El mal público y su espectador

AutorAurelio Arteta
Páginas170-184

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[...] a menudo escucho que os referís al hombre que comete un delito como si no fuera uno de vosotros, como un extraño y un intruso en vuestro mundo... Mas yo os digo que de igual forma que ni una sola hoja se torna amarilla sin el conocimiento silencioso del árbol, tampoco el malvado puede hacer el mal sin la oculta voluntad de todos vosotros.

JILL GIBRÁN

Todo lo que se necesita para que el mal triunfe en el mundo es que los buenos no hagan nada.

E. BURKE

Lo más grave de nuestro tiempo «no son las fechorías de los malvados, sino el escandaloso silencio de las buenas personas».

M. LUTHER KING

Ante los males sociales o daños públicos que los hombres nos hacemos unos a otros, lo habitual es limitar sus dimensiones al mal que se comete y al que se padece y, por ello mismo, restringir sus figuras a la del agresor y su víctima. Más todavía, suele bastarnos detectar a los presuntos seres malvados (quienes los maquinan, perpetran o ejecutan) y separarlos de todos los demás. Este resto lo forman los pacientes o víctimas de esos atropellos y, en caso de no figurar entre los anteriores, quienes somos sus meros espectadores. Los malos, en definitiva, suelen ser los otros.

¿Hará falta tachar este juicio, a más de simplista, de interesado? A diferencia de otros males de naturaleza más individual o privada, los sociales y públicos no sólo los causan unos pocos, por lo general individuos dotados de superior poder político o económico, y los sufren bastantes, sino que sobre todo requieren a muchos más que los consientan; es decir, quienes colaboran con aquellos daños mediante su abstención, adquiera ésta la forma de indiferencia, silencio o cualquier otra. Comprendemos que el mal cometido por unos es el mal padecido por otros, pero solemos pasar por alto que por lo general es preciso también que sea consentido por unos terceros. Que sea un mal de naturaleza pública, y no privada, exige que afecte a muchos y que sea más difícil de ocultar a quienes no son sus destinatarios directos. En realidad, es el modo más abundante de darse el mal. Se comete principalmente por la pasividad de los más, sin cuyo consentimiento no sería posible o resultaría mucho más dificultoso. Porque no sólo tienen poder quienes hacen el mal; también lo tienen quienes dejan hacerlo, pero es un poder al que renuncian. Diríamos que se trata de una modalidad menor de la presencia del mal, tal vez emparentada con ese carácter mediocre que a juicio de Maquiavelo conviene a los hombres: «pues no saben ser ni del todo buenos ni del todo malos...».1

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Es de suponer que, por fortuna, casi nunca seamos los agentes directos del sufrimiento injusto y, para nuestra desgracia, más probable resulta que nos toque estar entre sus pacientes. Pero lo seguro del todo es que nos contemos, en bastantes ocasiones, entre sus espectadores. Y en este caso, limitándonos a ese por lo general pasivo papel, no podrá sortearse la cuestión de si nuestra misma pasividad ante los daños a terceros se transforma en algún grado de complicidad.

El que no quiere ser actor

Kitty Genovese fue una noche de 1964 asaltada, violada y finalmente asesinada en Queens (Nueva York) ante la mirada de bastantes vecinos que lo contemplaron escondidos tras las ventanas de sus habitaciones. A raíz de este caso, la Psicología Social comenzó a reparar en la conducta de la gente en situaciones en que, a la vista de una agresión violenta o de una injusticia, no intentan ninguna intervención efectiva en favor de la víctima.

Un término normativo
  1. Para algunos, llamar espectadores a quienes así se comportan es nada más que describirlos: «Un espectador (bystander) es el nombre descriptivo dado a una persona que no se implica activamente en una situación en la que alguien necesita ayuda».2Es alguien que pasaba casualmente por ahí, al que no concernía el asunto; estaba presente, pero no tomaba parte en los hechos. El término que lo designa presupone un cierto desapego del sujeto respecto de una situación en la que no está inmediatamente implicado. Ni es el protagonista ni tampoco el destinatario de la acción: se limita a ser un observador del suceso. En un caso criminal, el espectador no es la víctima ni el perpetrador; su papel relevante es el de testigo, uno que podría arrojar luz sobre lo sucedido.

