «Mancomunidades municipales, provincias y comunidades autónomas: relaciones interadministrativas en el nuevo régimen local». Revista de Estudios de la Administración Local y Autonómica, núm. 233 (1987).

[10] La perspectiva regional está presente en las leyes provinciales de 1870 (art. 30) y 1877 (art. 56) permitiéndose la asociación de provincias, mediante una junta, para desempeñar funciones concretas: el establecimiento y conservación de obras y servicios determinados, como caminos, canales de navegación y riego y establecimientos de beneficencia y de instrucción. Desechada esta posibilidad por la Ley Provincial de 1882, la idea es rescatada por los abanderados del regionalismo al ver cerradas las puertas de acceso a un Estado regional. Los proyectos subsiguientes establecen una organización de matriz regional: el proyecto de ley de 1884 presentado por el ministro de Gobernación liberal Segismundo Moret contemplaba la creación de trece juntas regionales para desarrollar actuaciones tasadas en ese territorio; y la misma idea se recoge en los proyectos de 1891 (mismo número de regiones, a la cabeza de las cuales se coloca un gobernador regional y un consejo como órgano de representación de la región) y 1899. Los proyectos de Maura de 1903 y 1907, en cambio, no abordan directamente la cuestión regional, aunque el segundo introduce de nuevo la técnica mancomunal.

[11] Las sucesivas reformas propuestas a partir de la década de 1880 plantean soluciones heterogéneas de mayor o menor calado en torno a la descentralización en las que no podemos detenernos. Haciendo abstracción de su contenido, interesa traer a colación la síntesis valorativa que de los proyectos realizan Martín-Retortillo y Argullol: «[...] tratando de sistematizar toda esa larga serie de Proyectos habidos, creo que es perfectamente válido el criterio que al respecto establece Posada. Es el Proyecto de Maura de 1907 el que principalmente marca la diferenciación de dos etapas muy definidas y que, en cierto modo, responden a características distintas. En la primera de ellas, sin eludir en ningún momento el carácter político del tema, la reforma se plantea siempre sobre la base de mantener sustancialmente todas las bases del sistema político-administrativo entonces vigente. Sobre tales presupuestos, se postulará una mayor autonomía y descentralización, aunque sólo sea desde una perspectiva estrictamente formal. En el segundo período, sin embargo, la reforma del régimen local alcanza ya mucha mayor intensidad, constituye un verdadero problema nacional. Es a través de ella, que se pretende una auténtica reforma del propio sistema político del país. La hondura e intensidad con que este cambio habrá de pretenderse es ya, naturalmente, otra cuestión». martín-retortillo, Sebastián; arGullol, enriQue. «Primera parte: aproximación histórica»: En: martín-retortillo, Sebastián [et al.]. Descentralización administrativa y organización política. Tomo I. Madrid: Alfaguara, 1973, p. 234.

[12] El debate regional también fluye en la discusión sobre el proyecto de 1907. Maura abogaba por una futura organización asimétrica al sostener, en las discusiones parlamentarias, que la región debía reconocerse administrativamente solamente allí donde existiera una conciencia colectiva regional: «Porque cosa tan arbitraria como desgarrar cuerpos vivos es querer fabricar cuerpos vivos con los moldes de la Gaceta». Discurso reproducido en ruiz-castillo, José. Antonio Maura: Treinta y cinco años de vida pública. Londres: Forgotten Books, 2013, p. 326.

[13] cosculluela montaner, Luis; orduña rebollo, Enrique. Legislación sobre Administración Local 1900-1975. Tomo I. Madrid: Instituto de Estudios de Administración Local, 1981, p. XLV.

[14] Posada, Adolfo. Evolución legislativa del régimen local en España (1812-1909). Madrid: Instituto de Estudios de Administración Local, 1982, p. 467.

[15] Esta disposición, con voluntad netamente descentralizadora, facultaba a las diputaciones para obtener del Gobierno, por vía de concesión o de contrato, servicios y obras públicas no comprendidos en el conjunto de competencias provinciales.

