La transformación de las metamorfosis del mago: confrontaciones y malentendidos entre concepciones europeas y amerindias

AutorAlessandro Lupo
Páginas123-139

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Preámbulo

Cualesquiera que sean la sociedad a la que pertenecen y los modelos culturales mediante los cuales se formaron, todos los seres humanos en general comparten la experiencia de ser sujetos dotados de facultades con las que percibir y conocer la realidad, de una voluntad con la que orientar de manera más o menos autónoma y coherente su propia conducta, de un bagaje de recuerdos individuales bastante constantes y duraderos, todos estrechamente vinculados con -los antropólogos dirían «incorporados en»- organismos claramente delimitados en el espacio y reconocibles por los rasgos, a pesar de las alteraciones a las que los someten el paso del tiempo y las vicisitudes de la existencia.

Por muy perceptibles que sean las diferencias en las concepciones de lo que acostumbramos llamar la «persona», es difícil que no encontremos en ellas algún reconocimiento de la individualidad, de la unicidad y de la humanidad de cada uno de los miembros de nuestra especie. Y sin embargo al lado de ese muy genérico denominador común también están de alguna manera presentes -aunque con un relieve muy variable-

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las huellas de la experiencia en muchos sentidos opuesta de la precariedad y la mutabilidad de la propia personalidad, de su ocasional fragmentariedad interna, de la posibilidad de que sea compartida por varios individuos o de que influencias externas limiten y orienten sus elecciones, o quizás de que momentáneas flaquezas puedan corroer la capacidad de decidir y de actuar en forma responsable, sobre la base de parámetros compartidos con el grupo: lo que en años recientes ha empezado a llamarse agency o «agentividad» (Harris 1989; Ahearn 2001).

En las diversas sociedades humanas, eso ha producido concepciones y representaciones según las cuales ya sea todos los individuos, o solo algunos de ellos, poseerían una pluralidad de componentes -corporales y anímicos- tanto antropomorfos como teriomorfos (o incluso fito-, geo- y meteoromorfos), tendrían una naturaleza más (o menos) que humana, estarían sujetos a la penetración de entidades externas capaces de sustituir la agentividad de su huésped humano por la suya propia, o estarían dotados de poderes extraordinarios, incluyendo el de modificar su propia forma exterior, cuando no hasta la esencia más íntima. Una de las modalidades más recurrentes en que se presentan esas concepciones recurre al mundo animal, reserva inagotable de recursos icónicos y axiológicos al que se acude para representar la fragilidad, la inestabilidad, la ambigüedad de la condición y la identidad humanas, pero también la fascinación, el atractivo y la potencia inherentes a las cambiantes facetas de la personalidad de cada mujer y de cada hombre.

En mi contribución en homenaje a Carmelo Lisón Tolosana -cuya obra ha constituido por muchos años un modelo con el cual confrontarse y dialogar, tanto para mí como para mi maestro Italo Signorini, que me hizo conocer y apreciar tanto la obra como a su autor- he elegido reflexionar sobre un aspecto de las complejas representaciones de esas figuras a la vez mitológicas y reales que son los operadores mágicos, los cuales, aunque carecen de «realidad existencial», aunque no poseen «cualidades objetivas [y] entidad física», tienen en cambio «numerosas y complejas propiedades sintáctico-semánticas que despliegan mucho mayor poder de convocatoria y convicción que las verdades observables, referenciales, comparables» (Lisón 1996: 354).

Me ocuparé pues de los magos, a este lado y sobre todo al otro lado del Atlántico, y de las ideas bien reales que a ellos se refieren y que han determinado y en cierta medida todavía determinan una parte no pequeña ni irrelevante de las acciones de tantos hombres y mujeres. Concentraré mi atención en algunas representaciones complejas de la persona humana y de las capacidades metamórficas que se le imaginan, que en los últimos siglos han entrado en contacto en el mundo hispanoamericano, dando origen a malentendidos, rechazos, fusiones, invenciones y -en definitiva- transformaciones, en este caso no de carácter antropo-teriomorfo, sino cultural. Y si me atrevo, no siendo historiador, a enfrentar temáticas de tan vasto ámbito cronológico, es porque me ha inducido a ello la necesidad de comprender la posible derivación, las variaciones diacrónicas y las peculiaridades locales de las concepciones que los indígenas mexicanos de hoy poseen en torno a la persona, sobre las cuales me ha tocado recoger testimonios etnográficos desde que, en 1979, hice mis primeras investigaciones entre los indígenas del México meridional,1y en las que con el tiempo he ido descubriendo diferencias radicales y continuidades sugestivas con el mundo de la magia ibérica que aprendí a conocer a través de los textos de Carmelo Lisón Tolosana (1979, 1983, 1996, 1998).