    Para otros, entre los que me incluyo, ese término alberga un contenido normativo. El espectador es alguien para quien su compromiso con la realidad que contempla se le presenta como una opción. Su condición y experiencia de espectador implican, quiera que no, cierto tipo de conducta. Un espectador no sólo está presente, sino que a menudo se transforma gracias a lo que ve... y hace algo. Es decir, el lugar del espectador no es el de la neutralidad; por más que pueda disgustarle, vive inmerso en un mundo habitado por la injusticia y partes en conflicto. Los espectadores pueden ser al mismo tiempo perpetradores y víctimas de ella, y por fuerza habrán de proyectar sus propios intereses y aprietos en el conflicto que observan o conocen. «El término espectador no sólo identifica el estatus de una persona con respecto a un suceso particular, sino que supone una cierta forma de conducta, incluyendo la decisión de dejarse envolver o de permanecer no comprometido».3A resultas de ello, la mayoría de nosotros tiene expectativas sobre los espectadores de un hecho inicuo. En definitiva, bajo esa categoría se examina «la ausencia de resistencia y oposición al mal por parte de aquellos que, no habiendo causado ellos mismos dolor o sufrimiento alguno, han sido testigos de algún mal (o sabían que se estaba por cometer)»; se designa a la gente que no hace nada para ayudar a otros o para resistir.4

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    De suerte que la responsabilidad moral de este espectador puede brotar en las tres dimensiones temporales: antes del mal cometido, por no anticiparlo y prevenirlo; durante su comisión, en la medida en que optó por no denunciarlo, combatirlo o aliviarlo; y después, si no atendió a las víctimas de ese daño ni solicitó su perdón por haberlas abandonado a su suerte. El espectador en el que pensamos ha de reunir algunas notas imprescindibles: ser lo bastante consciente de la maldad de una situación que contempla, rechazar cualquier responsabilidad ante ella, minimizar su poder para hacerle frente.5Pero habrá que tener cuidado con el uso de esta categoría. Puesto que ese papel que desempeña -y que nos merece reprobación moral- suele adoptarse a menudo sin ser consciente de ello, y no como un acto deliberado de malicia o negligencia, el concepto de espectador no debería servir para incomodar a la gente consigo misma sin suficiente fundamento. Al fin y al cabo, en un sentido amplio nadie escapa a semejante condición.

    Así las cosas, si pretenden transportar el juicio de una presencia pasiva o irresponsable frente al mal, entonces términos como «espectador», «observador» (beholder), «audiencia», «terceras personas» o «el que pasaba por allí» son inapropiados por limitarse más bien a descripciones neutrales. En la medida en que el espectador parezca más o menos responsable por permitir el daño que tiene lugar, esta palabra que lo designa induce a confusión. La responsabilidad, que puede significar culpabilidad en el caso del ofensor, entraña también algún tipo de obligación moral en el espectador.6Con tal que se entienda así, y a falta de término más adecuado, lo seguiré empleando. No deja de ser sintomática esta dificultad por dar con un nombre más justo, lo que bien podría ser otro signo de la desatención hacia esta figura indispensable del mal social.

  2. La tradición filosófica recoge varias reflexiones en torno a la figura del espectador, en especial en su diferencia frente a la del actor. Distingue sobre todo entre el espectador desinteresado y el interesado Situado fuera y a cierta distancia de la acción, el espectador, es decir, el dedicado a contemplar o theoréin lo que hacen los actores, debe mantener una actitud más amplia, imparcial y desinteresada. Y de ahí incluso la superioridad del modo de vida contemplativa sobre la activa o política.

    Según Kant, el sentido o verdad de las cosas sólo se revela al que no está implicado en la acción. Es célebre el texto según el cual sólo a los entusiasmados espectadores de la Revolución Francesa se les manifestaba el sentido último de tal acontecimiento, a saber, la disposición del género humano hacia el progreso moral. «Se trata simplemente del modo de pensar de los espectadores que se delata públicamente ante esta representación de grandes revoluciones, al proclamar una simpatía tan universal como desinteresada hacia los actores de un bando y en contra de los del otro...». Son una universalidad y desinterés que nacen de «que no están comprometidos ellos mismos en ese juego».7En sus meditaciones sobre el pensar y el juzgar, en buena parte ancladas en la estética kantiana, Hannah Arendt introduce también la figura del espectador. El que piensa, piensa para dar sentido a su vida y volverse capaz de un juicio que pueda ser compartido por sus conciudadanos. Ése tiene que separarse siquiera momentáneamente de la acción, volverse un espectador. De manera que «sólo el espectador ocupa una posición que le permite ver el conjunto; el actor, al tener un papel en la obra, debe representarlo y es, por definición, parcial. El espectador es imparcial...». Más aún, «lo que interesa al actor es la doxa, la reputación, es decir, la opinión de los otros», y por eso mismo depende de la opinión del espectador, no es autónomo. «La norma es el espectador, y esta norma es autónoma».8

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    ¿Tienen algo que ver esta idea de espectador, más clásica y predominante, con la que aquí estamos considerando? En...

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