[16] El título sexto del libro II (relativo a la Administración provincial) regulaba el procedimiento de constitución de las mancomunidades provinciales —cuya aprobación podía someterse a referéndum solicitado por los ayuntamientos o habitantes que representaran un determinado quórum—, así como sus competencias propias y, lo más interesante, las delegadas por el Estado, a instancia de las propias mancomunidades, ya se tratara de obras y servicios estatales de gestión provincial, como las obras públicas o la beneficencia, o no, en cuyo caso la correspondiente solicitud debía acompañarse de una propuesta sobre las condiciones de la concesión.

[17] Uno de los aspectos más polémicos era la previsión de distintas vías para autorizar las mancomunidades en función de sus aspiraciones competenciales. Las mancomunidades que se atribuyeran exclusivamente funciones de competencia provincial requerían el voto de la mayoría absoluta de cada una de las diputaciones afectadas y la autorización gubernamental, a menos que hubieran acordado con anterioridad a la aprobación de la ley y con el mismo quórum su futura asociación, en cuyo caso solo se exigía la autorización del Gobierno. Este último supuesto generó un fuerte resquemor entre los diputados, al considerarlo una concesión hecha a medida de las demandas catalanas.

[18] Como solución a los problemas de orden territorial, Azcárate, en cambio, postulaba que la articulación de un Estado regional no constituía afrenta alguna a la unidad nacional, sino que garantizaba su integración: «En cuanto a los peligros, a mí me ha parecido ridículo cuanto se ha dicho de eso del separatismo […] ello es un peligro cuando entidades independientes se unen para formar una unidad, porque son ellas las que ceden y conceden parte al todo que se forma; pero cuando existe el fondo, el centro, la unidad y se trata de desintegrar, que pidan lo que quieran las provincias, que nosotros daremos lo que sea justo y nada más». «Discursos pronunciados en el debate del proyecto de ley de régimen local de Maura (años 1907-1908)». En: azcárate, Gumersindo de. Municipalismo y Regionalismo. Madrid: Instituto de Estudios de Administración Local, 1979, pp. 353-354.

[19] «La cuestión catalana. Los senadores y diputados regionalistas, al país». En: balcells, Albert; ainaud de lasarte, Josep Maria. Enric Prat de la Riba. Obra completa, 1906-1917. Vol. III. Barcelona: Institut d’Estudis Catalans-Proa, 2000, p. 22.

[20] Posada, Adolfo. El Régimen Municipal de la Ciudad Moderna y Bosquejo del Régimen Local en España, Francia, Inglaterra, Estados Alemanes y Estados Unidos. Madrid: Lib. General de Victoriano Suárez, 1916, p. 251.

[21] Como sostiene Forcadell, Prat de la Riba consideraba que los ayuntamientos eran las estructuras básicas para garantizar la prosperidad y la distribución del bienestar comunitario a lo largo del territorio. forcadell i esteller, Xavier. «La Mancomunitat de Catalunya: construir la nació catalana des del municipalisme». Revista de Catalunya. La Mancomunitat de Catalunya. Un primer pas, núm. 1 (2014), p. 148. Para Prat de la Riba, la implementación exitosa del proyecto nacional pasaba necesariamente por la renovación estructural de los ayuntamientos, desde los cuales se proyectaría hacia más altas instancias. Como dejó escrito en un conocido artículo publicado en 1905, en La Veu de Catalunya: «Tenir els ajuntaments és tenir també Catalunya. Renovar la vida de les corporacions municipals, deslliurar-les de l’esclavitud de la vella política, fer-hi arribar la primavera de la nostra renaixença que vivifica i fecunda i regenera, és renovar i deslliurar i fecundar tot Catalunya».

