M'Bala M'Bala c. Francia: la singularidad del negacionismo en Europa

AutorAna Galdámez Morales
Páginas219-230

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I Introducción

No es la diversidad de opiniones –que no puede evitarse–, sino la negativa a tolerar a aquellos que son de opinión diferente, la que ha producido todos los conflictos y guerras que ha habido en el mundo

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JOHN LOCKE, «Carta sobre la tolerancia», 16891.

París; 26 de diciembre de 2008. En la Sala Zenith está a punto de comenzar el espectáculo «J'aifait l'con»2 del humorista Dieudonné M'Bala M'Bala3. El simbolismo de la escena queda patente desde el inicio cuando, en respuesta a las críticas expresadas por Ber-nard Henri Levy4, -había calificado otro espectáculo suyo como «el mayor mitin antisemita en Francia desde la II Guerra Mundial»- manifestó que procuraría, en esta ocasión, hacerlo aún mejor5. Al finalizar la actuación, Dieudonné invitó al escenario al conocido negacionista Robert Faurisson6 para ofrecerle los aplausos del público y el «premio a lo inusual y a la insolencia»: un candelabro de tres brazos adornados con tres manzanas; galardón que le entregó un figurante vestido con el mismo pijama de rayas y la estrella amarilla que llevaban los deportados judíos en los campos de concentración nazis7.

En los sistemas occidentales, la libertad de expresión se configura como un elemento esencial de la democracia; garantía básica para crear y mantener una necesaria opinión pública libre. Una libertad de amplísimo contenido; paraguas con cabida para casi todo, aunque limitada por otro de los pilares democráticos: la tolerancia, entendida en el sentido que le confiere la Declaración sobre la Tolerancia de la Unesco8, esto es, «un valor cívico comprometido activa y positivamente con los derechos universales inherentes a todo ser humano». El respeto a los demás en su pluralidad y diversidad es también una garantía de libertad, que condiciona el establecimiento de los límites necesarios para su armonización con bienes protegidos como la dignidad.

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En estos bienes jurídicos se apoya el profesor Jeremy Waldron para justificar que la regulación del discurso del odio -hate speech- es posible dentro de los márgenes legítimos de la libertad de expresión9. Él representa, en el contexto americano, a la voz minoritaria que se enfrenta a la posición liberal clásica predominante, negando el carácter absoluto e ilimitado de estas libertades, pues tal afirmación supondría la imposibilidad de garantizar esos otros derechos con los que pueden colisionar10. En la orilla opuesta, quienes defienden el ejercicio de la libertad de expresión con total autonomía por parte de quien se expresa. En línea con esta corriente, autores como Dworkin, quien solo admite la restricción de esta libertad en casos extremos de incitación directa a la violencia11.

Y es que, partimos de la tradicional distinción entre dos modelos teóricos que, en paralelo, han configurado construcciones doctrinales con consecuencias jurídicas dispares en la materia.

Desde la tradición cultural y política del liberalismo, se asume el principio de la tolerancia hacia el intolerante; el ejercicio de la libertad de expresión dentro de un mercado de las ideas blindado, en el que cualquier discurso es admisible, con independencia de su contenido. Esto implica un deber de abstención por parte del Estado y, al mismo tiempo, de aceptación del principio de autorregulación del espacio público en el que -sostienen- el peso de la argumentación y el debate son los factores determinantes que propician la inevitable salida de estos mensajes del espacio público.

Frente a esta narrativa, se dibuja el modelo de la democracia deliberativa, esto es, el ideal sobre el que se asientan las teorías contractualitas, orientadas al bien común a partir de juicios compartidos. Es la idea rawlsiana de «razón pública»12, construida a partir de valores y principios desvinculados de cualquier doctrina, como base de los presupuestos éticos que deben limitar la estructura del debate de lo político. Desde esta perspectiva, hay discursos que no deben siquiera entrar en el mercado de las ideas, aquellos que atentan contra los pilares en los que se sustenta la democracia: la dignidad humana y el libre desarrollo de la personalidad.

En el marco del debate sobre los límites de la libertad de expresión frente al discurso del odio, -entendiendo el negacionismo como una de las formas de hate speech- podemos

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encontrar respuestas diversas a la pregunta de si el espectáculo del humorista M'Bala M'Bala debería o no quedar amparado bajo la protección de este derecho. El TEDH ha negado recientemente tal extremo, avalando la condena que la justicia francesa impuso al comediante por lo que considera «una actuación contraria a los valores del Convenio Europeo de Derechos Humanos»13. A los argumentos del Tribunal y al contexto en el que se enmarcan pretendemos acercarnos en las siguientes páginas, conscientes de la imposibilidad de abordar aquí todas las aristas de un problema que requiere, sin duda, de un análisis mucho más profundo.