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En particular quiero detenerme en las diferencias que distinguen las concepciones europeas y amerindias de esos individuos peculiares -que por comodidad agruparé bajo la amplia etiqueta de «magos»- que estarían dotados de facultades metamórficas, pudiendo abandonar las facciones humanas para asumir otras (a menudo, pero no únicamente, animales) bajo las cuales realizar acciones prodigiosas, por ahora no importa si de connotaciones morales positivas o negativas.2Las concepciones de este tipo son prácticamente omnipresentes a través de las culturas del pasado y del presente, aunque obviamente con enormes variaciones: como se trata de representaciones simbólicas, no es posible referirlas a una realidad empíricamente verificable y unívoca, aunque a veces reflejan más o menos de cerca fenómenos y experiencias de carácter fisiológico, psíquico, afectivo, social, político. Son metonimias, metáforas, alegorías, mitos, ficciones: en suma, representaciones. Pero no por eso dejan de constituir una palpitante realidad del vivir y del hacer humanos, con consecuencias muy concretas sobre la existencia de hombres y mujeres y con huellas tangibles -por ejemplo en las artes figurativas y en los diversos géneros narrativos de los que tenemos testimonios escritos- a la que vale la pena aplicar los instrumentos analíticos de que disponemos.

Ante todo veamos, aunque sea someramente, cuáles eran las varias formas que asumía la idea de la metamorfosis del ser humano en las civilizaciones del Viejo y el Nuevo Mundo que, a comienzos del siglo XVI, entraron en contacto en la naciente Nueva España.

1. Las transformaciones de la bruja europea

Entre las características que en la Europa del tardo Medioevo y del Renacimiento distinguían a esa «figura sintética» que es la bruja, «arquetipo colectivo y socialmente contextualizado», «alegoría global que [...] duplica, a nivel metafórico e inteligible, nuestra radical ambigüedad humana» (Lisón 1996: 356, 366-367), una de las más notables era la capacidad de transformarse (y de transformar). Capacidad que ya había pertenecido a los operadores mágicos de la antigüedad -de Circe a las magas de Apuleyo y Ovidio- y que con la llegada del Cristianismo fue objeto de examen y discusión minuciosos. Como aquí no me propongo más que comparar las concepciones hispánicas y las amerindias de la metamorfosis, me limitaré a señalar las diversas ideas vigentes en la Península Ibérica en el momento de la conquista. De hecho las opiniones no solo se habían ido modificando en el transcurso de los siglos sino que variaban grandemente en razón de los lugares, de los contextos sociales, del status y del bagaje cultural de los diversos actores (cf. Cardini 1979). Debo precisar además que me detendré sobre todo en los testimonios de carácter historiográfico y etnográfico que documentan las concepciones y las prácticas concretamente observables en la vida cotidiana de las personas de carne y hueso; mucho menos atención dedicaré a los productos narrativos (folclóricos o literarios) en que la creatividad poética de las diversas sociedades da forma a las proyecciones fantásticas de sus miembros, sin que ellos necesariamente crean en la realidad de tales fantasías.

A nivel popular, por mucho tiempo estuvo muy difundida la idea de que algunas categorías de individuos podían -ya fuese por un don innato, vinculado al destino in-

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dividual (como las condiciones o el momento del nacimiento), o llevados por pulsiones y opciones de vida precisas (como la sed de poder y riquezas o el deseo de hacer daño al prójimo)- abandonar su aspecto humano, asumir el de algún animal (u otro ser) y con esa forma llevar a cabo hazañas sobrehumanas, como volar, desplazarse a enormes distancias en instantes, acceder a «otras» dimensiones de la realidad, controlar los fenómenos atmosféricos, enfrentar a figuras análogas a ellos en luchas espirituales, enviar enfermedades y provocar decesos de animales y de personas. Esa transformación podía ser entendida en sentido literal y concreto, como el abandono completo por parte del cuerpo individual de los rasgos humanos y la asunción inversa y simultánea de los ferinos, de manera de no dejar ningún rastro del individuo protagonista de la metamorfosis mágica, o bien como una especie de proyección espiritual únicamente de las facultades perceptivas y volitivas del sujeto -en otros términos de su «espíritu»-, mientras la envoltura externa permanece vacía e inerte, o bien durante el sueño (y en efecto en general se considera que la dimensión onírica se encuentra más cercana a este tipo de acción). Además de entrar en conflicto con algunos puntos firmes de la teología cristiana -como la imposibilidad de que el alma abandone el cuerpo en vida-, esas concepciones no siempre asociaban la transformación a una valoración moralmente negativa de la misma: prueba de ello son los testimonios que han llegado hasta nosotros sobre los...

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