[22] El activismo catalanista de base local evita que la propuesta caiga en saco roto exhibiéndola constantemente en la palestra política. Así, en 1906, después del fracaso del primer proyecto de reforma de Maura, la Diputación de Barcelona aprueba una moción a favor de la mancomunación provincial que es acogida por la primera Asamblea General de Diputaciones Provinciales (Barcelona, 1906), la cual reivindica la autonomía administrativa regional y el derecho de las provincias de formar mancomunidades regionales con competencias en materia de obras públicas, comunicaciones e instrucción pública. Lo mismo ocurre en 1911, cuando a iniciativa de la Diputación de Barcelona se constituye una ponencia formada por los presidentes de las cuatro diputaciones catalanas para elaborar unas «Bases de la Mancomunidad catalana» en línea con el proyecto de 1907 y en las que se van a contemplar las tres piezas clave de la arquitectura de la futura entidad supraprovincial: la orgánica (estructura administrativa propia), la competencial (funciones propias, traspaso de funciones y servicios provinciales y delegación de funciones estatales) y la económica. En diciembre de 1911 se hace entrega de las Bases al presidente Canalejas, quien asume la propuesta con intención de generalizarla al resto de España. Si el proyecto de ley de 1907 está claramente imbuido del posicionamiento de las fuerzas políticas catalanas, lo mismo puede decirse del proyecto de ley de Mancomunidades de Canalejas, que se inspira asimismo para su redacción en el proyecto de 1907 y, especialmente, en las Bases de la Mancomunidad catalana, que le fueron presentadas por Prat de la Riba como «una fórmula incipiente de descentralización».

[23] El mismo Prat de la Riba lo afirma en el mensaje que dirige a los diputados de la Mancomunitat con motivo de su reelección como presidente poco antes de su muerte, acaecida el 1 de agosto de 1917: «No hem fet la Mancomunitat per tenir una Diputació més gran, ni per donar a l’ànima catalana un petit cos d’administració subordinada, secundaria: una província […] tots volem per a Catalunya un cos d’Estat, tots sentim que la dignitat de la voluntat catalana exigeix imperiosament, més o menys accentuades o atenuades, formes d’Estat». Mensaje reproducido en balcells, Albert; ainaud de lasarte, Josep Maria. Enric Prat de la Riba, op. cit., p. 856.

[24] Para profundizar en los intentos de mancomunación de las provincias castellanas, vid. frutos córdoba, Pío de. Ventajas e inconvenientes de las Mancomunidades y la descentralización administrativa. Segovia: Imprenta provincial, 1914. La experiencia valenciana se desgrana en ÀnGel, Josep Maria [et al.]. El fracàs de la Mancomunitat al País Valencià 1906-1931. Valencia: Diputació Provincial de València, 1985. Vid. especialmente las páginas 35-72, donde se analiza el intento frustrado de constituir una mancomunidad valenciana.

[25] En opinión de Tusell, esa temporalidad era incompatible con el carácter regional que pretendían dar los catalanistas a las mancomunidades. tusell Gómez, Javier. La reforma de la Administración local en España (1900-1936). Madrid: Instituto de Estudios Administrativos, 1973, p. 157.

[26] bassols coma, Martín. Las mancomunidades provinciales entre la descentralización y el regionalismo. La Mancomunidad catalana (1914-1925). Madrid: Fundación Democracia y Gobierno Local, 2014, p. 90. (Claves del Gobierno Local; 15).

[27] Cosculluela llama la atención sobre la falta o insuficiente regulación de los procesos de transferencias y justifica ese vacío normativo en los casos en que el hecho autonómico —o regional, añadimos—: «[...] se reconoce a regañadientes, cuando se piensa que sólo va ser operativo en alguna parte concreta del país, cuando, en definitiva, no se quiere favorecer el proceso de transferencias, sino “ralentizarlo”, haciendo que tropiece en una multitud de problemas que no se quieren resolver a priori ni con un rango normativo suficiente». cosculluela montaner, Luis. «En torno a las transferencias de funciones». En: martín-retortillo, Sebastián; cosculluela, Luis; orduña, Enrique. Autonomías regionales en España. Traspaso de Funciones y Servicios. Madrid: Instituto de Estudios de Administración Local, 1978, p. XV.

