La Llei d'unions estables de parella

AutorJosep M. Martinell Cispert-Saúch.
CargoCatedrático de Derecho.
Páginas59-90

LA LLEI D'UNIONS ESTABLES DE PARELLA[1]

1. INTRODUCCIÓN

Coincidiendo con la aprobación de la Llei del Codi de Familia[2], pero independientemente de ésta ¿dato no despreciable[3]? el Ple del Parlament aprobó, el pasado 30.06.1998, la Llei d'unions estables de parella, que trata de regular las relaciones y consecuencias jurídicas de las parejas heterosexuales que pudiéndose casar no se casan, así como de las homosexuales, que tienen impedido constitucionalmente el acceso al matrimonio.

El Preámbulo de la ley alude a la conveniencia de regular estas formas de convivencia estable, atendiendo a que son realidades presentes en la sociedad catalana, en aumento en los últimos tiempos y con creciente nivel de aceptación social. Se ha pretendido, pues, dotar de una regulación orgánica a dichas uniones, que hasta el momento sólo habían merecido, por parte del legislador, una atención de carácter fragmentario y disperso.

No es casual que, a la hora de exponer ante la opinión pública las razones de esta ley, algunos responsables parlamentarios y políticos que la han impulsado hayan puesto el acento en que no estamos ante instituciones matrimoniales de segundo orden. Esta toma de posición, manifiestamente dialéctica, trata, entre otras cosas, de salvaguardar la constitucionalidad de la ley, que podría ponerse en entredicho por falta de competencia del legislador catalán si lo que se reconociera fueran nuevas formas de matrimonio y nueva normativa de fondo sobre el mismo[4]. Pero, con independencia de su trasfondo dialéctico, la cuestión de si estamos o no ante nuevas modalidades de matrimonio[5] nos sitúa en un plano metodológico del mayor interés. Porque, ¿cuál es el camino correcto? ¿Proponer nuevas modalidades institucionales para la relación de pareja, aparte del matrimonio ¿que es lo que ha hecho el legislador catalán y hacia lo que parece que se inclinan las legislaciones al uso?, o redimensionar la institución del matrimonio? A nuestro entender, y en lo que se refiere a la pareja heterosexual, lo más razonable sería esto último, aunque razones políticas y de dinámica social favorecen mayormente la primera opción.

II. ¿INSTITUCIONALIZACION DE LA PAREJA HETEROSEXUAL O REDIMENSIÓN DEL MATRIMONIO?

A poco que se repare en la evolución histórica del Derecho matrimonial, se advertirá que la exigencia de la forma de matrimonio (que la Iglesia fue impulsando paulatinamente, hasta su instauración definitiva en el Concilio de Trento) se debió, en buena medida, a la gran concentración de funciones, propiedades, principios, derechos y deberes que se fueron asignando al matrimonio (sacramentalidad, legitimación del ejercicio de la sexualidad, ius in corpus, fundamentación de la familia y de la descendencia legítimas, deber de fidelidad, indisolubilidad, etc.) y a la consiguiente necesidad de fiscalizar oficialmente el estado o condición de casado. Más tarde, el fenómeno de la secularización y una concepción más personalista de la institución fueron atenuando gradualmente aquellos contenidos institucionales. Por momentos, de manera poco perceptible, pues el matrimonio civil fruto del liberalismo no pasó de ser, originariamente, una copia secularizada del matrimonio canónico, con muchas de sus características más genuinas, incluida, en algunas legislaciones, la indisolubilidad[6]; con todo, lentamente, las cosas fueron cambiando, produciéndose un progresivo vaciado de valores institucionales clásicos, proceso no culminado pero muy avanzado, en el que, por poner unos pocos ejemplos, las soluciones desvinculatorias (separación, divorcio) llevan camino de liberalizarse definitivamente, si es que no lo han hecho ya, sobre la base de la libertad y la decisión individuales; en el que los deberes conyugales (convivencia, fidelidad, etc.) cuentan cada vez menos, al punto que sus infracciones no acarrean consecuencias prácticas (a pesar de algunas normas testimoniales que tratan de protegerlos); proceso, en definitiva, en el que ha venido abriéndose camino la reivindicación del legítimo ejercicio de la sexualidad al margen del matrimonio, al tiempo que éste ya no se concibe necesariamente orientado a la procreación (desaparición del impedimento de impotencia).

Pero ésta es sólo una parte del proceso. La otra es que, paralelamente a este vaciado de contenidos institucionales, las legislaciones de las últimas décadas se han caracterizado por una mayor atención a las consecuencias y cargas derivadas del matrimonio, y ello tanto en lo que se refiere al ámbito del orden público (en especial, protección de los intereses de los hijos menores), como en lo que atañe a aspectos tradicionalmente considerados de Derecho dispositivo (pensiones y compensaciones entre cónyuges, etc.), sin pasar por alto otras implicaciones de Derecho público y privado.