II Hate speech: aproximación terminológica

A menudo se utiliza el anglicismo hate speech traducido, en sentido literal, -aunque sin alcanzar la amplitud del significado que el término guarda en su lengua originaria- como «discurso del odio», concepto acogido por la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Solo es necesaria una primera observación semántica de esta estructura para advertir que encierra una dicotomía, en la medida en que conjuga dos conceptos antagónicos, que son manifestación de realidades en esencia contrarias: por un lado, la idea de discurso -el proceso de construcción discursiva implica necesariamente de un procedimiento racional y lógico de atribuciones de sentido- es decir, la racionalidad, que se contrapone a lo irracional que implica todo sentimiento de odio; algo que no podemos explicar de forma lógica y que, en principio, casa mal con la idea de discurso.

Pareciera que se nos pretende transmitir que el odio puede ser algo razonado, una versión atractiva del odio a partir de la estrategia verbal del intolerante. Porque, en palabras de la filósofa Adela Cortina, quien emite discurso de odio está convencido de que, de partida, existe una relación de desigualdad estructural respecto del colectivo que soporta el discurso y, no podemos afirmar que vivamos en una democracia auténtica, si la relación de los individuos es de desigualdad estructural.

Llegados a este punto, es obligado abundar en la aclaración terminológica. El Consejo de Europa ha definido el término anglosajón hate speech -o discurso del odio- como «cualquier forma de expresión que propague, incite, promueva o justifique el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo y otras formas de odio basadas en la intolerancia contra las minorías»14. Es aquel tipo de lenguaje que utiliza un vocabulario discriminatorio para degradar, intimidar o incitar a la violencia contra un colectivo diferente, -sea por razón de raza, sexo, religión, o cualquier otra circunstancia personal o social15-.

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El negacionismo, en sentido amplio, podemos definirlo como el movimiento que pretende la negación o justificación de genocidios o graves crímenes contra la humanidad, normalmente por motivos ideológicos y apoyándose en dudosas metodologías pseudo-científicas. Dentro de este movimiento, -se distinguen diversas formas de negacionismo- el negacionismo del Holocausto16 es el que, bajo una apariencia científica, niega abiertamente la existencia del Holocausto nazi o lo relativiza, reduciendo el número de víctimas del exterminio y minimizando su efecto.

Son categorías dentro de las que podemos enmarcar una gran variedad de discursos objeto de un debate que, como advertíamos al inicio, no puede abordarse aquí en toda su complejidad. Expresiones que son objeto de respuestas jurisprudenciales diversas -y encontradas- en función del contexto histórico y jurídico en el que nos situemos.

III ¿Se desdibuja el muro entre dos tradiciones jurídicas?

Estados Unidos y Europa: dos tradiciones que representan, en uno y otro continente, modelos con consecuencias jurídicas aparentemente dispares, cuyas diferencias17 parecen desdibujarse en los últimos años, fruto del auge de la xenofobia y las amenazas del terrorismo global18. Y es que, como han puesto de relieve algunos autores, «la libertad de expresión no puede ser radicalmente distinta en Madrid, Nairobi, Lima o Nueva York»19.

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Descrito a grandes rasgos, el modelo americano, en el marco de la tradición cultural y política del liberalismo20, asume el principio antes mencionado de la tolerancia hacia el intolerante, teniendo como uno de los pilares fundacionales la neutralidad del Estado frente a las distintas opiniones religiosas, morales y políticas, con independencia del contenido del discurso. Se rechaza que el Estado democrático pueda tomar postura hacia una de las opiniones enfrentadas, aceptando el mal menor que supone permitir la difusión de discursos extremistas, discriminatorios y contrarios a principios que sustentan la democracia21. Mensajes que -sostienen sus defensores- aunque puedan resultar desagradables, deben permanecer en el mercado de las ideas para que, así, de entre todos los pensamientos expuestos, los ciudadanos puedan conocer cuáles son ciertos y cuáles no.

Frente a esta narrativa, la doctrina sitúa el modelo Europeo22 en el esquema propio de la «democracia militante»23, esto es, una democracia en combate con los enemigos de la democracia que, tomando partido, priva de las garantías que ofrecen los derechos fundamentales a quienes se sirven de ellas para negarlas a los demás. Desde esta perspectiva, hay discursos que no deben en ningún caso entrar en el mercado de las ideas; aquellos que atentan contra los pilares esenciales de...

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