[28] Añade, no obstante, la Exposición de Motivos que «No se oculta, sin embargo, al Ministro que suscribe, que pasiones políticas e intereses de todo género […] aprovecharán, con más o menos habilidad y con mayor o menor vehemencia la ocasión que ahora se les ofrece para dirigir ataques al Ministerio y para procurar suscitar desconfianzas de una parte de la opinión pública».

[29] La constitución de la mancomunidad requiere la formulación de unos estatutos, que fijan los límites del autogobierno de la entidad y que han de tener un contenido mínimo que el RD no establece (identificación de las provincias asociadas, denominación, competencias, recursos económicos, derechos y deberes de las diputaciones y relaciones entre ellas, órganos de gobierno, normas de funcionamiento, vigencia, supuestos en los que procede la disolución, forma de liquidación, etc.).

[30] Aunque referido al control autonómico a propósito de la creación de mancomunidades municipales, esta aseveración también tiene acomodo en el caso analizado. martín mateo, Ramón. Entes locales complejos. Madrid: Trivium, 1987, p. 69.

[31] El artículo 1 del RD de 1913 no establecía previsión expresa en ese sentido. Por el contrario, en las últimas regulaciones de la institución, las de la Ley 41/1975 de Bases del Estatuto de Régimen Local y su Texto Articulado Parcial de 1977, se prohibía la asunción de la totalidad de las competencias de las diputaciones (Base 20.Dos y art. 18.2, respectivamente).

[32] El RD no contiene ninguna referencia a las materias susceptibles de delegación, a diferencia de los más inmediatos proyectos que le precedieron. Así, el proyecto de ley de 1907 y las Bases catalanas de 1911 establecían una enumeración detallada de las mismas, mientras que el proyecto de Mancomunidades de 1912, sin concretarlas, contemplaba la delegación de todas las funciones atribuidas a la Administración central en los distintos ramos.

[33] Argullol, que rescató del olvido la institución de la mancomunidad para su estudio en el marco del proceso preautonómico, argumenta que esa centralización de competencias y recursos constituye una verdadera fórmula descentralizadora, ya que refuerza a la Mancomunidad y permite contrarrestar la potencia absorbente de la Administración estatal. arGullol murGadas, Enrique. «Mancomunidades interprovinciales». En: martín-retortillo, Sebastián [et al.]. Descentralización administrativa y organización política. Tomo III. Madrid: Alfaguara, 1973, pp. 459 y ss.

[34] El Gobierno del Estado se mostró insensible ante las reiteradas peticiones que realizaron tanto el presidente como el plenario de la Mancomunitat de Catalunya instando al traspaso de competencias. Tan solo en puntuales ocasiones, la Mancomunitat pudo ejercer alguna competencia propia no procedente de las diputaciones mancomunadas sino de concretas autorizaciones estatales. Así, solicitó y obtuvo autorización para establecer un servicio telefónico, con justificación en el hecho de que podía ser otorgado a las diputaciones (Real Decreto de 9 de septiembre de 1915, que autorizaba la instalación y explotación de una red telefónica interurbana que uniera varios o todos los núcleos urbanos situados en el territorio catalán).

[35] García de enterría, Eduardo. «Prólogo a la segunda edición». En: Problemas actuales del régimen local. Cizur Menor: Thomson-Civitas, 2007, pp. 16-17.

[36] Sustenta este carácter descentralizador el dato de que el RD, al establecer la estructura orgánica de las mancomunidades, no impone la figura del gobernador civil en sus órganos. En cambio, en el proyecto de Ley de 1912, la presidencia de la Junta general de diputados y del Consejo correspondían al gobernador civil —en el caso de este último órgano, cuando el gobernador así lo decidiera—. De este modo, según Culí, las mancomunidades quedaban situadas al margen de la jerarquía administrativa representada por los tres grados (municipio, provincia y Estado) gozando, a diferencia de las diputaciones, de facultades ejecutivas plenas y de capacidad para efectuar empréstitos y otras operaciones de créditos sin necesidad de requerir autorización gubernativa. culí verdaGuer, Federico, Enciclopedia Jurídica Española. Tomo 21, pp. 561 y ss., citado en Bassols, op. cit., p. 102.