Dando por supuesto el fundamento de la tutela jurídica de aquellas consecuencias o efectos derivados que conectan con el orden público, cabe preguntarse por el fundamento de aquellos otros que, en principio, no tienen que ver con él. En este sentido, una cosa es que la legislación matrimonial implique por definición, y en cuanto a su ámbito de aplicación, la existencia de matrimonio, y otra muy distinta que el matrimonio forme parte inseparable del fundamento de toda norma matrimonial. Resulta indiscutible que cuando la ley prevé una pensión por desequilibrio entre cónyuges, o una compensación económica entre ellos, lo hace para proteger al cónyuge perjudicado o desfavorecido, lo que implica matrimonio; pero no resulta tan claro que, ante un presupuesto fáctico idéntico, sólo que extramatrimonial, no concurran las mismas razones de estricta justicia que fundamentan el derecho a una compensación en caso de matrimonio.

La conclusión cambiaría si el matrimonio se hubiera mantenido en unos parámetros de mayores contenidos institucionales, en los que los compromisos adquiridos al tiempo de celebrarse tuvieran jurídicamente un mayor peso específico. Entonces sí que se podría sostener, con algún rigor, que ese plus de compromisos que comporta el matrimonio, respecto a la mera unión no matrimonial, implica una diferenciación cualificada en favor de los casados a la hora de poder exigir derechos y compensaciones. Pero la realidad, como hemos dicho, ya no es ésta. Civilmente, el matrimonio ha sufrido un descomunal vaciado de contenidos, y los residuales que todavía persisten tienden, inexorablemente, a difuminarse. Además, es el propio legislador el que, a propósito de la regulación en torno a efectos derivados de la separación o del divorcio, ha ido prescindiendo de criterios de culpabilidad y de cumplimiento o incumplimiento previo de los deberes conyugales, para fijarse en criterios objetivos de protección a los miembros de la familia en situación de más debilidad; lo cual resta argumentos para mantener soluciones o consecuencias jurídicas diferenciadas entre el matrimonio y las uniones de hecho no matrimoniales.

Las anteriores reflexiones nos sirven también para sostener que la protección institucional específica del matrimonio, consagrada en el artículo 32 de la Constitución, a la que tanta importancia dio cierta jurisprudencia del Tribunal Constitucional[7], habrá de ser objeto de una lectura distinta, más acorde con la realidad de los tiempos. Probablemente esa nueva lectura tenga que ver, en un futuro, con una consideración más instrumental que de fondo, donde la significación del matrimonio radique, no tanto en sus supuestos valores intrínsecos, cuanto en el lugar de privilegio que ocupa por el conjunto de presunciones que comporta (presunción de convivencia, de paternidad, etc.), de la mayor importancia, en el marco del Derecho de familia, a la hora de probar hechos a partir de los cuales, concurriendo determinadas circunstancias, cabe exigir ciertos derechos y el cumplimiento de determinadas obligaciones[8].

Sobre las anteriores bases, sería deseable, tanto por razones de fondo como de método, configurar un Derecho de familia menos referencial del matrimonio, en el que se abordaran soluciones de justicia para las situaciones que fácticamente lo exijan, sean formalmente matrimoniales o no. Con ello, se llegaría, en muchos casos, a soluciones idénticas, para el matrimonio y para relaciones estables de pareja no matrimoniales, pero no en virtud de un ejercicio de mimetismo ¿por el que lo no matrimonial tiende a querer equipararse con lo matrimonial?, sino porque en ambos casos se converge en un mismo punto, que pretende ser la expresión de lo justo.

Como también sería deseable culminar, de una vez por todas, el proceso evolutivo que desde hace tantos años viene experimentando el matrimonio, aproximando sus estructuras jurídicas a las demandas y realidades sociales de hoy. Urge superar, en suma, buena parte de los de agregados culturales y dogmáticos que se han ido acumulando a lo largo de los siglos, y que permanecen en la institución de forma larvada, residual y anacrónica, pero originando todo tipo de conflictos, contradicciones y reticencias[9]

Esta redimensión del matrimonio clarificaría enormemente el Derecho de familia, porque haría innecesaria la diversificación de instituciones jurídicas reguladoras de la vida en pareja (heterosexual), que es precisamente lo que ha hecho ?a nuestro modo de ver, de manera contraproducente? la ley que sometemos a consideración. Y obsérvese que uno de los muchos contrasentidos que comporta institucionalizar un tipo de unión heterosexual al margen del matrimonio ?que obviamente persiste? es que no resuelve por sí mismo la cuestión de las uniones de hecho ?que era el punto de partida?, pues siempre quedarán uniones fácticas no institucionalizadas o no institucionalizables. Ello ocurre tanto si se establece un sistema facultativo de formalización de estas uniones, pues quedarán fuera todas aquellas que no hayan sido objeto de formalización por los interesados, como si se instaura un sistema obligatorio, porque, en un momento u otro, acaba aflorando el...

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