El lugar de las víctimas en el derecho penal sustantivo

AutorCésar Herrero Herrero
Páginas59-71

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A Planteamiento de la cuestión

¿Qué decir, entonces, de la víctima actual, concreta, en relación con el Derecho Penal sustantivo? ¿Puede estar presente, en esta vertiente del Derecho Penal, superando su pura situación pasiva tradicional? Creemos que sí. Para ponerlo de manifiesto, podemos abordar esta materia señalando, sin ánimo exhaustivo, tres planos, de gran importancia y, además, complementarios, a través de los cuales es posible percibir la menesterosidad, o al menos la alta conveniencia, de tener en cuenta ya a las víctimas desde la elaboración de la rama sustantiva de tal Derecho: Io Su posible voz en la creación concreta de delitos y penas; 2o Su necesaria tenida en cuenta por el legislador al establecer la clase, «quantum», tiempo de cumplimiento real y orientación de las penas; 3o Su intervención en el esclarecimiento de su posible incidencia en el delito, como agente interactivo, sin dejar de ser víctima.

B Su posible voz en la creación concreta de delitos y penas

Las víctimas, en principio, no han de tener prerrogativa específica alguna, cuando se trate de la creación concreta de delitos y penas. Expliquemos el porqué a continuación.

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En cuanto a creación de los tipos delictivos

En una sociedad pluralista, auténticamente democrática, los tipos delictivos han de configurarse, teniendo en cuenta los más relevantes valores, bienes o intereses de las mayorías (bienes jurídicos trascendentes para el individuo y para la comunidad), a través de sus representantes públicos, mediante procesos normativizados «ad hoc», actuados en las Instituciones legítimas correspondientes (Cámaras legislativas).

Si bien, el contenido de tales «bienes jurídicos», para ser dignos de protección penal, ha de responder, también, al ámbito de eso que ha venido llamándose «mínimo ético», y cuya observancia se presenta como imprescindible para una pacífica convivencia. Con la expresión «MÍNIMO ÉTICO» hacemos referencia, aquí, a lo más «nuclear» de una Ética Civil. Habiéndose de entender por «Ética Civil», en definición de F. COR-CHUELO: «.. El conjunto de valores y normas que comparte una sociedad pluralista y que permite a los distintos grupos —cualesquiera que sean sus creencias, religiosas, agnósticas o ateas— no sólo convivir unos con otros, sino también construir juntos la vida, a través de proyectos compartidos y descubrir respuestas comunes a los desafíos a los que se ven abocados».1

Para aclarar en qué consiste la diferencia entre ética civil y ética religiosa, como comenta el autor anterior, el recurso a la utilización de los conceptos «ética de máximos» y «ética de mínimos» ha resultado suficientemente idóneo. Entonces, ¿qué ha de entenderse por «ética de mínimos» y «ética de máximos»? La primera puede entenderse, de forma suficiente, si traemos a colación, como lo hace el profesor precitado, el mensaje que Th. W. ADORNO incluyera en su obra «Mínima Moralia»2. En ella, en fecto, refiriéndose a esa «Ética de mínimos», advierte

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que ha de entenderse por ella «un nivel de moralidad, por debajo del cual lo que reina es la inmoralidad, por más que lo acepte todo el mundo.» ¿En qué consiste la segunda? La «.Ética de máximos», escribe el mismo profesor, «pertenece a las éticas de las tradiciones religiosas que están orientadas a la búsqueda de la felicidad y del sentido de la vida y, por lo mismo, proponen, a sus adherentes, ideales de vida que no se pueden imponer a quien no comparte el correspondiente credo religioso... En este plano, por ejemplo, estaría la propuesta de Jesús, que encontramos sintetizada en el Discurso de las Bienaventuranzas del «Sermón de la Montaña...»3

¿Qué universo circunscribe esa «ética de mínimos»? A la vista de la extrema dificultad en ponerse de acuerdo, aún en lo que respecta a los principios éticos fundamentales, se ha venido produciendo, desde la mitad del siglo pasado, un consenso, muy generalizado, en tomar como núcleo de la misma los denominados Derechos Humanos Fundamentales, recogidos en diversas Declaraciones específicas, tanto de signo supranacio-nal como regional-internacional. Se trata, por tanto, de reconocerlos como base ética irrenunciable porque se fundan, como manifiesta la Declaración más importante de todas, la de Naciones Unidas (10 de diciembre de 1948), en la original dignidad del hombre que, «ex natura», conlleva la posesión de ese conjunto de derechos, inviolables y, congruentemente, la necesidad del respeto mutuo, recíproco, por parte de todos, como signo de común fraternidad. (Art. 1 de dicha Declaración).

Entonces, dado que esa dignidad y derechos se poseen por el hecho de ser seres humanos, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra condición, los mismos no han de considerarse creados o constituidos por Ordenamiento positivo alguno, sino que son del todo preexistentes a éste y, por ello, han de ser respetados siempre, también, por él. La misión del mismo, en este campo, ha de ser únicamente, de protección. La «Declaración», en consecuencia, considera esencial que los derechos humanos

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por ella declarados sean protegidos (sólo protegidos, no creados) por un régimen de Derecho, «a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión». (Considerando tercero).4 He aquí, pues, el «universo» de bienes, valores o intereses a los que los legisladores han de estar vinculados en su actividad legiferante.

J. L. DÍEZ RIPOLLÉS hace referencia, al abordar la cuestión de la selección de bienes jurídicos penalmente protegibles,

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al sistema de creencias como sustrato de la racionalidad ética, base del orden social de convivencia. Y, en este sentido, expresa: «Este orden de convivencia, que implica la interacción y coordinación de los planes de vida de los diferentes miembros de la sociedad, no puede ni asegurarse ni legitimarse en la sociedad moderna si no se corresponde con el sistema básico de creencias del conjunto de la sociedad.»5

Naturalmente, la práctica totalidad de las precedentes afirmaciones, sobre la selección de bienes jurídicos, penalmente tutelables, es asumible. Mas ha de completarse con una advertencia: la de que una concepción sostenible de delito no puede (no debe) desalojar nunca de su ámbito una dimensión de valores considerados siempre, por una gran mayoría de civilizaciones, como perennes por su relevancia y menesterosidad para la existencia y realización humanas. Es el caso de la vida humana, integridad física, libertad, derecho a una mínima propiedad de cosas... (Ello, compatible con su posible afectación (nunca sobre la esencia) por connotaciones históricas o culturales transitorias). Desde esta perspectiva, parece evidente, por ejemplo, que los ataques graves e intencionales contra la vida humana deben ser considerados siempre como delito, sea cual fuere el estado de opinión de una sociedad. No así, por ejemplo, el adulterio. Los derechos humanos fundamenales, los inherentes a la dignidad de la persona en cuanto tal, han de ser siempre defendidos penalmente contra ataques dolosos y graves, si no pueden ser protegidos por otra vía jurídica, aún en contra de la opinión de la mayoría social.

No se trata de entender el concepto de delito con significado «naturalista», al modo de R. GAROFALO, o al modo «esencia-lista», conforme a la orientación de algunas corrientes ético-filosóficas. Pero, tampoco, a la manera del actualmente denominado constructivismo criminológico, caracterizado por su absoluto relativismo. En cuya virtud, viene a sostenerse que el fenómeno criminal tiene que explicarse, en exclusiva, desde puras definiciones sociales o socio-culturales. ¿Sería entonces,

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por ejemplo, justificable la des incriminación del genocidio por el hecho de que así lo exigiera (como...

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