[37] El 9 de enero de 1914, la Junta de las cuatro diputaciones suscriben unánimemente el estatuto que debe regir el nuevo organismo. El acuerdo es ratificado por cada una de ellas pocos días después y enviado a Madrid para su aprobación. El preámbulo (que no se reproduce en el texto del Estatuto aprobado después por el Consejo de Ministros) ilustra sobre las esperanzas depositadas por los diputados catalanes en el organismo supraprovincial, cuya muestra más patente es la elección del término «Estatuto», al que se considera la Ley Fundamental de la Mancomunitat.

[38] González casanova, José Antonio. Federalisme i autonomia a Catalunya (1868-1938). Barcelona: Curial, 1974, p. 212 (Documents de Cultura; 6).

[39] El activismo de la Mancomunitat catalana despertó algunos recelos en el resto de España. Representativo de esta postura es el mensaje de las diputaciones castellano-leonesas de diciembre de 1918, contrarias al reconocimiento de autonomía en exclusiva a una región y que, a su vez, solicitaban una amplia autonomía económico-administrativa de municipios y provincias.

[40] En su condición de organismo supraprovincial, la Mancomunitat de Catalunya estaba capacitada para planificar estratégicamente sus actuaciones y garantizar un reparto solidario de los recursos en todo el territorio catalán, como ya había avanzado Prat de la Riba en ocasión de su investidura como presidente de la Diputación de Barcelona al afirmar: «[...] tenim el deure de fomentar la solidaritat de la província amb les demés germanes catalanes», en un intento por neutralizar las reticencias de la periferia catalana a un posible centralismo de la capital que relegase el papel de las diputaciones menores a convidados de piedra.

[41] Interesa destacar que la mención a los servicios se utiliza indistintamente por el Estatuto para referirse tanto a las unidades administrativas vinculadas a las funciones que ejerce la Mancomunitat como a las materias que son objeto de su competencia,
v. gr., las obras públicas. En realidad, pensando en términos actuales, parece más un traspaso de competencias —las funciones a las que alude el RD— que de servicios propiamente dichos. Vid. barberÀ Gomis, Josep Ramon. «Els traspassos de serveis de les diputacions catalanes a la Mancomunitat». En: AA. VV. Mancomunitat de Catalunya. Marc jurídic. Barcelona: CUIMPB- Diputació de Barcelona, 2015, p. 103.

[42] El acuerdo de transferencia de servicios debía ser aceptado por la Asamblea y, como todos los acuerdos que implicaban una modificación del Estatuto, ratificado por las diputaciones (art. 2.6 Estatuto). Esto no significaba necesariamente que los acuerdos de traspaso alteraran el Estatuto, sino simplemente que se asimilaban al régimen aplicable a los que sí lo hacían. Según se ha apuntado ut supra, el artículo 2 del RD de 1914 consignaba que el Gobierno debía aprobar los acuerdos que alteraran el Estatuto, precepto al que se acogió para exigir que los acuerdos de traspaso también debían someterse a aprobación gubernamental, en contra de la opinión de la Mancomunitat.

[43] La Mancomunitat no tardó en dotarse de la normativa que determinaría su régimen de funcionamiento interno. El Reglamento de la Asamblea se aprueba el 28 de mayo; y el del Consejo, el 2 de julio.

[44] Los ayuntamientos de la provincia satisfacían el contingente provincial en proporción a lo que tributaban al Tesoro en concepto de contribuciones directas e impuesto de consumo (art. 134 Ley Municipal). Las diputaciones podían exigir el pago de este arbitrio cuando sus rentas fueran insuficientes para cubrir los gastos derivados de sus servicios con el fin de cubrir su déficit presupuestario (art. 117 Ley Provincial de 1882). Se trataba, por tanto, de un ingreso provincial de carácter circunstancial.

[45] En 1924, al no poder emitir deuda pública, tuvo que recurrir a un préstamo de diez millones de pesetas (RD de 2 de marzo de 1924, por el que se autoriza al Gobierno para otorgar la garantía del Tesoro en una cuenta de crédito abierta en el Banco de España).

[46] velasco rico, Clara Isabel. «Les competències de la Mancomunitat de Catalunya». En: AA. VV. Mancomunitat de Catalunya. Marc jurídic, op. cit, pp. 85-86.

[47] culí verdaGuer, Federico. Las Mancomunidades Provinciales. Barcelona: Impr. de la Casa Provincial de Caridad, 1915, p. 61.

[48] Cabe apuntar que algunas de las iniciativas no son genuinas de la Mancomunitat, sino que germinaron en el seno de la Diputación de Barcelona. Su actividad no se limitó a las competencias reconocidas en su Estatuto, sino que se ampliaron a muchos otros campos, que no pueden abordarse en este trabajo por evidentes razones de espacio. Nos remitimos para el análisis de esta cuestión a los tres volúmenes de L’obra realizada. Anys 1914-1923, elaborados por la Mancomunitat y publicados en agosto de 1923, en los que se hace una detallada descripción de la actividad desarrollada en los distintos ámbitos (cultura, agricultura, beneficencia, teléfonos, ferrocarriles, etc.). En el primer volumen se advierte de que «L’obra és modesta, si es té en compte les necessitats i aspiracions de Catalunya; és gran, si es pensa en els mitjans pobres que la llei ens deixa i en el caràcter efímer de les facultats de la Mancomunitat i en la seva naturalesa d’institució incompleta i passatgera, destinada a ésser la transició entre el vell règim, durament centralitzador i uniforme, i aquell a què aspirem, en el qual puguem regir amb plena autoritat la vida catalana». L’obra realizada. Anys 1914-1923. Vol. I, p. 10.

[49] Después del fracaso de la descentralización administrativa que prometía el RD de 1913, la Mancomunitat aspira a una descentralización política regional. Tras una encuesta realizada a los municipios de la provincia de Barcelona que arrojó un resultado favorable a la autonomía política, la Mancomunitat elaboró unas Bases para la Autonomía de Cataluña. Con fundamento en el principio de soberanía compartida, estas bases contemplan un reparto de competencias entre el Estado y la región (con un parlamento y un poder ejecutivo con plena soberanía en las cuestiones domésticas catalanas), fijándose las competencias exclusivas del primero y dejando las demás, con carácter residual, en manos del poder regional. Cabe apuntar, asimismo, que se posibilita la ampliación del territorio catalán por agregación de provincias limítrofes. Las Bases se presentaron al Gobierno central en noviembre de 1918. El rechazo de las Cortes a la iniciativa, que fue objeto de duros debates, provocó la retirada de los diputados catalanes en el Congreso, con Cambó a la cabeza, y la caída del Gobierno de García Prieto. Ante este estado de cosas, se constituye una comisión extraparlamentaria bajo el Gobierno del conde de Romanones para elaborar un proyecto consensuado de Estatuto, pero el Consejo de la Mancomunitat y los parlamentarios catalanes deciden actuar por su cuenta y elaborar su propio texto, que es aprobado por la Asamblea de la Mancomunitat el 24 de enero de 1919 y ratificado por una asamblea de delegados municipales dos días después. Este proyecto resulta más moderado que las tesis contenidas en las Bases de 1918, ya que renuncia a la ampliación territorial y fija las materias competencia de las regiones autónomas, quedando la residualidad para el Estado. El Gobierno hizo caso omiso del proyecto elaborado en Cataluña y asumió como propio el de la comisión extraparlamentaria, presentándolo ante las Cortes en enero de 1919.

[50] cosculluela montaner, Luis. «Segunda parte. La Mancomunidad de Cataluña. Estudio preliminar». En: martín-retortillo, Sebastián; cosculluela, Luis; orduña, Enrique. Autonomías regionales en España. Traspaso de Funciones y Servicios, Madrid: Instituto de Estudios de Administración Local, 1978, p. 287.

[51] Son materias que, desde las primigenias regulaciones de la provincia, se atribuían a las diputaciones (el Decreto de 21 de septiembre de 1835, dictado tras la división provincial inspirada por Javier de Burgos, asignaba a las diputaciones competencias en materia de repartimiento y tutela de los ayuntamientos y establecimientos provinciales de instrucción pública, caridad y beneficencia).

[52] El Consejo de Estado empieza por advertir que «rehúye en absoluto discurrir en otro aspecto que no sea el puramente jurídico, haciendo abstracción completa de todos los demás y especialmente del político», aunque el contenido del Dictamen contradice esa intención inicial, señalando reiteradamente que la Mancomunitat no es, por más que lo pretenda o pueda parecer, una institución de representación regional.

[53] Fragmento del Dictamen, reproducido en martín-retortillo, Sebastián; cosculluela, Luis; orduña, Enrique. Autonomías regionales en España. Traspaso de Funciones y Servicios, op. cit., pp. 425-426.

[54] Al tratarse de un tributo, su imposición no era delegable por lo que se requería la aprobación gubernamental y el plácet de los pueblos afectados (arts. 116-119 de la Ley Provincial de 1882).

[55] Sorprende la reacción gubernamental, puesto que el Estatuto de la Mancomunidad no exige esta aprobación para las competencias transferidas a posteriori (art. 2.6) y, además, los acuerdos de traspasos de 1918 tampoco fueron sometidos a la preceptiva autorización del Gobierno y ninguna medida se tomó al respecto.

[56] balcells, Albert; Pujol, Enric; sabater, Jordi. La Mancomunitat de Catalunya i l’autonomia. Barcelona: Institut d’Estudis Catalans, 1996, p. 232.

[57] Vid. maluQuer i viladot, Joan. Una mica d’història. La catalanitat de la darrera Diputació Provincial de Barcelona, 24 de febrer de 1930-14 d’abril de 1930. Barcelona, 1934. Es Maluquer, como presidente de la Diputación, quien promueve la idea de reinstituir la Mancomunitat.

[58] En 1976 se crea una comisión para estudiar la implantación de un modelo de descentralización administrativa similar al que configuró a la Mancomunitat de 1914. Con el nombramiento de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno, el proyecto se vuelve más ambicioso, proponiéndose la creación de un organismo regional a medio camino entre la Mancomunitat y la Generalitat (Consell General de Catalunya) y, transitoriamente, de una Mancomunidad de Diputaciones. La derrota electoral de UCD en junio de 1977 a manos de las fuerzas de izquierda, que reclamaban la restauración del Estatuto de 1932, frustra su implantación e impulsa la operación política que culmina con el regreso del exilio del futuro presidente de la Generalitat, Josep Tarradellas. Para más información, pueden consultarse: molinero, Carme; ysÀs, Pere (dirs.). De la dictadura a la democràcia, 1960-1980. Història. Política, Societat i Cultura dels Països Catalans. Vol. XI. Barcelona: Enciclopèdia Catalana, 1998; biescas, José Antonio. España bajo la dictadura franquista. Barcelona: Labor, 1990; carr, Raymond; fusi, Juan Pablo. España, de la dictadura a la democracia. Barcelona: Planeta, 1979; riQuer, Borja de; culla, Joan B. El franquisme i la transició democràtica, 1939-1988. Història de Catalunya. Vol. VII. Barcelona: Edicions 62, 1989; culla, Joan B. (coord.). El pal de paller. Convergència Democràtica de Catalunya (1974-2000). Barcelona: Pòrtic, 2001.

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